Hace algunos años
concurrir a una oficina publica a realizar casi cualquier trámite era penetrar
al castillo de Kafka, convenía no comer demasiado por los nauseabundos humores
a garnachas que emanaban de los escritorios y no ir en ayunas, pues las esperas
podían prolongarse más allá de las horas de comer. Tras una larga fila, un burócrata con mayonesa en los bigotes lo
atendía a uno y llenaba de grasa nuestro importante documento para indicarnos
con descarada indiferencia que ese
trámite correspondía a la siguiente ventanilla, donde aguardaba otra
impresionante fila de tramitantes.
Tal vez parezca
exagerado. Y tal vez lo sea, pero a la distancia la memoria adulta de hoy tiene
esos recuerdos vagos de aquella burocracia, el horror de la espera, la paciencia
inaudita, el desorden y el desdén de aquellos funcionarios públicos que tras
las ventanas de big brother contaban parlanchines sus andanzas nocturnas, los
guisos de la suegra o los zapatos de charol de aquella tienda que una
funcionaria iba a comprar en la quincena. ¡Zaz! Por fin el sello de tinta azul
sobre la esquina inferior derecha de nuestro documento, sólo faltaba el de la
izquierda. Y dale a otra fila, más historias de insolente intimidad, tortas,
burritas, refrescos de distintos colores; chalupas con salsa verde y roja,
tlacloyos y pequeños tacos sudados de papa que aguardaban en fila penetrar las
fauces de aquellos cachetones tras las montañas de documentos. Y bueno, tal vez
no lo sepas o no lo hayas pensado aún: no había computadoras. Endemoniadas
maquinazas negras y pesadas eran aporreadas por los elementos de servicio con un ruido industrial. Sobre un rodillo en la
parte superior aquellos armatostes vomitaban documentos frecuentemente
emborronados por el teclazo mal habido, el apuro o simplemente la mera
negligencia de hacer mal algo, de hacerlo desaseado. ¡Zaz!, por fin el sello se
imprimía sobre la esquina inferior izquierda y el ciudadano era libre de
transitar hacia su casa. Ha terminado este suplicio, no importan las tres o
cuatro horas, los malos tratos, el nauseabundo ambiente de cigarros y grasa, la
multitud de rostros sudorosos, el sabor a centavo, los mareos, el desmayo de la
señorita, el policía con el palillo, los descarados coqueteos del jefe, el bebé
llorando, el pañal del bebé, el olor del pañal. Ahora era libre, la calle con
su aire caliente parecía el paraíso.
Todo eso es cosa del
pasado, por lo menos en las oficinas del SAT, que no son otra cosa que la
hacienda pública. Para empezar, uno hace cita a través de Internet y propone el
día y la hora en los que puede uno acudir. El sistema te acepta. Venga tal día
a tal hora. Puntuales, como debe de ser, los usuarios se presentan y hacen una
breve fila para ser distribuido a alguno de los cubículos donde lo atenderán.
Un gordito muy amable lo saluda a uno:
buenos días, señor ¿qué trámite va a efectuar? Firma electrónica, responde el
usuario. Tome –le extiende un boletito-, haga el favor de pasar a la sala de
espera y en la pantalla se le indicará el número de cubículo que lo atenderá.
El sistema dice que el cubículo 48, donde una amable y elegante señorita lo
hace sentar a uno en una silla y escucha su requerimiento. Vaya a la sala de
computación a que le den una copia del formato, luego vuelve conmigo. En la
sala de computadoras un eficiente funcionario me atiende de inmediato y me da
instrucciones para llenar mi documento en la pantalla, luego lo imprime.
Regreso con el documento en la mano. La señorita me recibe con una falsa
sonrisa, pero sonrisa al fin, siento que estoy con aquellos funcionarios que
atienden a Edgar G. Robinson en aquel clásico de los sesenta Cuando el destino
nos alcance, veinte minutos de extrema amabilidad a cambio de convertirlo en
galletas. Ahora yo me entrego a estas atentas autoridades para que conviertan
mis pobres emolumentos en galletas, pero así es la cosa. Copelas o cuello,
decía el chinito de los millones de Polanco. Pero el gusto de ser bien tratado
nadie me lo quita, sinceramente me sentí en otro país, con otra clase de
derechos ciudadanos. Salí muy contento pensando en que México ya es otro país.
Tal vez es otro, quizás, especulaba distraído y si no es por una amable señora
que me jaló del brazo un camión de la ruta 67 me hubiera hecho papilla. Por lo
menos hubiera muerto con dignidad. Digo ¿no?
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