viernes, 17 de octubre de 2014

Germán


Sin pretender convertir este blog en una página de obituarios, no puedo dejar pasar la sorpresiva muerte de Germán Trujillo Mendoza, quien cumpliría 57 años en estos días, el 23 de octubre, pues era treinta días menor que yo. De niños fuimos amigos y compartí con él y su hermano Mundo muchos momentos de mi niñez y más de mi temprana juventud, mi adolescencia, cuando fuimos parte del cuarteto que formamos él, sus primos Lencho y Jaime y yo.  Poco antes de cumplir dieciocho años salí del pueblo y nunca volvía  ver a Germán, excepto en esa ocasión en que se tomó esa fotografía de los cuatro, a principios de los años ochenta, en medio de la plaza cuauhtemense completamente nevada. Fueron unos minutos de saludos cordiales y buenos deseos. No tuve tiempo de saber que se había convertido en un contador público de empresas en Querétaro, que había tenido –o iba a tener- dos hijos con su adorada novia de la preparatoria, Tere, ni que iba a morir tanto tiempo después solo en una casa de Saltillo tras haberse separado de su pareja de media vida.

A nuestros doce años de edad murió su padre, don Edmundo Trujillo, propietario de la antigua estación de radio local y hombre culto como buen periodista que era del único diario del pueblo, también de su propiedad, La Voz de Cuauhtémoc.  Fue una muerte cercana y sensible para mí, pues los Trujillo eran mis amigos, Mundo, Germán, Vicky, compañeros de escuela y muchas aventuras callejeras con Luis Ochoa, Chuca Marín y Jorge Ordoñez. Don Edmundo tendría la edad que ahora tenía Germán, tal vez un poco menos. Era un hombre alto y flaco, con una mirada penetrante y una voz de tenor templada y temible. “Acaso no entienden el español”, nos dijo un día que penetramos en un terreno que tenía por el templo y que nosotros invadimos con Germán y Mundo para tallar unas lajas de cantera que sustrajimos de la construcción de la iglesia. No que fuera un robo, había cientos de pequeñas lajas inservibles de cantera diseminadas en todo el área donde los artesanos esculpían enormes bloques de cantera con cincel. No había tampoco ninguna restricción en recogerlas, como sí la había de subirse a las torres que conducían al campanario, que visitamos tantas veces también, cada que vimos una oportunidad.

Esos cuatro compinches despertamos juntos a una pubertad prometedora de placeres mundanos y sexo imaginario: la adolescencia pueblerina que no tenía obstáculos ni se llenaba fácilmente con goces sucedáneos. Con ellos tomé mis primeros tragos de aquellos brandis horrorosos de siete pesos el cuartito. Y los segundos y terceros. Yo supuse que de no haber salido del pueblo me hubiera convertido en el alcohólico que entonces prometía ser, pero es un cálculo tal vez equivocado -o exagerado, en todo caso-, pues ninguno de ellos lo fue. Pero en aquellas noches cuauhtemenses de duro cierzo invernal aquel adolescente que era yo de apenas un metro treinta centímetros de altura falté por primera vez a mi casa al quedarme en el cuarto de Germán y Mundo a dormir porque la guitarra y las copas y Atahualpa Yupanky, y otros amigos mayorcitos, compañeros de Mundo, Jorge Mario, Fermín, Félix, habían terminado por aceptar que aquellos niños que mañana serían jovencitos podían ser asistentes de sus reuniones juveniles siempre que no hablaran demasiado, cantaran despacito y no vomitaran las colchas de las camas para no contravenir a su mamá, doña Chelo, viuda ella de don Edmundo y mujer inteligente y sensata que prefería tener a sus hijos en casa que echando la copa en cualquier otro lugar de aquel pueblo que poco antes había perdido su tranquilidad, pues el Décimo Regimiento de Caballería del Ejército Mexicano había llegado a establecerse para siempre jamás. O sea que todos, el pueblo mismo, había perdido su candor y su simplicidad.

La muerte de don Edmundo me marcó de otra manera menos lamentable y más cultural. Ese día su estación de radio, que transmitía música popular, éxitos de los años sesenta como el cantante Polo o Leo Dan, Angélica María, Enrique Guzmán o cumbias de Virginia López como La pollera colorá o La cosecha de mujeres (“nunca se acaba”), por la razón del duelo de su propietario decidió transmitir todo el día sus viejos discos de música clásica que dormían el sueño de los justos en unos anaqueles bajo llave. Fue la sorpresa de mi vida. No calculaba que en el mundo hubiera algo tan hermoso como lo que estaba escuchando mientras mis papás acudían al funeral de don Edmundo, música mágica que parecía salir directamente del cielo para enmarcar la indubitable muerte del padre de mis amigos. Había visto Fantasía de Walt Disney en el cine Plaza unos años antes, pero por alguna razón no había registrado la existencia de un tal Strauss y Bach, Beethoven, Mozart, Liszt, Chopin y tantos más que tampoco identifiqué ese día porque no tenía el mínimo marco cultural para interpretar nada que no fuera Chayito Valdés o Leo Dan; o Agustín Lara, las hermanas Águila, Carmela y Rafael, Armando Manzanero, Emilio Tuero, Avelina Landín, Fernando Fernández, Toña La Negra, Pedro Vargas y tantos más cantantes de bolero que la afición de mi papá me había transmitido al punto de la especialidad, porque tampoco era un niño pueblerino vacío, pues esos niños no existen salvo en el prejuicio de algunos habitantes de la ciudad. Hasta se podría decir que era un niño informado, asistíamos al cine tres o cuatro veces por semana, leíamos Selecciones y Vanidades, pero esa música nunca había estado en mis expectativas, ni en mis sueños, ni aún en mis más acaloradas fantasías. Era sublime, era hermosa, era humana, demasiado humana. Gracias, don Edmundo, su muerte trajo a mi vida un don que aprecio entre los más grandes dones que acaso he recibido.

Un día Germán nos convocó para mostrarnos una novedad. Su primo de la ciudad de México había llegado con un disco de Jesucristo Superestrella y era urgente escucharlo con la debida ceremonia. Recuerdo nuestras caras de asombro sentados en las camas mientras Judas se debatía (¿y es negro?) en su culpabilidad. Hasta el propio Capi, que era el perro de los Trujillo, parecía contagiado de solemnidad.

En la foto, Germán y yo, preparatorianos, recitamos un poema en el Gimnasio  Municipal.

Germán era joven atractivo de huesos pronunciados y enormes cejas sobre unos ojos parecidos a los de su papá, oscuros y profundos; en la preparatoria causaba admiración su negra cabellera quebrada y brillante. ¿Qué te echas, hijo?, le preguntaban las maestras, a lo que Germán, que vivía rodeado de hermanas y por lo tanto sabía de cuidados de belleza y aliños, respondía sin malicia: mayonesa en las noches, tomate alguna vez al mes y me lavo con jabón detergente. No era broma, se tomaba en serio la salud de su cabello. Por lo demás, su semblante enjuto no llegaba a parecer enfermizo, aunque sí algo famélico; nunca fue bueno en los deportes, sus rodillas chocaban como cabras enloquecidas o tal cosa parece en el recuerdo; era algo zambo, de huesos titubeantes, brazos nerviosos con manos largas y esqueléticas.

Germán fue el primero de los cuatro en trabajar de manera, digamos, formal –pues Lencho siempre fue mecánico automotriz, Jaime cobrador de la oficina de don Fidencio y yo esporádico repartidor de telegramas. Y aun nos invitó algún día a ayudarlo en su negocio de tapizado de paredes. Algo cambió con la llegada de ese dinero a nuestras vidas. Teníamos 17 años y éramos, sin lamentaciones, pobres sin exagerar. Es una edad en donde la pobreza es cómoda porque el 99 por ciento de tus conocidos goza de la misma peculiaridad. Bueno, pues Germán entró a ocupar ese uno por ciento solitario que, de la noche a la mañana, trajo dinero en los bolsillos; se compró algunas camisas y algunos pantalones de moda, le cambió el semblante y nuestras reuniones vespertinas, cuando tenía tiempo de acudir, ya no fueron las mismas. Germán tenía dinero y podía incluso comprarnos chocolates americanos que vendían en la Dulcería Coahuila, pero algo se había desequilibrado entre nosotros.


Como sea, tal vez ocurra siempre en todas las vidas, la amistosa complicidad de descubrir el mundo en la primera adolescencia es algo que te marca para toda la vida. No hubo año en que no haya recordado a Germán, como recuerdo a Jaime y a mis otros amigos. No me explico y tampoco me atrevo a especular cuáles eran los temas del mundo que nos entretenían tardes enteras (y los meses y los años) en alguna esquina de nuestro pueblo que de pronto fue ciudad. Cuando nos despedíamos, ya retirados los unos de los otros, seguíamos hablando de algún detalle que se nos había pasado comentar. “Nos vemos mañana”, decíamos innecesariamente, porque en aquel Cuauhtémoc, con apenas libros y muy poco hábito de frecuentarlos; sin diarios, ni revistas y con una pésima señal de televisión, el día siguiente estaba destinado a la conversación; a hablar y hablar y hablar...

Cuando un amigo muere necesariamente muere algo de uno mismo, aunque sea una porción de la memoria; en cierta forma es nuestra muerte también. Unas semanas después de la muerte de Germán murió Guga, amiga juvenil de mi esposa Malú y cómplices mutuas de la adolescencia, junto con Claudia Vidal. Sin perder el buen ánimo por la vida, pero inevitablemente viéndonos en esos espejos tan cercanos, solo acatamos a expresar teatralmente mientras nos abrazábamos: “Primera llamada, primera…”




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