viernes, 17 de agosto de 2012

La abdicación


Comités ciudadanos. Se trata de pequeñas dependencias que no impactan directamente el presupuesto de las instituciones, ya que generalmente son honoríficas. Ostentan nombres muy pomposos, de aspecto importante: órganos de decisión; unidades de preservación, comités, comisión, oficinas de consulta. Generalmente no funcionan y cuando lo hacen, no están dispuestas a pensar. Sean testigos de cómo se aplican programas predeterminados, añejos, caducos por la propia dinámica de la burocracia.

Estos grupos de decisión generalmente existen como organismos anexos a las dependencias y son  supuestamente los que deciden y testifican la aplicación de los recursos sociales, en cuyas sillas deberían estar sentados representantes de los sectores sociales interesados: escritores, comunicadores, académicos, que la mayoría de las veces aceptan tan alta distinción y se reúnen en sesiones pobremente productivas, que en realidad no discuten ni promueven otra cosa que las condiciones lamentables en que se las encuentran, con sedes itinerantes e improvisadas. ¿Por qué no se suprimen esas dependencias que sólo alimentan la demagogia y el servilismo? San señor secretario y el Altísimo señor gobernador. Lo que ha podido ver la ciudadanía es que esos órganos de decisión no deciden ni hacen en realidad nada, al menos nada original, nada verdaderamente interesante, nada que impacte en la vida pública, que resuene en los rincones de las casas, en la gente, en los niños y las mujeres.

No lo vemos en la ecología, en la cultura, en la educación, que es donde los gobiernos –no sólo de México- deberían a atreverse a discernirlo. Pero ni siquiera se discuten. Mi análisis de treinta páginas apenas fue leído por uno de mis colegas vocales. El director no lo entendió. No se dijo nada, no se discutió. Esta fue mi carta de renuncia:

Estimado compañero: con tristeza leí tu carta peripatética que calificas de tragicómica, donde nos narras tus últimas batallas contra los molinos de viento de la burocracia federal y estatal,  particularmente la estatal. No se sabe si es un problema de antipatías, negligencia o verdaderas razones administrativas y políticas que evidentemente no has sabido o podido manejar por múltiples razones. Por desgracia no está en las facultades de la Comisión hacerle frente a la sinrazón de los retrasos y la mala comunicación entre las instancias oficiales que también la componen. Sus fundamentos nos piden que discutamos la cultura popular y la aplicación financiera del estado y la federación a ese fenómeno social, no que veamos si hay grapas en la engrapadora ni que cuidemos que se pague la luz. Todas esas cosas ocurren por la falta de voluntad política de parte de quienes deben encargarse de ello, pero no nosotros, un grupo de ciudadanos que de buena voluntad aceptamos formar parte de una instancia honorífica de decisión y discusión sobre el tema de la cultura popular, cosa que lamentablemente nunca ocurrió.

Ahora recibimos tu carta lamentosa entreverada en un lenguaje que combina lo críptico de las antiguas células clandestinas con la desinhibición del moderno talk show. Primero pides discreción y luego hablas de que “los proyectos” de cultura popular molestan a ciertas personas. ¿A quién te refieres? ¿de qué proyectos hablas? ¿Es eso fomentar la discreción? No creo que esa sea la política más recomendable para la Comisión, la de las facciones, las víctimas. Después lanzas un lamento moribundo, convocas a una “sesión extraordinaria” de la Comisión y terminas sentenciando que “el futuro está en sus manos”, o sea en las nuestras.

Mi propio despecho. La carta pública que extendí a los miembros de la Comisión no fue para hacer grilla o por un mero impulso de exhibicionismo intelectual. Se trataba de un recuento académico, honesto y pedagógico para intentar iniciar un debate en la Comisión en torno a la cultura popular, como se estipula en el reglamento que le da sustento. Es una pena que no tengas vales para gasolina, pero esa no es nuestra función, sino la de discutir la cultura popular. Tu respuesta a mi carta no la hiciste extensiva a todos los miembros de la Comisión, mucho menos hiciste llegar mi escrito al resto de los miembros, cuyo correo electrónico desconozco y que, a mi juicio, era tu obligación, pues eres la parte vinculadora. “Vean, esto opina Fulano”. Pero no, mejor echémosle tierra y pelemos los dientes socarronamente cuando salga el tema a colación, enviémoslo al desván de las discusiones. ¿En la orden del día? ¡Qué va! No es para tanto. Los de la Comisión –los ciudadanos, digo, las fuerzas vivas representadas en esta demagógica instancia- sólo deben convalidar con su voto los despojos del fatigado programa bonfilista y la miseria restante del presupuesto anual. Favor de levantar la mano.

Pertenecí a  la Comisión hace muchos años, en el siglo pasado, pero renuncié porque me pareció una pérdida de tiempo. Acepté en 2005 para enterarme qué cosa era, pues, eso de la Comisión, la instancia estatal para la discusión y aprobación de proyectos de culturas populares. Un año estuve observando, leyendo, cavilando. Acepté nuevamente en 2006 porque creo firmemente que los organismos ciudadanos deben de tener presencia en las decisiones de los gobiernos, siempre que se pueda. Un día hice mi aportación con ese documento que me costó mucho tiempo redactar, terminar, pulir. Me pareció que eran argumentos serios que buscaban darle dignidad a un organismo muerto al que quieren mantener discutiendo si los corren de este lugar o de aquel otro, si Fulano no ha cobrado sus viáticos o si les irán a cortar la luz. Sobre mis argumentos: silencio. Por increíble que parezca: “no está en la orden del día”. Pero escribe más, mantente escribiendo, me pediste. Nadie leyó mis argumentos porque nadie los recibió con tiempo y recomendación de tu parte. En nuestra reunión mensual no mereció cinco minutos de análisis; bueno, ni siquiera su mención de tu parte y mis alegatos resultaron incomprensibles, pues de por sí priva la apatía en aquellas cosas que nos obliguen a leer más de diez líneas. Así no se puede. Me voy como el Jibarito, pues luego de haber redactado loco de contento mis argumentos, me retiro llorando por el camino.

Seguiré aceptando representar  a los simples ciudadanos siempre que tenga el honor de hacerlo, como lo que sea que represente yo de la sociedad. Me parece que esa es la vía de la democracia. Tal vez me siga decepcionando y renuncie una y otra vez a esos organismos ciudadanos creados para la discusión plural de nuestras preocupaciones nacionales. Es prioritario que lo hagamos todos y que tratemos de hacerlo bien, pero no para cumplir los requisitos de una burocracia necesitada de convalidación social, sino para discutir los amplios e importantes fines para lo que son creados los organismos ciudadanos. Por tu atención  –tal vez esto sí sea tragicómico-, muchas gracias.

Bueno, compañeros, huelga decir que esta carta es mi despedida, mi renuncia oficial. Tal vez sólo faltó química discursiva, eficacia, orden, pues guardo para mí sus respectivas amistades. También al resto de las amables personas y funcionarios que nos acompañaron. Que güeva me dan.



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