Antes de que me corrieran de la Tierra era empleado de la comisión de relaciones exteriores de la cámara de diputados, mi tío el abogado me consiguió este empleo gracias a sus nexos con el presidente de la comisión, el diputado N. (omito los nombres porque el asunto se salió de control y ya no quiero perjudicar a nadie) N. me comisionó atender una extraña cartera que tenía como único nombre Bandera, de labores inciertas. Me puse a estudiar las banderas del mundo en un atlas muy bien documentado que tomé del despacho del licenciado.
El mapamundi traía las banderas de todos los países del mundo. Una tras otra, las banderas exponían su vacuidad cromática, sus limitados recursos en lo concerniente al color, ajustándose apenas a una escasa combinación de siete u ocho colores distribuidos con poca imaginación. Las banderas del mundo eran copias de sí mismas, con la excepción de unas pocas enseñas más originales.
La de México, por ejemplo, comparte sus tres colores con once países de los registrados en la ONU o, al menos, en el Mapamundi. Los ciudadanos de esos países deberían sentir una cosa similar a la nuestra frente al glorioso verde, el inmaculado blanco y el sonoro rugir del colorado: la bandera del soldado. Me imaginé‚ fácilmente, a italianos y búlgaros o húngaros o irlandeses parados en una plaza municipal interpretando un himno frente a una bandera verde, blanca y roja, como la nuestra. E incluso, a argelinos e iraníes bajo el ardiente sol de un desierto engalanado, cantando himnos a su bandera tricolor: verde, blanco y rojo. Eran países que podía imaginar, podía comprender en la pasión patriótica por su bandera porque compartíamos los mismos sentimientos patrios sobre esos colores del lábaro izado en su asta contra el azul del cielo, con los acordes de su respectivo himno nacional. Pude compartir mi emoción patriótica por el verde, el blanco y el rojo con los habitantes de Omán, de Madagascar, de Costa de Marfil y de Tayiquistán, pues lo único indudable en nuestras tantas diferencias es que compartimos juntos sentimientos cromo-nacionales por esos tres magníficos colores, a quienes les cantan niños uniformados de soldados, himnos variados en multitud de idiomas, en los que ya no es necesario ni recapacitar. Comprendí que ese panorama podía cambiar.
Se me ocurrió una idea sencilla y lógica para hacer una labor importante y complacer al licenciado: con motivo del día de la Bandera, el 24 de febrero llegar a la tribuna una iniciativa de ley para cambiar los colores de la bandera nacional mexicana. Proponía una completamente blanca con el escudo al centro. Hice la prueba en mi computadora y se veía bien. Mandé una foto que se proyectó en la pantalla gigante. A partir de ese momento todo salió mal, se convirtió en una gran confusión. Hubo desmayados de parte de los priístas, los del PAN sudaban sin saber quién mandaba el borrego y un diputado del PRD gritó que se parecía mucho a la bandera japonesa, lo cual es cierto, pero bien mirada, nuestra bandera sería más hermosa, una magnífica metáfora de la mexicanidad: el escudo y la esperanza.
Por desgracia no fueron las únicas reacciones. Un diputado priísta sacó su pistola y disparó varias veces al aire, provocando un pandemónium. Una de las balas pegó sobre el nombre de Melchor Ocampo y lo dejó sin "m". Por mayoría absoluta, los diputados pusieron el grito en el cielo y ya no me dejaron continuar mi argumentación, explicar mi absoluta buena voluntad ni nada. Fui conducido en andas por unos vigilantes que me tuvieron encerrado en un cubículo durante horas, por mi seguridad. Me sacaron posteriormente en la cajuela de un automóvil y al día siguiente los medios me crucificaron ante la sociedad, que por supuesto pidió mi cabeza. En los días siguientes, mientras se discutía en la cámara de diputados la implantación de la pena de muerte, para que me fuera aplicada de inmediato, en las calles miles de vendedores ambulantes ofrecían mi ridícula imagen en medio de mensajes tricolores que me convirtieron en el "vendepatrias" más vil de la humanidad, pues los otros once países también se sintieron aludidos y reaccionaron agresivos, quejándose de intervencionismo nacional. Los periodistas sitiaron mi domicilio y hubo manifestaciones que exigían mi inmediata expulsión del país.
Yo me dediqué a reiterar mi sencilla y bien intencionada idea, pero nadie me quiso escuchar. Los colores son conceptos visuales que se combinan de acuerdo a la imaginación. El verde nos pertenece tanto como el azul; el rojo nos es tan cercano como el negro o el blanco. Es decir, vivimos en medio de colores ¿qué importancia puede tener? Por fin, un periódico extranjero se apiadó de mí y me permitió explicar completa la idea. Esta era parte de mi argumentación:
México necesita un cambio que conmueva su conciencia nacional. Un cambio de colores en su bandera nacional no le vendría mal. Se podría dejar en escudo. En cambio, los colores crean confusión porque son los mismos que usa el Partido Revolucionario Institucional y de once países más que tienen muy poco que ver con nosotros. Los tres colores que compartimos con tantos países del mundo no pueden ser símbolos de una patria en particular, sea mexicana, italiana, húngara, búlgara, argelina, iraní, omanesa, nigereana, masdagascareña, tayiquistana y costamarfilense, pues son países de quienes ni siquiera sabemos correctamente sus gentilicios y muchas veces ni su ubicación.
¿Quiénes y cómo decidieron poner los tres colores a la bandera mexicana? Tuvieron que ser unos hombres del siglo XIX que se vieron precisados a inventar una bandera para su nueva patria. El escudo nunca fue materia de discusión, era obvio. La imagen del águila y la serpiente, encima de un significativo nopal, fue tomada con naturalidad por los constituyentes para ponerla en la bandera. Pero los colores, lo más seguro es que hayan sido elegidos en el marco de varias influencias de época y circunstancias nacionales; doce países en el mundo tuvieron la misma idea respecto a los colores.
La ONU me acogió momentáneamente como refugiado político y el asunto no pasó de ser una noticia intranscendente publicada en páginas interiores de los enormes periódicos internacionales, un refugiado mexicano que había sido acomodado de burócrata en las interminables oficinas del organismo mundial. Mi celebridad llegó cuando, luego de varios tediosos meses en mi trabajo de corrector del boletín internacional, tuve una idea tal vez motivada por aquella otra que me dejó sin patria y sin hogar. No lo podría asegurar. Lo único que aseguro es mi buena voluntad, pues nuca fue mi intención provocar a nadie.
Se me ocurrió insertar en la nota editorial del boletín oficial una disertación igualmente inocente sobre la paupérrima originalidad de las banderas a nivel mundial, su falta de creatividad y su ociosa reiteración a través de media docena de colores que, según ellos, los significaba en el panorama internacional. Con excepción de algunas africanas, las naciones del mundo representan horizontal, vertical o diagonalmente sus sentimientos nacionales. Sesenta comparten el amarillo y 120 utilizan el rojo. Tal parecía que los estados nacionales del mundo no pueden darse la satisfacción de renovarse de vez en cuando, pues la mayoría tiene más de cien años y, muchas, más de doscientos. Culminaba esta observación con la propuesta oficial de un certamen que, con motivo del cambio de milenio, llevarían a cabo los países del mundo en busca de una nueva bandera nacional. Creía, y aún lo creo, que un cambio de banderas daría motivos para renovaciones nacionales en todos los países. La renovación moral de los pueblos corruptos por un fin de milenio único en la historia de la humanidad. Las comunicaciones de hoy podrían hacer del mundo el país de la humanidad. El reconocimiento de una pertenencia global que nos hiciera ver las cosas de manera distinta a como las vemos en la actualidad. Las intolerables matanzas y las sórdidas negociaciones de las dictaduras disfrazadas en cientos de países, manipulados por el voraz mecanismo económico de unos cuantos que gobiernan lo más ciego y pueril de las naciones, que es su economía, desentendiéndose de la riqueza de sus culturas y de su valor como humanidad. Ahí sí ardió Troya.
Mi propuesta le costó el puesto al secretario de la ONU, pues todos creyeron que la idea era suya. Y a mí, qué les puedo decir, fui puesto en órbita en la primera expedición experimental de un viaje tripulado a Marte, desde donde veo la tierra, redonda y multicolor, obsesionado con mis convicciones sobre la vacuidad de los colores nacionales, las fronteras y todos los aranceles juntos que hacen del mundo un ingrato lugar. Casi soy feliz de estar tan lejos, lo sería verdaderamente, si cada vez que me asomo a la ventana de la nave no viera ahí, frente a mis ojos, como una condena a mi infamia cromática, una bandera gringa y, a su lado, un águila imperial.