Mi amiga no quería un crédito, mucho menos
bancario. La mala fama que persigue a la insaciable y ciega usura de los bancos
era suficiente como para huir de esa posibilidad, pero su cuenta en HSBC la
puso en una lista de candidatos a recibir un crédito al que reiteradamente se
negó en los últimos meses, no obstante que le hablaron cinco o seis veces. Por
fin, incómodas y pequeñas deudas y otra clase de necesidades perentorias la
obligaron a aceptar el día de ayer el ofrecimiento, pidió la información
necesaria para gestionarlo y se aseguró de cumplir con los requisitos que le
solicitaban. Muy fácil, el amable empleado le indicó que con una identificación
y un comprobante domiciliario era suficiente, que acudiera con ellos a su
sucursal. Me pidió acompañarla.
En el banco todo resultó sencillo. Una
ejecutiva, muy amable también, le tomó los datos y le informó que su línea de
crédito era de veinte mil pesos. Mi amiga no necesitaba tanto, pidió que fuera
de diez mil, así las cuotas mensuales serían accesibles y su deuda manejable.
No hay problema, la señorita le informó los montos a pagar, le hizo firmar
varios documentos y le extendió su generosa mano. “Es todo -agregó-, en 24
horas tiene usted disponibilidad”. Muchas gracias.
Salimos del banco con mi amiga francamente
optimista, su hija retomaría una terapia urgente, arreglaría la lavadora que
tiene meses descompuesta, pagaría la tenencia de su coche y otros vericuetos
financieros que ha traído atravesados. “El resto lo tendré de reserva”, me dijo
alborozada.
La ejecutiva le dio una tarjeta con su nombre
y un teléfono “directo” para que la llamara hoy a las nueve de la mañana para
saber la respuesta. Era una formalidad, confió mi amiga, pues ante tanta
insistencia era obvio que su crédito era una cosa dada, ya que su tarjeta
bancaria tiene mucho movimiento y eso, evidentemente, era garantía de alguna
clase de solvencia. “Además –agregó-, soy cliente de ese banco desde 1979”, ya llovió.
Mi amiga estuvo marcando el número telefónico
“directo” que le dio la ejecutiva durante toda la mañana, pero no contestaba
nadie, como si no se tratara de una sucursal bancaria sino de una bodega
abandonada en algún suburbio de la ciudad. Había hecho ya algún acuerdo con el
técnico de las lavadoras, investigó un centro de terapias para su hija y hasta
estaba dispuesta a otorgarme un préstamo para pagar mi propia tenencia, por lo
que me pidió que la acompañara a la sucursal a ver personalmente a la
ejecutiva, pues su teléfono evidentemente estaba equivocado. Ahí vamos.
Nos llevó muy poco tiempo el trámite, si acaso
se le puede llamar así. La ejecutiva, muy amable, le explicó que por su
“inexperiencia en créditos” mi amiga no era candidata para recibir un crédito
del banco, ya que nunca había recibido alguno, que lo más seguro es que no se
le volvería a invitar y que lo sentía mucho. Mi amiga no entendió nada de lo
que se le dijo, aunque sí la naturaleza del no. Me volteó a ver y mi expresión
le confirmó que su crédito le había sido negado. La tomé de los codos, la
levanté de la silla y la saqué del banco. En cierta forma, en un momento su
vida se había derrumbado como un castillo de naipes y ahora todo estaba
desbarajustado. En las últimas 24 horas había acomodado su existencia partiendo
del reiterado ofrecimiento bancario que por supuesto pensaba pagar con su
puntualidad acostumbrada. Su futuro inmediato había sido resuelto con ese
crédito en muchos sentidos, más allá de lo económico, y ahora su sentido vital,
su estabilidad emocional, incluso su coherencia mental estaba en un
predicamento. Había sido víctima de una broma macabra y perversa que necesitó
mucho tiempo en asimilar. Nos reímos histéricamente de ese humor brutal de HSBC
y de las pobres víctimas menesterosas que embauca cada día. Imaginamos a los
ejecutivos de crédito con carcajadas retorcidas después de cada víctima de este
país de necesitados. El argumento de mi amiga era impecable, a mi modo de ver,
una vez que pudo tener cabeza para reflexionarlo:
“Soy cliente de ese banco desde hace 35 años,
con récord impecable. Nunca les he pedido nada y les he pagado millonadas por
el servicio. Eso lo pueden ver en sus computadoras. Si no tengo experiencia de
crédito es porque nunca había necesitado alguno, y nunca se me hubiera ocurrido
pedirlo de no ser por sus insistentes llamados. Si algo puede decir el buró de
crédito de mí es que nunca les he quedado a deber, he pagado cada uno de sus
servicios…”, etcétera, etcétera. Tuve que detenerla en la tercera vuelta porque
su argumento comenzó a ser repetitivo. Pero tiene razón.
La dejé en su casa pensativa. Y triste, por
supuesto.
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