Me enteré de su muerte, Daniel da Silveira, mi casero uruguayo en el
departamento del edificio 3 de la Villa Olímpica. Daniel tenía costumbres
higiénicas muy europeas para horror de la pudibunda Gisela, nívea puertorriqueña,
fascistoide y elegante; también muy bella, estudiante de cine en el CUEC donde
Daniel era profesor; Gisela odiaba a los mexicanos, pero me parece que odiaba a
medio mundo; la tercera recámara la ocupaba Molgorito, alegre segundo apellido
de una menuda joven rubiecita de la ciudad de México, de pelo muy cortito.
Agradable, sencilla y bonita. Y yo el cuarto.
Daniel Da Silveira era el anfitrión, el que rentaba el departamento, un profesor muy amable y uruguayo, muy uruguayo; melómano, lector empedernido de cuya biblioteca guardo grandes recuerdos; me serví la colección completa de novela negra de Bruguera. Revistas liberales, Play boy, etcétera; era el administrador, a él le daba mensualmente los 2.5 millones de pesos, que era el monto de la renta que pagábamos cada uno de los cuatro habitantes del amplio departamento con cuatro recámaras y tres baños que fue hecho para alojar atletas en las olimpiadas de 1968. Ahora eran los años ochenta, 1983, 84. Y desde luego 19 de septiembre de 1985, octavo piso del Edificio Tres de Villa Olímpica, terremoto de 7 punto y tanto. Cuando abrí la puerta porque no se detenía el temblor, me encontré de sopetón con el rostro pálido de Daniel, con su bigote negro debajo de la nariz que recordaba levemente a Groucho Marx y un pelo que me recordaba al payaso Bozo, una cabellera compuesta de tres secciones, una central y escasa en el centro y dos puntiagudas sobresalían de las orejas. Fumábamos todos con despreocupación y vivíamos un caótico delamadridismo en donde la crisis económica era la protagonista. Todos éramos millonarios entonces, aunque no tuviéramos en qué caernos muertos. Unos cigarros costaban 250 mil pesos y así todo; en un pasillo de aquellos departamentos de la Villa Olímpica yo era el habitante del segundo cuarto, trabajaba de burócrata y estudiaba en la ENAH, cerca de ahí; un eterno estudiante que ya había estado tres años en la UNAM y uno en la UAM Xochimilco, porque era un chico a la moda y entonces la moda era estudiar tres carreras diferentes y no terminar ninguna. Trabajaba en la burocracia de las comunicaciones, en una oficina insólita donde hacía investigaciones históricas, sin más planes que no fueran nuestras empíricas iniciativas. A la postre se advierte que todo aquel esfuerzo que hicimos nunca terminó consolidado como un museo nacional de telecomunicaciones, promovido e impulsado por el ingeniero Tomás Guzmán Cantú con la asistencia de Manuel Rosales Vargas, quien se encargó del acopio y catálogo de cientos de piezas donadas y recuperadas como acervo de una promesa de museo que en los años sesenta tuvo la mala suerte de toparse con el museo de antropología de Chapultepec. Y quedó suspendido. Al ingeniero Guzmán Cantú lo traté durante unos años, vi como acopiaron equipo histórico para un futuro museo de las telecomunicaciones, que tenían guardado en unas bodegas de la Secretaría, allá por Aragón; yo aproveché la coyuntura y terminé escribiendo un libro de la historia del telégrafo en México, que en 2021 cumplió su tercera edición con un tiraje de diez mil ejemplares.
Me tocó vivir en tres comunidades de la confortable Villa Olímpica, la
primera vez en el edificio 28, era el único mexicano, el casero era un
argentino con su pareja chilena, Marcelo y Cristina; en otra recámara una
pareja de peruanos, Pancho y Martha; en otro cuarto una joven chilena, Muriel,
a quien visitaba su novio francés, Bernard, que en una de sus visitas trajo a
su sobrina adolescente de identidad ignota. Los cuartos se desocupaban
eventualmente, de modo que llegaban otros estudiantes extranjeros como un
ecuatoriano gay que apenas vi. Con Cristina pasamos en 2017 un mes entero de
visita, de Santiago al sur, hasta Chiloé.
La segunda vez que habité un departamento en la Villa fue con una casera
venezolana, Martha, una muchacha muy agradable y fiestera. En una recámara
vivía Merc, una estudiante catalana que tenía el color blanco de la porcelana,
con quien hice una fugaz amistad. Más o menos un año después, en el amanecer de
un día cualquiera, unos veinte hombres irrumpieron en el departamento y nos
sacaron con malas maneras a las escaleras, donde dejaron todo amontonado. Al
parecer Martha no pagó la renta y se gastó el dinero que Merc y yo le pagamos
con puntualidad. Poco qué agregar a esa aventura tan desventurada.
Como sea, fueron experiencias muy interesantes. Fue un momento ideal para conocer a nuestros hermanos sudamericanos a quienes desconocía casi por completo. Descubrimos que en efecto podíamos ser hermanos.
A Cristina y Pancho los conocí en la ENAH, éramos adultos y a pesar de nuestras abismales extrañezas pudimos convivir al ritmo de la quena y mis alaridos a la José Alfredo Jiménez. Por primera vez estuve con jóvenes de mi edad provenientes de aquellos países. Conocía chilenas, desde que arribé a la capirucha, alguna argentina, no peruanos, uruguayo, ecuatoriano, franceses itinerantes, la OEA en pijamas. Con casi todos pude crear un vínculo de lealtad, confianza y diálogo continuo e informado. Para eso éramos universitarios en segundas carreras, es decir, adultos. Recuerdo que nos repartimos los rincones del refrigerador: derecho e izquierdo, arriba y abajo y respetamos religiosamente nuestra comida. La razón principal era nuestra honradez, pero pesaba el hecho de que comíamos cosas definitivamente diferentes. Hasta la fecha sigo comiendo predominantemente una dieta de frijoles con maíz, tortilla y huevos. La Villa era un sitio muy agradable para salir a caminar en las tardes, muy grande y seguro. Un número considerable de sus habitantes era argentino o chileno, uruguayos, a veces gente importante, intelectuales de aquellos países, profesores y escritores de prestigio de los miles de argentinos que se mudaron a México en aquella ordalía de dictaduras que florecieron en los años setenta; ahí estaba el caballero de barba negra de dos pisos abajo, frente a mi ventana, escribía en su máquina mecánica ocho horas al día.
Entre los muchos recuerdos de la Villa Olímpica, me viene a la cabeza
cuando el Nórdico, ya pedo, se metió en la recámara de Molgorito y tanteó un
muslo, subió su mano hasta una nalga, “muy dura” –reconoció después– "¡y
enorme!"; el glúteo pertenecía a Camacho, el barbado novio de la pobre
Molgorito que no hallaba cómo explicar a su ofuscado novio la personalidad
torcida del Nórdico, aunque solo le ocurría cuando tomaba. Me enteré de la
historia al día siguiente porque, hasta eso, éramos habitantes civilizados; el
Nórdico, estudiante eterno del CUEC, muy amable y sensible mientras no bebiera,
lo primero que perdía cuando lo hacía era la mirada; después perdía lo que se
te ocurra, la camisa, la cartera, el alma. A Camacho, que era un hombre
inteligente, lo convenció la historia que todos abonamos con ensayada tranquilidad.
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