domingo, 24 de febrero de 2013

Banderas



Hoy es día de la bandera mexicana y no desaprovecho la ocasión para reflexionar en torno a este símbolo antiguo que siempre sirvió para distinguir un bando de otro, un ejército frente a su rival, equipos deportivos, clubes y cuanta filiación se nos ocurra. La bandera es un pedazo de tela diseñado para simbolizar una pertenencia.

Me llama mucho la atención cómo, por ejemplo, en la conquista española en México los bandos ostentaban banderas como si hiciera falta para distinguirse unos y otros. Por supuesto fueron útiles cuando Cortés logra alianzas con señoríos tlaxcaltecas para atacar Tenochtitlan, entonces ya no eran tan distinguibles unos guerreros de otros, pero los símbolos funcionaron desde el primer momento, en la primera batalla de Tehuatzingo ondeaban las banderas de unos y otros con el mismo sentido en que se usan actualmente. Y es llamativo porque eran dos ejércitos tan distintos, provenientes de culturas aparentemente opuestas en sus orígenes y evolución, como lo eran los españoles y los pobladores americanos.

Bernal Díaz del Castillo habla de esas banderas: el capitán Xicotenga “traía cinco capitanes consigo y cada capitanía traía diez mil guerreros” (…), que en total hacían unos cincuenta mil hombres, con banderas que ostentaban un ave blanca con las alas extendidas. Más adelante afirma: “vimos asomar los campos llenos de guerreros con grandes penachos y sus divisas, y mucho ruido de trompetillas y bocinas”. (1)

No hay edad ni tiempos para referirse a ellas. Leía hoy en El País las indignadas cartas de lectores sobre el escándalo Urdangarin, el incomodísimo yerno del rey, en donde sale a relucir el tema de las banderas. Dice uno de ellos: “Cada vez se ven más banderas republicanas y eso quiere decir algo, digo yo.”


Este día me gusta pensar en lo inútil también que es aferrarse dogmáticamente a un símbolo rectangular que supuestamente significan no sé qué tantas virtudes de nuestra asociación humana, que llamamos nación y presuntamente nos enorgullece tanto. El verde de la esperanza, el blanco de quién sabe qué y el rojo yo creo que de la abundan te sangre derramada en nuestros doscientos años de vida independiente.

Como lo he dicho en otros 24 de febrero, los profundos sentimientos que nos suscitan esos tres colores representativos los compartimos con muchos otros países que decidieron en su momento elegir el verde, el blanco y el rojo como colores patrios; algunos de ellos son países cercanos, conocidos, Italia, Bulgaria, Hungría, Irlanda, Argelia e Irán; otros me cuesta trabajo imaginar su ubicación geográfica o el tipo de régimen político que tendrán como gobiernos, como es el caso de Omán, Madagascar, Costa de Marfil y Tayiquistán.

Creo sinceramente que los símbolos deben respaldarse con acciones de lo que supuestamente representan, y la bandera nacional, tan llevada y traída, es traicionada cotidianamente por políticos y líderes que no es posible que crean en las supuestas virtudes de la patria, cuando actúan como lo hacen. Y el resto de los mexicanos, que cantamos solemnemente nuestro himno y saludamos marcialmente a la bandera, tampoco, pues los dejamos actuar como lo hacemos. Este tema me aburre y me abruma.


1 Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, capítulos XXV y XVIII, dominio público
 

lunes, 18 de febrero de 2013

Frases de memoria



Pero tiene una ventaja; su pasado y eso no se puede cambiar. En su memoria uno coge del pasado las cosas que le sirven. Si uno no tuviera pasado, el presente no le serviría de nada.

César Luis Meontti (hablando de Pep Guardiola)

jueves, 14 de febrero de 2013

Familia telegrafista


1
Existieron entre mediados del siglo XIX y las primeras tres décadas del XX, unos personajes cuya singularidad consistía en comunicarse por medio de un lacónico lenguaje de puntos y rayas. Era una clave inventada por Samuel Morse para ser leída sobre una tira de papel, pero con el tiempo estos hombres descubrieron que también podía ser escuchada. Era un habla sólo imaginable para seres de la ciencia ficción: raya-raya-raya-punto; punto-punto-raya, relativamente discernibles escrito con letras, pero ahora debes imaginarlo en sonidos simples, compactos, sucintos: …--- -.--  - . .-.. . --. .-.
Sus razones tenían para ser concisos, aunque, como en todas partes, siempre existieron los poetas.

Telegrafistas, en el sentido etimológico, lo puede ser cualquiera. Basta comunicar a distancia (tele) un mensaje (grafe). En ese sentido, los fanáticos del futbol que se comunican de un lado a otro de las tribunas, están telegrafiando sus consignas. Sin embargo, los telegrafistas originales del siglo XIX, que permanecen relativamente intactos hasta 1933, eran especímenes especiales, funcionarios públicos que al igual que el cura, el médico y el abogado se enteraban de muchas intimidades que los obligaba a ser mesurados y discretos, lo que les atribuía una áurea misteriosa y especial. Sabían escuchar un lenguaje de sólo dos vocablos: punto y raya que, combinados en una clave relativamente elemental, inventada por Samuel Morse, formaban las palabras en perfecto español que trascribían en un papel; un lenguaje sonoro que además tenía el refinamiento de la ortografía. ¡Sólo con puntos y rayas! Por eso se les consideraba cultos, excéntricos, especiales y se les invitaba a las fiestas del presidente municipal, del diputado o a las de algunas de las familias acomodadas de los pueblos. Por desgracia, en el fondo de su panorama existencial, el telegrafista era un ser humilde y mal remunerado.

Aunque sin ellos las costosas máquinas de importación serían simples objetos decorativos, dentro de la Dirección de Telégrafos siempre fueron tratados como obreros calificados. Ubicados en un escalón más bien bajo del escalafón administrativo y salarial, los telegrafistas siempre fueron seres incomprendidos; individuos ansiosos, hiperactivos; protagonistas del enorme teatro local de la provincia mexicana, actores estelares o improvisados; paño de lágrimas, consultores, asesores y consoladores, pero también seres transidos e relegados que muchas veces desahogaron sus penas en una botella de licor o en un nervioso tic. O en ambos.

El principio del fin del sistema telegráfico Morse, que inicia en los años treinta con el arribo del teletipo y culmina en 1992, en ceremonia de inhumación,  es difícil de advertir en sus tendencias puramente técnicas. El proceso de modernización, que arranca en 1902 con la radiotelegrafía, es visible en México hasta la década de los cincuenta, cuando la Dirección de telégrafos anuncia oficialmente su automatización nacional; el cambio se aprecia más en la política laboral de las autoridades hacia el gremio de telegrafistas recién terminada la Revolución. Primero, Álvaro Obregón los premia y los homenajea; inmediatamente después, Calles los reprime, los ningunea y termina humillándolos al ponerlos bajo las órdenes de los empleados de Correos en febrero de 1933.

La primera intención de formar un gremio de telegrafistas con posibilidades de éxito se da el 31 de octubre de 1922, cuando los telegrafistas, encabezados por Enrique Cervantes y Luis Esponda, solicitan al general Álvaro Obregón ayuda para la realización  del Congreso de Telegrafistas, quejándose además del acoso de los funcionarios de la Dirección hacia el personal, con resultado de varios ceses injustificados. Obregón los ayuda y los apapacha. El 14 de diciembre de ese mismo año se celebra la Gran Convención de Telegrafistas Nacionales "para discutir y en su caso formar el Código del telegrafista, que encierra en síntesis los derechos y obligaciones del personal", como lo comenta en 1947 el telegrafista Isacc López Fuentes en su libro Semblanza Trágica del Telégrafo y los Telegrafistas Nacionales, entre los que ya se contaba el seguro de vida, los 15 días hábiles de vacaciones y la inmovilidad laboral.

Abunda López Fuentes: "Mejoraron notablemente los sueldos (...) y el servicio en general era cada día más eficiente; las movilizaciones y los ascensos del personal cuando no se hacían con intervención de la "Unión", se llevaban a cabo previa la conformidad de los interesados, y así, dentro de este ambiente de concordia y reciprocidad, de dar y de recibir, transcurrieron los años de 1925 a 1932, hasta el 14 de febrero de 1933, fecha en que por fuerza mayor, cayó de las manos de don Antonio González Montero, el prestigio de un servicio público y el abandono a la incertidumbre, al azar de un abnegado gremio que con él se hizo digno de mejor suerte."

2

Nací y crecí -junto con mis hermanos- a un lado de la oficina de telégrafos de Cuauhtémoc, Chihuahua, donde mi padre era el administrador y posteriormente mi madre fue la encargada de atender al público, hasta sus respectivas jubilaciones. Sus escritorios fueron nuestra sala de estudios, de juegos, de experimentación plástica, pues nunca nos faltaron papel, cartón, lápices, crayones, clips, cordón y lacra, que eran materiales muy usuales de aquel anticuado servicio telegráfico en donde todo se hacía literalmente con las manos.

De acuerdo a nuestra edad, nos fue tocando suplir momentáneamente a nuestra madre en la ventanilla de telegramas mientras ella realizaba otras tareas domésticas y, ya adolescentes, suplir al mensajero en sus vacaciones anuales repartiendo telegramas y giros por toda la población. No es exagerado, entonces, decir que éramos una familia de telegrafistas. Con los años, los hijos fuimos creciendo y yéndonos del pueblo en busca de mejores horizontes. Mi padre nos fue colocando, llegado el momento, en la Dirección de Telégrafos del Distrito Federal, en el caso de Antonio, y en la Dirección de Telecomunicaciones para el caso de Jaime y el mío propio. Evelina quedó instalada en el Issste del propio estado de Chihuahua, siendo Alejandro, el menor, el único de los hombres que no emigró al sur aunque en su momento compartió el reparto local de telegramas.

En estos modestos empleos del sector pudimos estudiar nuestras respectivas carreras profesionales y acabar de hacernos mayores, fueron un trampolín indispensable para que aquellos jóvenes casi campesinos pudieran desenvolverse en la capital del país. La vida siguió y mis padres se jubilaron, nosotros buscamos y encontramos otras alternativas más acordes con nuestros intereses, mientras el telégrafo y toda su carga de sentimientos e historias quedaron atrás. Pero siempre tuvimos (y tenemos) como seña familiar la de ser telegrafistas.

En su lecho de muerte, impedida el habla por el cáncer, pero lúcido y atento, mi papá me transmitió un largo mensaje con su dedo índice, en clave Morse, sobre el dorso de mi mano, del que sólo pude –o quise- interpretar que se iba con paz y me deseaba su mejor sentimiento. Pero hasta ese grado alcanzó a llegar el oficio de nuestras vidas, demostrándonos una vez más su utilidad.

Felicidades a los telegrafistas en su día.



Para ver más de lo ocurrido en la huelga del 14 de febrero de 1933, ir a:

En la foto faltan Jaime -el fotógrafo- y Alejandro -ausente.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Talleres literarios


TALLERES DE CREACIÓN LITERARIA PRIMAVERA 2013
ESCUELA DE ESCRITORES IMACP-SOGEM
 DEL 13 DE FEBRERO AL 13 DE ABRIL DE 2013

1.- Novela para Principiantes
Cómo iniciar una novela y no sucumbir en el intento. Imparte Martha Echevarría, viernes de 16:00 a 18:00 hrs.
2.- Cuento
Taller para quienes desean iniciarse en el arte del cuento. Imparte Enrique Pimentel, viernes de 18:00 a 20:00 hrs.
3.- Novela (nivel avanzados)
Para tomar este taller se requiere tener ya un proyecto de novela.  Imparte Beatriz Meyer, viernes  de 16:00 a 18:00 hrs.
4.- Memoria y Autobiografía
Este taller brinda las herramientas para escribir tu experiencia de vida. Imparte Fausta Letona,  miércoles  de 18:00 a 20:00 hrs.
5.- Guión de Radio
El mejor y más completo curso para quienes desean incursionar en la creación radiofónica. Imparte Polo Noyola, sábados de 10:00 a 12:00 hrs.
6.- Poesía para Principiantes
Taller práctico dirigido a todos aquellos que desean escribir y leer poesía de una manera más completa. Imparte Alvaro Solís, sábados de 12:00 a 14:00 hrs.
7.- Iniciación a la Escritura Creativa
Aprende un poco de cada género literario, no es necesario tener experiencia previa. Imparte Beatriz Meyer, sábados de 10:00 a 12:00 hrs.
8.- Taller de Redacción Eficaz

¿Quieres pulir tu escritura? asiste a este taller. Imparte Jesús Bonilla,  sábados de 10:00 a 12:00 hrs.
Cada taller dura 8 sesiones. Informes e inscripciones en la Escuela de Escritores IMACP-SOGEM ubicada en 3 Norte 3, Centro Histórico o al teléfono 409 74 24 ext. 106 con la Lic. Hilda Aguilar Garduño. Cuota de recuperación por taller: $350.00.  Pago en Banco Santander a la cuenta 92000518196 a nombre de Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla. Inscripciones del 28 de enero al 14 de febrero de 2013, requisitos: copia de comprobante domiciliario actualizado, copia de identificación oficial con fotografía, 2 fotografías tamaño infantil. 

sábado, 9 de febrero de 2013

La última peste



2ª de 2. El nuevo siglo permite a las autoridades tener acceso a una visión científica  que prometía soluciones mediante la aplicación de normas e infraestructura para los binomios higiene-salud; agua-salud, y un nuevo escenario para la autoridad: vigilancia-salud.

El Ayuntamiento de Puebla establece un Reglamento municipal de comestibles y bebidas, aprobado el 19 de enero de 1910, que sustituía al último del 10 de junio de 1886. La autoridad tenía que cuidar el estado de salubridad en los expendios de productos de la canasta básica que consumía la gente. Hubo que prohibir terminantemente la venta de productos “en descomposición pútrida”, agrios, picados, rancios o si ha sufrido alguna alteración en su olor, sabor o poder nutritivo.

La ciudad consumía en proporciones importantes carne, manteca, leche y sus derivados; harinas, pan, tortillas, café, chocolate, pescado seco, semillas y vegetales. El reglamento prohíbe vender, cambiar o regalar carne de animales enfermos y se exige a los comercios mantener sus instalaciones higiénicas. Dice el artículo 15 del reglamento de comercio de 1910: “Los panaderos y bizcocheros se abstendrán de elaborar las harinas que estén agusanadas, manchadas de negro, violeta o rojo, y las que tengan olor pútrido o de moho, así como mantecas adulteradas y levaduras alteradas”. Las neverías y expendios de refrescos “no podrán usar hielo que no sea transparente”. (9)

Aunque en abril de 1910 se informó que la lepra ya no era una enfermedad endémica en la ciudad de Puebla, se detectaron tres casos en Zambrano, Sapos y Parral, respectivamente, “en las que viven leprosos que transitan por las calles” y solicitaron su aislamiento. En mayo de ese año la comisión de salubridad hizo circular cuatro mil ejemplares de “instrucciones sobre sarampión”, cuya propagación se observaba en “todos los ámbitos de la ciudad”, de acuerdo con don José de la Fuente en sus Efemérides Sanitarias. Se distribuyó entre profesores de escuelas oficiales y particulares para que los hicieran llegar a las familias; también se les dio a las madres que concurrían a las oficinas del Ayuntamiento, a quienes visitaban las cárceles municipales y a todo aquel que lo pidió en el flamante Palacio Municipal, recientemente inaugurado. Se comisionó a un estudiante de medicina para que recorriera y detectara casos de sarampión, para el registro de aquellas casas en donde hallase fallecimientos, así como instruir a las familias “carentes de auxilios médicos” sobre las maneras de atender y cuidar a sus enfermos.

El brote epidémico en El Alto se debió a la tubería de los manantiales donde había un receptáculo que era un “verdadero fango”, obligando a la empresa a entubar el agua de los manantiales de la Cieneguilla, hasta el depósito de arena de donde se reparte a las cañerías de la ciudad. (10) Era inminente que el agua de los manantiales de Cieneguilla y de Rementería se entubara hasta los tanques de los cerros de Guadalupe y Loreto, y para eso había que hacer grandes obras, a un costo de unos cinco millones de pesos, que era un dineral.

Hacia el primer lustro del siglo XX la ciudad era abastecida de agua por La Cieneguilla y La Caja Blanca, además de una cantidad menor proveniente de El Alto y el Barrio de la Luz. La Cieneguilla era la mayor fuente con sus ocho pozos, pues abastecía más de la mitad; luego seguía la Caja Blanca con un poco más del 10%; La Luz con algo así como el 8 % y finalmente El Alto, con apenas un 4 %, más o menos. (11) En total 94.3 litros por segundo, que cada 24 horas significaban poco más de 8 millones de litros de agua para unas 93,521 personas que habitaban las cuatro mil casas registradas de la ciudad. (12)

Con esa fuerte inversión el Ayuntamiento no esperaba menos que “agua pura y abundante subiendo espontáneamente a los pisos más elevados, alejamiento y supresión de todas las causas de insalubridad, que se resumen en inmundicias en estado líquido, sólido y gaseoso; para lo que se necesita un drenaje perfecto, pavimentación impermeable y fácil de limpiar, un buen sistema de regado y barrido, hornos de cremación y estufas de desinfección’’, por lo que aprueba el gasto hasta de cinco millones de pesos para esas mejoras. (13)
Las obras se inician y pronto dan sus primeros frutos: el 28 de noviembre de 1907 se entregan los primeros cinco tramos de drenaje. Los puentes de Ovando, San Roque y Del Toro fueron dotados de atarjeas de 80 centímetros de diámetro. Serían tres años más de hoyos y continuos movimientos de tierra y tubos, pero ¿qué eran tres años frente a los tres siglos que llevábamos inundados en basura, lodo y excrementos?

La promesa coincidía con el festejo del primer centenario de la Independencia de México, en 1910, cuando la ciudad de Puebla por fin contara con hasta cinco fuentes de abastecimiento ordenado e higiénico de agua para consumo doméstico e industrial: se entubarían nueve pozos en la Cieneguilla y los manantiales de La Trinidad, de San Antonio, de Rementería y San Francisco. (14)

“El proceso de urbanización como lo vemos hoy sucede en esta fase. Como ahora, entonces el ayuntamiento no tenía recursos, se endeudó con recursos en donde pudo, pues no había bancos destinados para la obra pública. Los que había eran más para apoyar a la agricultura y otras cosas. Los bancos que apoyan la inversión inmobiliaria tardarían muchos años más. Entonces este fenómeno que relaciona lo social con lo urbanístico es importante, porque hay pensamientos que se ven reflejados en proyectos que benefician a ciudadanos, como las obras del agua y el alcantarillado”. (Carlos Montero Pantoja)

Bibliografía:
9) José M. de la Fuente, Efemérides Sanitarias, Talleres de imprenta y encuadernación de “El escritorio”, calle Zaragoza 8, Puebla, 1910,  p. 160
10) Ibid, p. 168
11) Ibid, p. 157
12) Censos de población y vivienda, INEGI, citados en Puebla, urbanización y políticas urbanas, de Patrice Melé, BUAP, UAM Azcapotzalco, 1994
13) José M. de la Fuente, Efemérides Sanitarias, Talleres de imprenta y encuadernación de “El escritorio”, calle Zaragoza 8, Puebla, 1910. p. 163
14) Ibid, p. 187

domingo, 3 de febrero de 2013

La última peste



1ª de 2 partes. En 1910 Puebla se debatía entre una marcada desigualdad social y un deterioro físico-ambiental que era combatido denodadamente por juntas de caridad y los incipientes mecanismos de los gobiernos de la ciudad, que luchaban sin demasiado éxito contra las epidemias más variadas. La clase dominante, como siempre, mejor dotada para recibir el embate de las pestes, se quejaba de la inmundicia de los menesterosos, generalmente culpables de los brotes debido a la insalubridad de sus personas y sus viviendas, condición que finalmente cambiarían –con súbita violencia- las estrictas medidas sanitarias tomadas en el cabildo a partir de estas fechas. Concretamente, la implantación de un sistema de agua potable y alcantarillado que fue terminado, justamente, para las fiestas del primer Centenario de la Independencia.

A la distancia de cien años se percibe cierta desesperanza social de aquellos poblanos que carecían casi de todo. Sufriendo embates sucesivos de pestes que azotaron durante siglos la ciudad, a veces con trágica gravedad, en ocasiones suaves, pasajeras, pero siempre presentes, como presente estaba la terrible desigualdad social que condenaba a las familias pobres a la más indescriptible inmundicia. El olor era algo distintivo en algunos sitios de aquella ciudad, pero a principios del siglo XX –aunque nuestros ancestros no lo sabían-, la batalla contra la insalubridad se apuntaría sus primeras pequeñas victorias.

De acuerdo con los datos que nos legó don José de la Fuente en sus Efemérides sanitarias de la ciudad de Puebla, en 1837 se registra la última gran peste sobre la ciudad con centenares de muertos y una duración de trece años. Ante la ausencia de instrumentos político administrativos, eran Juntas de Caridad las encargadas de enfrentar prácticamente inermes el perenne brote de epidemias. Se constreñían a acopiar el mayor número de frazadas, petates gordos y demás objetos necesarios para atender a los infectados, que eran instalados en lazaretos improvisados en los cuarteles alejados del centro; para las defunciones se habilitaban morgues en algunas iglesias, como la de San Xavier, donde se hacía la recepción y disposición de los cadáveres. Un estado de emergencia latente, que disparaba esos efímeros procedimientos en cuanto aparecían más de tres enfermos de sarampión, tuberculosis pulmonar e intestinal, tifo, viruela, erisipela, disentería, difteria, escarlatina y cólera, que eran los azotes más frecuentes en nuestro entorno, ya entrado el siglo XX.

Los pobres murieron en racimos, familias enteras eran fulminadas por el tifo que desfondaba sus desnutridas humanidades. Pero en ocasiones, como aquella de 1837, la peste agarró parejo entre la población. Vecinos conocidos, como la familia del licenciado Pablo Sierra, en la calle de Mesones, a quien el tifo le arrebató a su señora esposa y a su niño pequeño, lo infectó a él mismo, a su hija y a una pobre familiar que llegó para ayudarlos en su convalecencia. “Y como es muy posible que el contagio se extienda a los demás habitantes de la ciudad, sería conveniente adaptar precauciones para evitar su propagación”, alertaban al Ayuntamiento. (1) 

Se hizo imperativo que la policía vigilara la limpieza de las vecindades para evitar mayor propagación, pero las enfermedades no menguaban. La Junta de Caridad observa que en el cuartel Tercero se encuentran “64 enfermos de viruelas y 29 de fiebres”, la mitad están fuera de peligro, pero los graves “se encuentran diseminados por todo el cuartel”. (2) 

En aquella última gran peste que se abatió sobre la ciudad de Puebla de 1837 a 1850, el gobierno del estado dispuso que “la tercera parte de la contribución civil”, se destinaría a los gastos de asistencia a los pobres “que fueron atacados de la epidemia del cólera morbo en los pueblos del departamento” (3)  

Desde 1850 no volvieron a reportarse cantidades masivas de muertos por epidemias, aunque nunca dejaron de morirse a causa de alguna de ellas, que permanecían latentes en la población, aparecían por los calores del verano, afloraban con los fríos del invierno y todos sabían que estaban ahí. En la inmundicia de vecindades con centenares de familias hacinadas sin ninguna clase de servicios, con los niños desnudos jugando en el inmundo lodo de aquellas calles señaladas por inconfundibles arroyitos de mierda humana y de los caballos que circulaban diariamente por la ciudad.

El siglo XX comienza con una buena disposición de las autoridades locales para arreglar algunos detalles de la salud. Las vacunas fueron aplicadas masivamente desde 1897 y se esperaban grandes resultados, pero con reservas, pues apenas un año antes había aflorado un “número alarmante” de infectados de tifo con decenas de víctimas. Sin embargo, una ola modernizadora despuntaba con el nuevo siglo en las principales ciudades de la República, que recibieron antes o después la influencia reformadora de la Ciudad de México. Puebla fue una de las primeras. Reglamentos y prohibiciones son dispuestos por el Ayuntamiento para paliar las epidemias. Era urgente modificar ciertas costumbres sociales y comerciales arraigadas desde los primeros años de la colonia entre los habitantes de la ciudad, aquellos cercanos ancestros que atendían puestos de mole de panza o barbacoa; panaderos, carniceros, artesanos de la madera, el vidrio o el metal, que frecuentemente obviaban las más elementales medidas contra la contaminación del agua, del aire, del ruido. Hubo que prohibir las carnicerías en las plazas públicas, obligar a la desinfección de instrumentos de médicos dentistas, la construcción de atarjeas; hubo que crear nuevos reglamentos de fondas y figones, de exigir mingitorios en los mercados, ordenar costumbres para los sepulcros, todo lo que las autoridades tuvieran que hacer para evitar las constantes epidemias que azotaron a la ciudad desde el siglo XVI, con periodicidad alarmante: “Se prohíbe cargar muertos en la espalda”, llegó a asentarse entre las disposiciones.
El 11 de enero de 1905 son analizadas muestras de agua de la caja repartidora, denominada Caja Blanca, en la que fueron encontrados Bacillus Celli típico, y muy virulento, que la hacían de muy mala calidad, pues contenían 32,375 bacterias por centímetro cúbico. (4) Y este fue el avance científico más importante para las autoridades del Ayuntamiento, el tener la certeza de que era el agua el vehículo natural de las enfermedades. Por esta razón, desde 1905 se buscó solucionar de una vez y para siempre el grave problema de la contaminación de las fuentes acuíferas, para las que se lanzaron sendas convocatorias que remediaran esa grave carencia de infraestructura de la capital estatal. El 20 de diciembre de 1904 se había concluido que todas las muestras de agua examinadas resultaron impropias para la alimentación, distinguiéndose como la más mala la número 3, procedente de un caño de mampostería que tenía una solución de continuidad descubierta y que pasaba cerca de algunas cloacas. (5)

Y no podía ser de otra manera, si en abril de 1905 se informa que en las calles del Marqués hay como cien accesorias que carecen de agua y de excusados, y como consecuencia natural de tal falta, las familias que las ocupan han convertido las calles, boca-calles anexas y orilla de la plazuela de San José en inmundos excusados. (6) 

Para el mes de octubre se expide una iniciativa para la lucha contra la tuberculosis “tan diseminada en la ciudad”, ya que los tuberculosos que con frecuencia cambian de domicilio infectan todas las casas que ocupan, “lo que hace que el mal cunda de una manera rápida y segura, a semejanza de un incendio”. (7) Se hace obligatorio a los médicos las denuncias de casas con enfermos peligrosos, para que sean puestos bajo vigilancia de la autoridad política. El 20 de noviembre de 1907 se desarrolla una epidemia de viruelas en las Fábricas del Mayorazgo, Amatlán y otras del rumbo. La autoridad exige evitar que por ningún motivo los enfermos penetren a la ciudad. Obliga a los propietarios a construir un lazareto en cada fábrica para la atención de los infectados y el compromiso de atender de principio a fin a sus obreros. 

Al año siguiente se determina un plan irrestricto de vacunación permanente con una Oficina Municipal de Vacunas, se elabora una ley sobre vacunación obligatoria y se manda imprimir su contenido para que fuera colocado en el Registro Civil, el Arzobispado, farmacias, escuelas, templos, mercados, fábricas, talleres y en los domicilios de los inspectores de cada sección municipal, obligando a los inspectores a llevar un registro con los datos básicos de los vacunados, de los enfermos y de los muertos. 

El inspector debía investigar, detectar y denunciar las casas en donde se hallara algún enfermo de tifoidea o cólera, y a través de Salubridad proceder al aislamiento y desinfección de sus viviendas, que en ocasiones pagaban, no sin protestas, los dueños de las vecindades. Por unos siete meses se decreta la desinfección gratuita de viviendas, pero en octubre de 1910 se suspende esa gratuidad, pues no se obtuvo un “resultado benéfico”, ya que muchos propietarios querían el beneficio y no eran gente “notoriamente pobre”. (8) 


Bibliografía:
1) José M. de la Fuente, Efemérides Sanitarias, Talleres de imprenta y encuadernación de “El escritorio”, calle Zaragoza 8, Puebla, 1910,  p. 87 
2) Ibid. p. 90
3) Ibid. p. 106
4) Ibid, p. 160
5) Ibid, p. 156
6) Ibid, p. 164
7) Ibid, p. 179
8) Ibid, p. 177