En el lejano y medieval año de 1099, muere en Valencia
Rodrigo Díaz de Vivar, el heroico Cid Campeador, que de acuerdo a aquella leyenda hollywoodense
caracterizada por Charlton Heston y Sofía Loren, ganó su última batalla
cabalgando muerto su caballo.
Sirve como metáfora la historia del Cid para
ejemplificar la cantidad de cadáveres que ganan batallas todos los días, y
otros tantos muertitos que hacen la lucha por ganarlas, aunque no lo logren. El
Cid anduvo en aquellas cruzadas descabezando moros y moras a derecha e
izquierda y su principal motivación en la vida era ver casadas a sus dos hijas
con algún buen partido medieval, de preferencia reyes. Pero el Cid se enemistó
con el Rey de Castilla y tuvo que huir, mejor se fue a la guerra, chamba
recurrente en aquellos tiempos en la que era bastante competente.
Lo penoso de todo el asunto es que, cuando uno se toma
el trabajo de leer el largo poema del Mío Cid, sucede que don Rodrigo muere de
viejo en la Sevilla medieval, muy contentito por haber casado a sus hijas nada
menos que con los hermanos Carrión –no los músicos mexicanos de las cerezas
maduras, sino otros hermanos Carrión-, que entre otras cosas reinaban Navarra y
Aragón, que finalmente se casaron con doña Elvira y doña Sol, las dichosas
hijas del Cid y doña Jimena.
Todo este cuento para explicar cómo el Cid no murió en
su caballo, ni ganó muerto una batalla. Sí murió, en los días de Pascua, pero
en su cama. El poema termina con pronósticos optimistas:
“Esos dos reyes de España ya parientes suyos son,
y a todos les toca honra por el Cid Campeador.
Pasó de este mundo el Cid, el que a Valencia ganó:
en días de Pascua ha muerto, Cristo le dé su perdón.
También perdone a nosotros, al justo y al pecador.
Éstas fueron las hazañas de Mío Cid Campeador:
en llegando a este lugar se ha acabado esta canción.”
Y lo que pienso ahora es que así no tiene chiste.
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