El 3 de junio de 1758, la comisión de límites de la corona española encuentra en condiciones similares a las del día de hoy a la comunidad de los yanomami, en los estados fronterizos de Venezuela y Brasil, en plena selva amazónica cruzada por los afluentes del Orinoco.
Conocí a los Yanomami a través del antropólogo francés Pierre Clastres, que pasó largas temporadas comiendo plátanos de diversas especies entre estos bosquesinos aparentemente inmutables a las influencias externas que no buscan, que no desean y que han logrado repeler durante décadas, a pesar de los embates siempre incisivos de los misioneros religiosos obstinados en hacerlos cristianos, piratas madereros que saquean la selva, invasores variopintos y depredadores garimpeiros en busca de oro. Unos con mejores intenciones que otros, pero todos con la consigna consciente o inconciente de modificar de algún modo la armónica relación de los yanomamis con la naturaleza, quitarles la práctica de costumbres (como azotar con amor a sus mujeres) y algunos otros hábitos sociales menos peligrosos -pero muy olorosos-, como echarse pedos sobre los despistados que duermen apaciblemente en hamacas para deleite de toda la concurrencia. El estruendo y el olor provocado por los plátanos, su principal alimento, hace de este acontecimiento una verdadera celebración. Otra más extravagante: comerse a sus muertos.
“Los Yanomami de la Amazonia venezolana queman el cadáver en una hoguera, recogen los fragmentos óseos que escaparon a la combustión y los reducen a polvo. Este será más tarde consumido, mezclado con una papilla de plátanos, por los parientes del muerto.” (p. 77)
Nada de esto ha parecido bien a los visitantes que, después de tantos siglos, con invasiones y masacres de por medio, han insistido en cambiar las costumbres de los yanomamis, los otrora pacíficos habitantes que entre muchas otras cosas no producen basura, no contaminan su hábitat y nunca han necesitado de nadie más que de ellos mismos. Es decir, son autosuficientes, y en un mundo global como el de hoy eso es intolerable. Algo tendrán que necesitar.
“He aquí mi voto para los Yanomami –afirma Clastres con ironía-. ¿Piadoso? Probablemente sí. Son los últimos asediados. Una sombra mortal se extiende por todas partes… ¿y después qué? Quizás nos sintamos mejor, una vez que se ha roto el último círculo de esta postrera libertad. Quizás podamos dormir sin despertarnos ni una sola vez… Algún día, se alzarán cerca de los chabuno las torres de los petroleros, las laderas de las colinas se llenarán de las excavaciones de los buscadores de diamantes, habrá policías en los caminos y tiendas a la orilla de los ríos… Y reinará la armonía en todas partes.” (p. 32)
* Clastres, Pierre, Investigaciones en antropología política, Gedisa, Barcelona, 1981.
Conocí a los Yanomami a través del antropólogo francés Pierre Clastres, que pasó largas temporadas comiendo plátanos de diversas especies entre estos bosquesinos aparentemente inmutables a las influencias externas que no buscan, que no desean y que han logrado repeler durante décadas, a pesar de los embates siempre incisivos de los misioneros religiosos obstinados en hacerlos cristianos, piratas madereros que saquean la selva, invasores variopintos y depredadores garimpeiros en busca de oro. Unos con mejores intenciones que otros, pero todos con la consigna consciente o inconciente de modificar de algún modo la armónica relación de los yanomamis con la naturaleza, quitarles la práctica de costumbres (como azotar con amor a sus mujeres) y algunos otros hábitos sociales menos peligrosos -pero muy olorosos-, como echarse pedos sobre los despistados que duermen apaciblemente en hamacas para deleite de toda la concurrencia. El estruendo y el olor provocado por los plátanos, su principal alimento, hace de este acontecimiento una verdadera celebración. Otra más extravagante: comerse a sus muertos.
“Los Yanomami de la Amazonia venezolana queman el cadáver en una hoguera, recogen los fragmentos óseos que escaparon a la combustión y los reducen a polvo. Este será más tarde consumido, mezclado con una papilla de plátanos, por los parientes del muerto.” (p. 77)
Nada de esto ha parecido bien a los visitantes que, después de tantos siglos, con invasiones y masacres de por medio, han insistido en cambiar las costumbres de los yanomamis, los otrora pacíficos habitantes que entre muchas otras cosas no producen basura, no contaminan su hábitat y nunca han necesitado de nadie más que de ellos mismos. Es decir, son autosuficientes, y en un mundo global como el de hoy eso es intolerable. Algo tendrán que necesitar.
“He aquí mi voto para los Yanomami –afirma Clastres con ironía-. ¿Piadoso? Probablemente sí. Son los últimos asediados. Una sombra mortal se extiende por todas partes… ¿y después qué? Quizás nos sintamos mejor, una vez que se ha roto el último círculo de esta postrera libertad. Quizás podamos dormir sin despertarnos ni una sola vez… Algún día, se alzarán cerca de los chabuno las torres de los petroleros, las laderas de las colinas se llenarán de las excavaciones de los buscadores de diamantes, habrá policías en los caminos y tiendas a la orilla de los ríos… Y reinará la armonía en todas partes.” (p. 32)
* Clastres, Pierre, Investigaciones en antropología política, Gedisa, Barcelona, 1981.
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