miércoles, 25 de noviembre de 2009

Concurso


Mi hermana me pidió una carta que escribiera Aída con la ayuda de uno de sus hijos para un concurso sobre personas que ayudan a otras, como es el caso de ella. Me senté y escribí esto, tratando de pensar como si fuera Aída, o imaginar lo que ella pensaría en el caso de que algo piense, en un esporádico instante de lucidez.

Finalmente se cerró el plazo del concurso y se usó una carta imaginada por mi hermano Alejandro que cumplía bastante bien el propósito.

Aída

Tengo alzheimer. No recuerdo nada, mi memoria es blanca como una sábana, no sé distinguir entre lo más elemental de la vida, como mi nombre o el de alguien que tengo frente a mí. Sé que no soy una niña, soy una anciana, una enferma. Ella es mi hija, Evelina, estamos solas. ¿Quiénes son ustedes?

Son pocos los momentos de lucidez que me permiten ver lo que en realidad ocurre, luego vuelvo a caer en una realidad anónima la mayor parte del tiempo. Me visitan seres reales e irreales, serán algunos de mis hijos; o gente de la calle que pasa por aquí o personajes de la televisión, qué sé yo. Sólo estamos mi hija y yo. Ella me da todo, me da su tiempo, me da sus fuerzas, me está regalando este periodo de su vida. Yo soy ella, ella es yo. Somos como dos gemelas, dos seres unidos en una guerra contra la enfermedad que, por desgracia, por momentos olvido también. Me convierto en sustancia irracional; no obedezco, no ayudo, no pienso, no vivo. Esa es, tristemente, la naturaleza de mi vida desde la enfermedad.

Yo era una mujer dichosa, una mujer inteligente, escrupulosa. Una madre dedicada y una esposa amorosa; ayudaba al sustento con mi trabajo en telégrafos nacionales. Era una mujer dichosa porque siempre creí en la felicidad. Yo sé que es tonto o puede ser tonto ser feliz en un mundo con tantas desgracias, pero yo fui muy feliz. Primero con Antonio, mi único amor, luego con cada uno de mis soles. Tuve cinco soles, que me iluminaron con sus enseñanzas y sus decisiones. No fue fácil, por supuesto, pero fue dichoso.

Como decía, tengo alzheimer, una malvada enfermedad que no sólo enferma a quien la padece sino que, de manera más grave, afecta a quienes lo rodean a uno. El alzhemier es un extraño mal, daña, pero también ilumina, porque esta terrible enfermedad tiene la cualidad se sacar el alma de la gente y exponerla al mundo. Enseñársela a sí mismos para que las vean en su belleza y en su fealdad. Son los cuidadores quienes tienen ese extraño privilegio. El enfermo de alzheimer no habla, ni es capaz de agradecer u ofender a nadie. Se puede decir que también es eso, es nadie. Porque ya no se reconoce ni a sí mismo y su cuerpo procede como un organismo ciego o sordo, actúa como el de un bebé de tres meses de edad. Hambre, excremento y sueño forman el eje central de nuestra existencia. ¿Qué es el amor? He olvidado cómo describirlo, he olvidado que el amor fue el eje central de mí como persona sana, antes de enfermarme. El amor por mis padres, queridos y adorados, vidas mías de mi corazón; el amor por Antonio, por mis soles, por mis nietos; el amor por mis hermanos, por mis amigas y amigos de siempre. Mi enorme amor por Dios. Ese es el amor que debería recordar y que ya no recuerdo. El amor por la vida, por el amor mismo, por los ciegos, por los pobres, por los ancianos. Tanto amor que viví cuando era sana y que ya no recuerdo. Ya no puedo expresarlo, ya no puedo platicarlo como me fascinaba hacerlo; el amor y la risa, el amor y el placer, tan asociado al baile, a la cocina, a los aromas, el tacto. La vida misma.

Para comprenderme bien tienen ustedes que comprender primero lo que era el amor para mí y que ahora la enfermedad me ha arrebatado, ha hurtado de mi vida, lo ha borrado. Porque mi vida ahora es la incomprensión, lo inexplicable, lo confuso ¿quién eres? Pocos son los que me ven ahora ¿cuántos serán? ¿quién será esa amable mujer? Gracias. Me limpia cariñosamente porque soy una niña, “me limpias y quitas el olor desagradable”, ¡cómo me gustaría decírtelo!; qué feo huele; mejor durmamos, quedémonos dormidas; me das de comer en la boquita, me ayudas a levantarme, me besas, me acaricias, me apapachas. ¿Quién eres?, quisiera preguntarle. Se siente bien ese masajito. Medicina, otra vez medicina. Baño, agua, jabón. ¿Quién es? ¿quién me toca así? Es mi mamá. Es mi mamá. En mi mamá. Puedo repetirlo millones de veces, toda la mañana y toda la noche. Puedo repetir una frase semanas enteras (“mi mami, mi mami, mi mami…!), me ayuda a pensar, si acaso se le puede llamar pensamiento a esta nebulosa visión de una enfermedad que me hace creer que soy una niña, cuando lo que soy es una anciana. Una anciana enferma de alzeheimer ayudada por su milagrosa hija.

1 comentario:

  1. Ligera discrepancia: si algo le queda intacto a Aida es el amor. No sabe muy bien quién eres (aunque le queda claro que eres de su familia), pero de todas maneras es dichosa dando y recibiendo besos. Exuda amor en medio de la confusión.

    Otra cosa, yo nunca había visto tanto amor explícito entre Aida y su hija. Realmente inspira y me hace amarlas más a las dos.

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