Hablar
de la cultura de la prevención desde una perspectiva callejera –es decir, no
especializada, ni jurídica, ni médica, sino ciudadana-, lleva a pensar que se trata
de algo obvio sobre los riesgos que nos depara la vida. Pues sí, vivir es
sumamente peligroso. Y el riesgo obvio de estar vivo es que te puedes morir en
cualquier momento si bajas la guardia, para usar un concepto boxístico. Bien
pensado, casi cualquier cosa te puede causar un grave daño o te puede matar. El
boxeador de referencia, después de estar recibiendo uppercut en la cabeza durante quince años es posible que sufra de
coágulos cerebrales que un buen día le apagarán la luz. Pero son casos
extremos, muy poca gente es boxeadora y quien se mete en esa profesión sabe o
debería saber a qué atenerse. Es como esos “deportes” en motocicletas,
bicicletas o patines en donde se expone la vida a cada instante, o el torero
que se arriesga frente a un animal de 500 kilogramos cada
domingo; alpinistas y buzos, aviadores, cirqueros, electricistas y policías; últimamente
los periodistas han resultado en México profesionales de alto riesgo.
Pero
la gente común vivimos otro tipo de riesgos y como somos la mayoría
constituimos el elemento clave de la cultura de la prevención. “Más vale
prevenir que lamentar”, decían los abuelos. Y sí, es lamentable un cáncer de
pulmón después de varias décadas de estar enchufados a un cigarro o
enfermedades cardíacas derivadas de nuestro gusto por las carnitas de cerdo y
las hamburguesas; o diabetes debido a nuestra propensión por las bebidas de
cola tan publicitadas. La cultura de la prevención, pues, implica un compromiso
personal, que en el ámbito familiar se convierte en social, a favor de la
mesura, el equilibrio, la sensatez. Nadie dice que no te comas el 10 de mayo
unos buenos tacos de carnitas, que son deliciosos, pero ir cada fin de semana a
ponerte un atracón es otra cosa.
La
cultura de la prevención es compromiso con nosotros mismos, con los nuestros y
con el mundo. Cuando yo era niño, hace ya muchas décadas, tirar basura en la
calle era algo común. Comprábamos un dulce y ahí afuera de la tienda lo
desenvolvíamos y a comer se ha dicho. El envoltorio no era una preocupación de
nadie, pues tampoco había muchos basureros que digamos. Mis hijas, en cambio,
desde muy pequeñas, tuvieron conciencia de que la basura debía ir directamente
a un basurero, y si no había uno a la mano, papá la llevaría en el bolsillo
hasta encontrar alguno. No sé si fue algo que les enseñé yo o lo aprendieron en
la escuela. O ambos. Se llama cultura y civilidad.
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