No había redes sociales, que no fueran los centenarios y
lentos cables telegráficos; bueno, no había ni televisión, la vida en
Cuauhtémoc. Chihuahua no era precisamente emocionante: mucho tiempo libre, poca
acción. Corría el año de 1972, llamado el Año de Benito Juárez, gobernaba el
PRI echeverrista y yo era un adolescente insatisfecho. Raro ¿no? Pocas cosas
llegaban hasta allá, un retratito del presidente en turno, alguna banderola, propaganda
del institucional con la que hacía álbumes de dibujo, pero nada fuera de común,
hasta ese año. Un día llegó a la oficina de Telégrafos un impresionante busto
miniatura de Benito Juárez color cobre. Quedé fascinado. El bustito de unos
treinta centímetros daba la impresión de emerger de un cartón grueso color
verde olivo brillante donde se pusieron las leyendas alusivas del año de Juárez
en letras doradas. El busto abarcaba de la cabeza a la mitad del pecho, sus
hombros completos y su cabeza más o menos desde detrás de las orejas. Me
encantó. Aprovechando que mis papás salieron del pueblo, se me ocurrió la
brillante idea de compartir a don Benito con mi escuela secundaria, con algunos
amigos y quizás hasta sería posible comercializar alguno; para ello tenía que
hacerle unas “réplicas” en yeso, lo que no parecía nada del otro mundo. El
riesgo mayor era dañar el cartón verde, aunque venía muy bien impermeabilizado,
pero era el riesgo principal. La solución fue desprender el busto de don Benito
del dichoso cartón y trabajar directamente con la compacta pieza de plástico
del Benemérito; al terminar restituía el busto a su lugar, lo colgaba en su
clavito de la oficina de telégrafos y empezaba con la segunda parte del plan,
hechos ya los moldes, que era reproducir el busto hasta donde me alcanzara el saco
de yeso que estaba en la bodega de mi papá. Fue la primera vez que constaté
empíricamente la distancia que existe entre teoría y praxis.
Cuando por fin logré desprender a don Benito del cartón el
asunto no pintaba bien; afortunadamente la parte verde iba hacia afuera, porque
la espalda de la pieza nunca volvería a ser igual. Era tarde para detenerse,
pues el daño estaba hecho y yo estaba a punto de sacar a don Benito de ese
atolladero de cuñas de plástico, pegamento y capas de cartón. Pero salió
airoso. Era una pieza hueca de plástico duro pintado de color cobre,
prácticamente indestructible; es decir, aunque mi plan fuera destruirlo
batallaría mucho, tendría que quemarlo o aplastarlo con un mazo, pero nada más
lejos de mi propósito, la obra maestra consistía en trabajar en la reproducción
de don Benito y devolver la pieza intacta a su clavito de la pared. El éxito me
sonreía, era factible, era increíble, estaba detrás de una sencilla masa blanca de yeso fresco, que ciertamente nunca
había ensayado personalmente, aunque había visto al fontanero aplicarlo y no
parecía nada del otro mundo. Saqué unos kilos del costal y los puse en una
cubeta, agregué agua y mezclé; en pocos segundos una piedra mazacotuda me
indicó que el procedimiento debía ser más rápido; mientras tanto don Benito
aguardaba paciente. Volví a hacer la mezcla, ahora con más agua, y la vacié
sobre la cara y pecho de don Benito Juárez, que soportó con estoicismo; no tuve
que dejar que se secara porque el yeso se seca de inmediato, pero ahora el yeso
no quería desprenderse de la cara de don Benito; en ese momento no lo
comprendí, muchos años después supe que debía haber aplicado una capa de
vaselina a don Benito, pero entonces no se me ocurrió, además de que
difícilmente encontraría vaselina entre los frascos de la casa.
Ahora el espectáculo era más bien inquietante, don Benito
sólo era reconocible en su parte cóncava, puesto que en la convexa habría que
imaginarlo debajo de unos kilos de yeso petrificado. Por supuesto colgarlo así
era inadmisible, pues la masa blanca cubriría el elegante cartón verde y sus
letras doradas, además de que todo mundo
preguntaría ¿qué cosa es eso? o ¿es un homenaje a la luna?, a un meteorito o a
qué. No, don Benito tenía que recobrar su dignidad humana y por supuesto todo
debía pasar desapercibido para el gerente de Telégrafos, que además era mi papá.
Para esos momentos ya no importaban las réplicas de don Benito, lo urgente
ahora era recobrar la pieza, restaurarla y volverla a colgar de su clavito.
El éxito fue parcial. Tomé un martillo y un cincel y comencé
a trabajar en el busto de don Benito como lo haría un escultor sobre una pieza
de mármol de Carrara. Para mi alivio se desprendieron grandes trozos de yeso y
en la masa blanca poco a poco se comenzó a configurar una silueta parecida a la
humana. De hecho ya había un busto ahí, solo que todavía no era el del
Benemérito, de momento parecía más bien un espectro surgido del infierno de
Dante, un hombre tapado con una sábana algo escabrosa, o bien, un muñeco de don
Benito Juárez cubierto de yeso. No era una gran noticia para mi papá que estaba
tan orgulloso de que lo hubieran tomando en cuenta para obsequiarle la bonita
pieza. En absoluto era una buena noticia.
Trabajé durante horas, utilicé además del martillo y el
cincel todo lo que estuvo a mi alcance: lijas, clavos, estropajos de metal; lo
sumergí en la cubeta de agua -en otra cubeta, porque la original, al tratar de
quitarle el yeso sobrante con el martillo, quedó hecha trizas-, le eché
thinner, líquido removedor. Nunca imaginé la adherencia del yeso y su increíble
compatibilidad con el plástico aquel. Ya entrada la noche terminé, exhausto, mi
restauración. Don Benito de lejos lucía bastante parecido a sí mismo, sobre todo
en la luz cetrina del despacho; pero de cerca eran evidentes las marcas del yeso
en la textura corrugada de la pieza; fue imposible quitarle de los ojos el yeso
que penetró profundo en sus lagrimales, de modo que le quedaron unas lagañitas
blancas. En definitiva, de cerca era evidente mi intervención, pero de lejos se
disimulaba bastante; habida cuenta de que estaba a dos metros y medio del suelo,
en una pared gris no muy iluminada, con mi papá frisando los cincuenta, mi mamá
ocupada con un familión y tres o cuatro empleados despistados que ya habían
visto el busto de don Benito con atención, antes de ser colgado, y que
difícilmente se pondrían a observarla ahora con el esmero necesario, confié en
que todo saldrían bien. Le di algunos retoques de pintura –por supuesto no
tenía color cobre ¿quién tiene color cobre en su alacena?-, ahí donde la mancha
blanca del yeso era muy evidente. Creo que de un verde opacón.
Una vez colgado en su clavito, yo mismo decidí olvidarme de
don Benito por salud mental. La restauración fue descubierta muchos años
después, cuando la oficina de telégrafos cambió de domicilio. Aunque no había
ni podría haber otro sospechoso que un servidor, el restaurador ya vivía en la
ciudad de México, el Año de Juárez era historia, Echeverría terminó su periodo
pero antes devaluó la moneda… ¿qué importancia podía tener aquella restauración
del busto de Benito Juárez? Ninguna, en el Distrito Federal yo ya le estaba
echando el ojo a un busto de don Juan de
la Granja que estaba en mi trabajo. Como sea, era un restaurador experimentado.