sábado, 26 de mayo de 2018

Gatoluna


Este cuadro es una impresión digital original de Malú Méndez Lavielle que fue sustraída de su cilíndrico estuche de cartón en la aduana de Memphis, o por ahí, fue la explicación que nos dio la empresa Fedex; que Memphis ya había concluido la investigación y había decretado que el cuadro fue robado y que conservan el cilindro de cartón vacío. Sugieren en California el rembolso de 30 dólares y concluir con el adagio de “lo perdido lo que aparezca”, aunque el costo de producción y envío arañaba los 2,000 pesos, es decir 100 dólares, tres veces la cantidad recuperable. La artista pierde doble porque, además, afecta a su cliente.

Los amables jóvenes que nos atendieron telefónicamente soportaron con carácter nuestros aireados reclamos y se mostraron impotentes para mejorar su oferta; su actitud, sin embargo, te hace recibir el mensaje, también de por acá, de “les vale madres”, los 30 dolaritos casi alcanzan para cubrir la reposición del cuadro, el costo del plotter. Y aprender. Siempre hemos usado el servicio postal mexicano, pero su cliente pagó el envío por Fedex y fue que entramos en contacto con esa empresa de paquetería el pie izquierdo. Nunca más.

Al ladrón le guardamos un rencor ambivalente porque hay en su delito un gusto compartido en apreciar el resultado de la impresión, verdaderamente afortunado como se aprecia en la fotografía. La imagen se llama “Gatoluna”, mide 57 x 90 cm. Sugerimos que lo enmarques, pero que la próxima vez lo compres, como lo hacen otras amables amigas que compran gotas de ese caudal de cuadros que ha hecho mi querida esposa Malú; cotidianamente presenta en su amplia red de seguidores en su movido perfil de Facebook y un blog (Visos opuestos) con su obra bastante completo. 

La gente escoge entre una variedad de 600 o 700 pinturas digitales que ella produce día y noche, mañana y tarde, mediodía y noche. También sueña que los pinta. El resultado es una obra que no deja de crecer cualitativa y cuantitativamente. No tienes que robarlo porque con ello lo que haces es golpear una modesta economía como la de ella; cómpraselo y adorna con ella tu pared en la recámara, en la sala, compra otro de mujeres de mirada ignota; esos rojos pastel y verde esmeralda que pueblan los rincones de nuestra casa y contribuyen a que ella pueda seguir dedicada a su arte.

Nunca recuperamos nada, así que eres oficialmente un ladrón. Y a Fedex, como decimos por acá, pues que chingue a su madre.


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martes, 15 de mayo de 2018

El elevador

Crónica de un ligue es el concurso apócrifo donde lectores de un blog envían crónicas sobre la primera vez. Y en este caso la última ¿este relato es una fantasía o es físicamente posible realizar un coito en un elevador. Se valora su descalificación.




El elevador
Por Fernanda

Fue una combinación de muchas cosas, numerosos factores permitieron que yo terminara haciendo el amor con un desconocido en un elevador. El primer factor fue el edificio más alto de Puebla y que fueran casi las doce de la noche; el segundo que yo llevara el vestido anaranjado de falda tableada, y nada por debajo de él; el tercer factor, que verdaderamente me gustaba ese muchacho que había visto muchas veces, precisamente en el elevador; su olor siempre sugerente y su mirada siempre entretenida a la altura de mi pecho, a veces en mi pelo, en el reflejo de las paredes cristalinas del elevador. Y mi sonrisa, claro, siempre le sonreí.

Un detalle importante que también contribuyó al hecho que nunca más voy a repetir en mi vida, fue el cansancio de un empleo monótono y rutinario que al final de la semana terminaba robotizándome. Ese viernes, mi jefe por fin aceptó que yo era humana y merecía un descanso luego de catorce horas de trabajo continuo y me dijo que podía marcharme. Habitualmente pensaba que yo era una máquina.

Estaba borracha de fatiga, lo vi como si fuera mi abuelito jodiendo el punto de mis faldas cortas o el profesor Ramírez repitiendo su canción favorita de que debemos leer más. Pero bueno, me podía ir. Apagué la compu, cerré mis cajones y en el pasillo solitario me acordé que había olvidado ponerme las pantaletas que me había quitado desde la mañana porque ya no las aguantaba. Me reí pícara mientras los numeritos del elevador iban indicando su ascenso hasta el Penthouse. Antes de llegar, el elevador se detuvo en el piso inferior. No sé por qué pensé en ese muchacho guapo y en cierta forma deseé que fuera él quien había abordado el pequeño elevador. Sentía que venía encabronada. Contrólate, Fer, me dije apretando las piernas en el momento mismo en que sonó la campanita.

¡Ting…!

Se abrieron las puertas y lo primero que vi fue una medallita de oro en su pecho, tal vez era de San Antonio –el santo del amor– porque yo casi me lancé a sus brazos. Fue así porque me tropecé y porque iba mareada de cansancio, además de una extraña, mágica, tortuosa calentura que me llegó no sé de dónde, como una luz cegadora y asfixiante.

Él me cachó antes de que rodara por el suelo del elevador e hizo el esfuerzo de levantarme. Apenas, pues, porque mis cuarenta y cinco kilos no significaron nada para sus setenta bien ganados kilos de músculos y callos y sudor… ¿Callos? Es extraño, recuerdo sus callos raspando mis muslos como garras. El breve rectángulo para máximo ocho personas partió hacia su destino en la planta baja y fue un aliciente más para que yo flotara literalmente por el espacio, en parte por la fuerza de la gravedad y en parte por los fuertes brazos del hombre que me sostenía con habilidad, como si estuviera acostumbrado a amar mujeres en los elevadores. 

Es un recuerdo celestial en la media luz del elevador y los reflejos dorados de sus paredes; mi piel y mi vestido anaranjado se reflejaban como por secciones; brazos, zapatos, piernas y la medallita del que creo que era San Antonio brincando sobre su pecho firme y velludo. También los numeritos luminosos de los pisos que descendían a escasa velocidad, como si alguien los hubiera programado para bajar despacio, lentamente, suave, delicioso… 17, 16…

No puedo afirmar que las personas que salieron de ese elevador en la planta baja iban correcta y completamente vestidas. De ninguna manera. Lo que sí puedo decir es que de algún modo salimos cada quién con su ropa, él con su saco y su corbata que desde el principio llevaba en la mano, yo con mi vestido anaranjado algo húmedo de mi propio sudor y quizás otras evanescencias, pero completo. La pérdida fue un arete que de un vistazo no pude hallar.

Salimos del elevador con prisas. Él se despidió con un correcto: Buenas noches y yo con una leve sonrisita de chica educada y sensible. Adiós, le dije con la mente, a sabiendas de que nunca más lo volvería a ver, por lo menos en ese lugar. El trabajo no me gustaba, era muy matado, así que aproveché para no regresar. Esa es mi historia, son cosas que le suceden a la gente una vez en la vida, no hubo una sola palabra, no hubo acuerdos, ni gestos, ni compromisos de ninguna especie. No hubo mentiras. Nadie planeó nada, por eso fue mágico y maravilloso; tanto, que a veces me pregunto si en verdad ocurrió. Solo yo lo sé. (Y él)

Ilustración Malú Méndez Lavielle



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lunes, 14 de mayo de 2018

Paseo Bravo

Crónica de un ligue es el concurso apócrifo donde lectores de un blog escriben sobre encuentros amorosos. Una colección de amantes que indagan sobre el fenómeno de la exposición de intimidades; la revelación, a veces tardía, de situaciones ineludibles como que un día te levantas y le confiesas a tu imagen en el espejo: soy gay. Que un hombre se enamore de otro hombre ¡qué novedad!



Paseo Bravo
L.G.M.

No sé si usted se atreva a publicar esta crónica, pero por lo que he visto tiene apertura de criterio en cuanto al tema de la elección sexual. Y bueno, hace muy poco yo mismo me hubiera escandalizado –quizás– con temas como el amor entre dos seres del mismo género en la mismísima Puebla del verbo encarnado y las once mil imágenes. Mi mamá y mis tías, si dejaran de ver un rato las telenovelas estarían santiguándose como beatas en misa dominical. En fin, no tengo nada contra la iglesia y yo mismo soy mocho cuando me conviene. Habrían de ver los sustos que pasa uno, como el que me ocurrió ese domingo en pleno mediodía del Paseo Bravo, cuando además de encontrar a Enrique me encontré a mí mismo. Mucho gusto, me dije, soy fulano de tal, un muchacho asustado que no quería reconocer que las hermosas mujeres no le interesaban en absoluto, que en realidad estaba viviendo una vida de mentiras. Y lo peor es que no le mentía a mi familia o a la sociedad ¡me mentía a mí mismo!, engañaba al hombre que veo en el espejo, el que quiere ser contador y que en sus peores tribulaciones fue boxeador, judoca y cualquier ejercicio que me permitiera acariciar, así fuera salvajemente, a otro hombre. Pero qué digo acariciar, tremendas madrizas que me llevé en el torneo de los guantes de oro.

Pero espérate tantito, quiero que me entiendas. No soy ningún masoquista que quiera que le estén dando golpizas, es que no había otra forma de tener contacto con muchachos porque yo mismo no sabía que me gustaban tanto o que los deseaba ¡no lo sabía!, pero a la hora de golpearlos, de abrazarlos, de hacerles sufrir un poquito era algo que simplemente me hacía volar. No puedo explicarlo de otra forma, porque no creas que me excitaba en medio de un round ¡ya parece que me fuera a excitar! Si te descuidas un poquito te rompen toda tu madre. No, yo boxeaba bien, gané seis peleas y perdí dos. Lo que sucede es que después de la pelea me sentía feliz. No sabía por qué. Aunque un día comencé a sospecharlo.

A mí nunca me ha gustado que me mangoneen, por eso me peleaba tanto en la primaria, ya en secundaria muy pocos muchachos me buscaban ruido. Y los que me buscaron me encontraron. Como no soy amanerado, les gusto a las muchachas. Qué bueno, a mí me gusta gustarles, y de hecho he tenido novias, y de algunas estuve en verdad enamorado. O uno cree que ese es el amor (¡no tenía ni idea!), quién sabe si por las películas o porque el mundo en verdad te exige que seas de determinada forma, pero el hecho es que yo me enamoraba, andábamos varios meses y luego rompíamos con unos dramones. Un día de este mismo año hasta lloré porque mi novia me dejó por otro. Me daban ganas de ir a romperle la cara al otro mono,
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Afortunadamente no lo hice. Gracias a Enrique no lo hice, porque cuando estaba preparando un plan para toparme con ese amigo, de preferencia sin Fabiola, a quien me topé fue a Enrique, que estaba como esperando un galgo en la 11 sur del Paseo Bravo, y yo me puse a verlo porque él me estaba viendo con sus ojos de gato y su sonrisita rebosante de picardía. Nomás viendo. No sé por qué no me ofendí con el sujeto que me estaba viendo tan descaradamente. ¿Qué me ves, güey?, le hubiera dicho en cualquier otro momento, pero simplemente no me atreví, porque su mirada no era agresiva, ni insolente (bueno, un poquito), era como si estuviera jugando conmigo, como si me conociera de años. Me acerqué y me le quedé viendo con cara de chiste y él se rio; los dos nos reímos y desde entonces nos hemos estado riendo como tontitos. Tres meses después no entiendo la vida sin él, mi vida no significaría nada sin él. Por primera vez en la vida he sabido lo que es el verdadero amor, la necesidad de amar, el ansia y el deseo de que él esté siempre a mi lado. Me ayudó a salir del clóset o como se diga ¿qué importa eso? Lo que importa es la felicidad.

Ilustración Malú Méndez Lavielle

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lunes, 7 de mayo de 2018

El primer beso



Crónica de un ligue es un concurso apócrifo donde presuntos lectores de un blog escriben sobre un encuentro amoroso. Una colección de amantes que ofrece al lector una visión multipolar sobre el mismo y antiguo asunto del amor.


El primer beso
R.M.

Han pasado muchos años pero no olvidaré nunca la noche de mi primer beso. Creo que a todos les pasa con su primer beso. Tenía trece años cumplidos y ese día me lavé todos los dientes con particular entusiasmo. Mi cita era en el cine y la promesa de recibir mi primer beso en la boca de parte de una muchachita que no era ninguna novata, aunque un poco menor que yo. Pero digamos que era una especie de besadora profesional, porque en su currículum besatorio habían pasado algunas cosas en su vida. Por supuesto ese día no pensé en ninguna de estas cosas, dadas las circunstancias no venían al caso. Me puse la mejor loción de mi papá, de hecho podría decirse que me bañé en la loción de mi papá, y llegué muy temprano a la entrada del cine donde Lencho ya me estaba esperando.

Lencho era mi amigo del alma y quien se encargó de hacer todo el papeleo para que yo recibiera mi primer beso. Claro que no hubo papeleo, es un decir, pero digamos que los trámites necesarios: hablar con Liz, que era el nombre de la muchachita, y hacer una cita esa tarde en la función de cine popular, pues era miércoles. No éramos muy de ir al cine popular de los miércoles cuando exhibían tres películas seguidas, no éramos muy de ese tipo de cine, pero la ocasión lo ameritaba y yo le dije a Lencho que contara conmigo. “No te rajes”, me retó. ¡Cómo crees!, le respondí, ya ofendido (por si algo fallaba), pero la mera verdad estuve a punto de rajarme. No que tuviera miedo, ¡tenía pánico!

Pero llegué a la entrada del cine armado de valor muy puntual y penetramos a la dulcería en donde esperaríamos la llegada de Liz. Finalmente, más o menos a la hora pactada, llegó Liz, entró sola al cine y nos vio como si fuéramos los grandes amigos. Este es Beto, le dijo Lencho; esta es Liz, me dijo a mí. Liz era una muchachita muy pequeña de estatura con una carita muy bonita de ojos grandes y rasgados y un cuerpo más bien infantil, nada por aquí, nada por allá. Yo tampoco era Brad Pitt, qué va. Apenas más alto que ella y, a mis trece, debo aceptarlo, cara de tonto, con una nariz demasiado grande para mi cara demasiado pequeña y un corte de pelo militar que mi mamá me obligaba a usar. Si agregamos alguna espinilla definitivamente no era un galán. Nos dimos la mano y entramos a la sala. Lencho se acomodó disimuladamente estratégicamente unos asientos detrás, para no meter ruido y para tenernos vigilados. Tendríamos que contar hasta los segundos del beso. Intensidad, humedad, etc. Déjenme decirles que Lencho era un besador profesional porque tenía su novia, Fabi, a quien besó en una ocasión, sin pausa, durante treinta y cinco minutos. Atestiguado por varios.

Liz y yo ocupamos unos asientos y comenzó para mí uno de los eventos más tortuosos de mi vida. Los chicles entraban a mi boca, se gastaban y salían disimuladamente para dejar entrar a otros nuevos. Traté de tocar el brazo o la mano de Liz pero estaba verdaderamente interesada en las películas, nos rosamos un rato los antebrazos. De vez en cuanto volteaba a ver a Lencho, que me hacía ojos de “órale”; yo hacía como que ahora sí, pero no ocurría nada. Fueron más de tres horas de tortura. Al final de la segunda película, Liz, visiblemente desilusionada, dijo: “me tengo que ir”. Vamos, te acompaño.

Salimos los tres a la oscuridad de la temprana noche, que era fresca y agradable. Caminamos hacia el barrio de Santiago donde vivía Liz, pasamos algunas calles oscuras platicando de las películas. En la esquina de la 15 sur Liz dijo que su casa estaba cerca. Lecho se rezagó despidiéndose de Liz. “Aquí te espero, Beto”, me dijo a mí. Yo seguí con Liz, la calle era una cueva de lobo, no había la más mínima luz. Yo hablaba y hablaba, porque siempre he sido muy hablantín y además era un atado de nervios.

En un momento dado Liz se detuvo, me detuvo. También mi corazón se detuvo. Todo se detuvo. Me tomó de la nuca y me acercó a su cara. ¡Me iba a besar!, concluí emocionado. Acerqué mis labios a los suyos, nuestras narices chocaron suavemente como si fueran dos burbujas; nuestros labios hicieron contacto, como dos naves espaciales. ¡Plash, plomb, plum…! Adentro de su boca había dientes, también tenía una lengua, nada que me sorprendiera completamente pero no estaba por demás comprobarlo empíricamente. ¡Qué alegría más grande! “Houston, Houston, estamos acoplados.” Fue un beso largo, creo, en todo caso completo. Compartimos nuestras salivas y ella parecía complacida con sus ojos cerrados, su tibia temperatura, su sabor tutifruti. Mientras sucedía el beso, yo quería que terminara rápido ya para ir corriendo a platicarle a Lencho que esperaba a la vuelta de la esquina; ahora escucharía mi propia versión de los beso.

El beso terminó por fin en un algún momento, más bien pronto, pero eso no importaba. Por fin había ocurrido, tras una tortuosa transición que ya se había tardado más de lo conveniente. Era, entre mis amigos verdaderos, como Lencho,  el único virgen de boca… Claro, descontando a Martínez, al Pacho, Gus y Rafa que eran casos perdidos de inadaptación humana, más vírgenes que yo, ¡pero qué importaban esos idiotas! Con mi beso pasaba a formar parte de otra liga.

Nunca volví a ver a Liz, pero nunca la he podido olvidar.


Ilustración tomada de Mosaico de Retazos.
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miércoles, 2 de mayo de 2018

El cielo



Mi amiga es católica de cierta profundidad. La última vez que la vi nuevamente inquirió sobre mi fastidioso ateísmo –más bien agnosticismo. No me oye–; volvió a preguntarme si ni la cercanía de la muerte me hacía considerar la existencia del cielo. Una indirecta para señalar mi edad, que ha alcanzado la senectud

Le respondí con una pregunta. ¿Dónde crees que está tu papá, mi tío Livio? En el cielo, por supuesto -respondió a bote pronto-. ¿Qué crees que está haciendo?

No tengo idea –me respondió tras una larga pausa–. Objetivamente, qué podrá estar haciendo Livio Manzanares en el imaginario cielo rodeado de nubes. Ojalá esté tocando su trompeta todo el día. Así es, el cielo sirve al humor y a la poesía -afirmé convencido de que mi agnosticismo está sustentado en la ciencia de la probabilidad. Borges afirmó que le parecía tediosa la idea de una eternidad, se aburriría rápidamente de seguir siendo Borges toda la eternidad.

Mi amiga no supo qué decir. Tampoco dije nada. De una cosa tengo certeza, el día que muera dejará de existir para siempre Leopálido Noyola, Polo; el mundo no volverá a saber de él, no así la naturaleza, porque la materia se transforma, sigue habiendo briznas de polvo universal que volverá a flotar para seguir su ciclo de movimiento y aglutinamiento que probablemente termine siendo otro hombre, o un animal, como creen los hindúes; o parte de un planeta y nuevamente polvo de estrellas, por toda la eternidad. Para que quiero más mitología que esa, la realidad del polvo hace innecesario el uso de metáforas para hablar de la eternidad. Es la materia transformándose, la molécula esencial.

Todo lo demás son cuentos chinos. O judíos, para nombrar a los autores de esa obra llamada El cristianismo occidental. Savater afirma que la religión es parte de la poesía, del arte, la imaginación; en otro momento les llama manías, mañas, pequeñas religiones. En todo caso arte, literatura. La religión universal se halla más bien en el propio universo. Y pienso que las religiones cosmogónicas adoradoras de los elementos magnánimos -sol, Tierra, fuego, agua, aire- tienen muchísimo más sentido que la del nazareno.

Oh, Sol, mi Sol.

Rezó Neruda:
A plena luz de sol sucede el día,
el día sol, el silencioso sello
extendido en los campos del camino.

Yo soy un hombre luz, con tanta rosa,
con tanta claridad destinada
que llegaré a morirme de fulgor.*

O sea, existen ya hasta la liturgia y los rezos; la adoración al agua, al sol, al firmamento también es natural.

* Neruda, Pablo: El Sol (fragmento)
Foto de Malú

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