Cuando yo era
pequeño ser pelón no era un asunto sencillo, pues había muchos más prejuicios
que ahora para permitirle una vida fácil a quien carecía de pelo. En tiempos de
los metrosexuales deportivos calvos como una bola de billar, es difícil
imaginar cómo hace cuarenta años ser calvo podría una maldición masculina
(femenina, supongo que sería una tragedia), que en muy pocas excepciones podía
inclinarse hacia un aspecto positivo. La excepción que rompió la regla a
mediados del siglo XX fue el actor de origen ruso Yul Bryner, pelón como una
naranja pero, al parecer, no natural, que basó en su brillante calva buena
parte de su éxito puesto que quedaba que ni mandado a hacer para cualquier
cantidad de personajes peliculescos que sugirieran un origen de los Cárpatos para
“allá”, es decir: egipcios, rusos, mongoles y orientales
en general.
Yul, cuatro años
y trece días mayor que mi padre, fue la única licencia que Aída tuvo para
expresar públicamente su gusto por otro hombre. Y hasta donde recuerdo la
tolerancia de Antonio fue total. Así fue como en aquellos jueves y viernes de
cine cuauhtemense ella disfrutó con fruición Anastasia, co-protagonizada por
Ingrid Bergman, El Rey y yo (no lo puedo recordar, pero me parece que estaba
embarazada de mí cuando la vio en el cine Plaza); Salomón y la Reina de Saba y Los
diez mandamientos que ya pudimos ver juntos en el cine Variedades. Tú ya no lo
recuerdas, querida, pero yo lo hago por ti.
Hoy, el gran
pelón hollywoodense cumpliría 92 años de no haber muerto a los 65 en 1985 de
cáncer pulmonar pues, como tú, fumaba como chacuaco. De niño nunca le vi el
menor atractivo y llegué a considerar que tu ruidoso gusto por Yul Bryner era
una broma; ahora, tras haber nadado toda la vida en el mar de los prejuicios,
comprendo mejor aquellos latidos de tu corazón.
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