martes, 30 de enero de 2018

La casa del que mató al animal

Esta es una leyenda fantástica porque, a diferencia de muchas leyendas poblanas, la de la casa del que mató al animal contiene un monstruo sacado de las leyendas medievales, una bestia mitológica que causó un gran daño a una conocida familia que habitaba la casona situada en la 3 oriente número 201, todavía visitable en el centro histórico de Puebla pues aloja, hace mucho tiempo, al periódico El Sol de Puebla. Me la ha contado Daniel quien quiso aparecer como informante solo con su nombre de pila. Que así sea.
Ahí vivía la familia de don Pedro de Carvajal, un acaudalado español que tenía una hermosa familia compuesta por una señorita adolescente, un niño pequeño y otro niño que estaba por nacer. Pero quiso el destino que la tragedia tocara a las puertas de su casa y el día del parto su joven y hermosa esposa murió, dejándolos abandonados con un recién nacido.

La hija señorita tenía por nombre Teodora, era una hermosa quinceañera que poseía una corte de caballeros haciendo fila para causarle alguna impresión y obtener a cambio, al menos, el privilegio de su respuesta, así fuera un “no”. Pasado el tiempo, con la idea de mitigar el gran pesar que envolvía a la familia, don Pedro accedía a realizar fiestas en donde Teodora conocía a los jóvenes en la idea de encontrar el mejor partido. En una de ellas, en medio de la fiesta, un horrible animal apareció en el zaguán y, con la agilidad y rapidez de un engendro demoníaco, penetró en las habitaciones y devoró al hijo recientemente nacido de don Pedro de Carvajal.

Como no hubo dudas del monstruoso autor de la tragedia, así como su demoníaca procedencia, don Pedro ofreció una fortuna para el valiente que lo enfrentara y lo venciera, a lo que se avocaron varios jóvenes poblanos ávidos de obtener notoriedad, además de algunas ganancias. Al cabo de un tiempo, un joven de nombre Agustín, acompañado de sus dos feroces pero fieles perros, se apareció en la casa Carvajal con un costal que contenía la cabeza cercenada de la bestia, como puede apreciarse en la estela que adorna la entrada de esta casa. Su valor y coraje fue recompensado por la fortuna prometida por don Pedro, pero además se ganó el respeto y el amor de Teodorita, que le entregó su corazón y en muy poco tiempo sucedieron las nupcias. Esa es la historia de esa casa, que todavía hoy hay quien la llama “la casa del que mató al animal”. 

jueves, 25 de enero de 2018

Ideas sin sentido

Dos ideas raras:
Una de comunicación y otra artística. La primera consiste en que los diputados decretaran concesionar a los ancianos mexicanos una estación de radio en cada ciudad mexicana mayor a cien mil habitantes; éstos se comprometerían a programar música mexicana que la usura de la radiodifusión ha impedido a varias generaciones conocer. El beneficio sería incalculable, los ancianos tendrían un poco de atención y recursos propios para crear una organización con infraestructura para ancianos, a que la tienen derecho, y los mexicanos, sobre todo los jóvenes, podrían conocer un rasgo fundamental de su cultura que solo les es transmitida por sus padres e increíblemente permanece oculta en los medios de comunicación, que programan lo que desean que la gente escuche.

Démosle recursos a los ancianos mexicanos, valores verdaderos y productivos como una estación de radio, cierta independencia para que mejoren sus vidas y dejémosles organizarse, experimentar, mostrar la riqueza de la memoria y del periodo romántico del bolero, que es una vena romántica que las nuevas generaciones deben de tener la oportunidad de conocer.


Cómic en barro

La segunda idea completamente metida en otro plan es advertir de algo muy obvio y nadie hace nada para remediarlo. Cuando además podría ser hasta negocio: en México, un país de barro, no existe barro comercial para que la gente lo consuma fácilmente, no existe el barro en las negociaciones comerciales de materiales infantiles, es decir, en las papelerías mexicanas, no obstante que hay mucho barro en nuestros suelos y que dos tercios de la mitología y del arte prehispànico de los mexicanos están hechos en barro. Basta ver el acervo del Museo Nacional de Antropología. 

Se trata de poner barro en las manos infantiles de nuestros niños, a precios y en sitios accesibles, como ocurre con la plastilina; de estimular el uso del barro a través de planes educativos de la SEP.

Es una desgracia cultural que los niños no conozcan el barro, su barro, el barro de su historia matria. Debe estar accesible a ellos. Y los adultos también podemos disfrutarlo.

Dicho así tal vez parezcan ocurrencias, pero estas ideas, desarrolladas, tienen mucho sentido. Pongamos barro en las manos de los niños mexicanos, construyamos hornos ecológicos y devolvamos la cerámica al pueblo.


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sábado, 20 de enero de 2018

Una leyenda de azúcar


La leyenda de la Casa del Alfeñique tiene que ver directamente con el amor y los caprichos del amor. Se cuenta que en algún momento del periodo colonial un señor de apellido Morales estaba perdidamente enamorado de una señorita de nombre Ana, que era dulce como un alfeñique que es un dulce tradicional poblano basado en azúcar en pasta. Alfeñique es una palabra que proviene del sánscrito: phañita, que significa azúcar, pero fueron las costumbres árabes que traían en cantidad los españoles los que la introdujeron a América como alfeñique.

El ejemplo más claro para identificar al alfeñique son las calaveras de azúcar, que en efecto están hechas con una pasta fabricada con el dulce y moldeadas con las manos como si fuera barro. Esto quiere decir que en la elaboración del alfeñique se juntaron muchas costumbres y habilidades provenientes de diversas culturas, lo que en la antropología llaman sincretismo. De esta forma el alfeñique tiene raíces árabes, españolas y por supuesto mesoamericanas, porque lo mismo se hace en Puebla que en todo el centro de México. Incluso, en Toluca hay una Feria del Alfeñique, pero lo encuentras en Michoacán, en Guanajuato y por supuesto en Puebla, especialmente alrededor de la fiesta de muertos.
Toda esta historia para referir que la señorita Ana fue la causante de que la Casa del Alfeñique del centro de Puebla sea un dechado barroco de aspecto alfeñicoso, pues se le metió la idea de que para casarse con el señor Morales quería una casa hermosa y blanca como si fuera de alfeñique. Y así fue. El señor Morales invirtió una gran suma de dinero en complacer a su amada Ana y construyó esta portentosa mansión que hoy llamamos la Casa de Alfeñique, y que en algún lugar de su majestuosa decoración de la portada está el nombre de su querida Ana. Fue un hermoso de amor, y de cómo los caprichos del amor a veces conducen a resultados memorables. De eso se trata esta leyenda, del amor y nada más.


Hoy la Casa del Alfeñiquen se encuentra en rehabilitación debido a los destrozos ocasionados por el terremoto del 19 de septiembre pasado. Esperamos que pronto pueda reabrir sus puertas el museo regional que la ocupa.

viernes, 12 de enero de 2018

Un poblano muy memorioso

Uno de los pocos informantes (llamémosle) profesionales sobre el tema de la memoria poblana que he cultivado por casi tres décadas fue Pedro Ángel Palou Pérez, autor de libros de historia, profesor de varias generaciones de poblanos, funcionario de la cultura, cronista y amante de la plática y de los recuerdos como pude comprobarlo el día que lo visité en su oficina en las profundidades de la Casa de la Cultura. Era un poblano muy memorioso, a pesar de no haber nacido en Puebla, tal como fue su primera revelación, como nos suele ocurrir aquí a los fuereños. Don Pedro murió la noche de ayer a los 85 años, q.p.d. Esto fue lo que me platicó en aquella ocasión.


Yo nací en Orizaba, vine a los 11 años interno a Puebla, y aquí me quedé hasta ahorita, aquí me casé. Era 1944-45, el internado estaba en la 9 Poniente, atrás de lo que es hora es avenida Juárez, que era entonces avenida de La Paz. Yo vine a estudiar al Instituto Oriente como interno, veníamos al centro caminando desde la 9 Poniente, que no era muy lejano, era una Puebla pequeña, una Puebla de unos 150 mil habitantes, una cosa así. Los internos, cuando teníamos dinero, veníamos a los cines, los que había entonces, el Reforma, por supuesto, al anfiteatro del cine Reforma, del Coliseo.
No existía el Variedades actual, o el que hubo después, el Guerrero ya existía. Veníamos a esos cines y si teníamos algún dinero, íbamos a los tamales de La Dulce Alianza, un restaurant típico, modesto, muy sencillo en el portal Hidalgo, o en el portal Morelos: La Princesa, a tomar tamales, atole, chocolate, y alguna vez veníamos al Kikos, que era un café para jóvenes y para chamacas de nuestra edad, trece, catorce años, que estaba en Reforma, en donde había “tragadieces”, con la música sobre todo de las bandas norteamericanas, la música de esa época de los años cuarenta, Bill Crosby, etcétera. Y veníamos ahí a tomar café, a charlar y a hablar entre los presuntos y las presuntas. El famoso Kikos de Reforma que hizo historia; a tomar café, un refresco, un ice cream soda. Eran las cosas de la época.

Av. de La Paz

Era una Puebla muy pequeña, ir a Agua Azul era una odisea, o al campo de futbol, que para nosotros estaba casi en los límites con Oaxaca ¿no? Puebla terminaba prácticamente en El Carmen, en Chulavista, en Santa María, en la Humboldt, ahí terminaba Puebla. De este lado en el cerro de San Juan, malamente llamado cerro de La Paz, con historia militar importante en Puebla. La avenida Juárez terminaba en el monumento a Juárez, por eso le decían “el milpero”, de ahí nos íbamos nosotros a jugar a las pedradas. Cuando no teníamos dinero, nos íbamos al cerro. Estaba lleno de milpas, el monumento a Juárez se levantó en medio de milpas, ahí terminaba Puebla. Había dos balnearios por ahí, el balneario de La Paz, sobre la 7 Poniente y contra esquina de San Sebastián estaban los baños de San Sebastián, eran los dos que había en esa época por ahí.
Había una fuente en el Paseo Bravo, sobre Reforma y la 17, abierta al público, que iba a recoger agua sulfurosa, era un ojo de agua sulfurosa para tomar. Nosotros no teníamos las posibilidades para pagar balnearios, no íbamos, no los conocimos como tal.

Puente de Ovando

Los domingos íbamos al fútbol, porque éramos muy aficionados, al Mirador, que era lo que es el estadio Cuauhtémoc. Era una caja de cerillos, toda de madera, pero lo chistoso es que para pasar al otro lado del río de San Francisco, que no estaba entubado, pasábamos por una viga y pagábamos cinco centavos para pasar el río, para llegar al Mirador a ver el futbol los domingos en la mañana, cuando había posibilidades de hacer cosas, pues no siempre las había. Pero bueno, los internos del Instituto Oriente eran muy fraternos, nos ayudábamos mucho entre los compañeros, veníamos al Portal y en las noches teníamos que irnos rápidamente saliendo del cine, el sábado o el domingo, porque había una hora tope para llegar al internado. No podíamos gastar en los Rápidos de Puebla, que era el camión que nos llevaba, eran tan lentos que decíamos los internos que salíamos rayando el sol y regresábamos rayando la luna. En parte por eso no los utilizábamos, aunque se llamaban Rápidos de Puebla. Mejor caminábamos, porque a veces no teníamos los cinco centavos que costaba el autobús.



Foto de Pedro Ángel Palou: Sobre T, Juan Cervantes.


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martes, 9 de enero de 2018

Muertos tempranos

Un día se murió el esposo de nuestra vecina Vitola, estaba recién casada; el hombre se ahogó en una laguna y su féretro fue instalado frente a nuestra casa, lo que resultó irresistible tratándose del primer muerto de mi vida. Me hice acompañar de uno de mis primos y entramos a verlo en su caja de muerto. No lo reconocí, estaba hinchado y amoratado.

Alejandro Rivera Domínguez recuerda ese momento infantil en el que nos vemos precisados enfrentar la muerte de alguien conocido, no lo suficiente para vivir la pena, pero sí conocido porque lo veía en la calle frecuentemente. De la tragedia pasa a la felicidad de aquella ciudad de los años 60.


Alejandro: 

Un día en el mercado del Carmen, que era un tianguis, tiré una lata de gelatinas. ¡Cómo me acuerdo! Mi mamá tuvo que pagar 3.75 centavos de gelatina, y por supuesto que me llevé una paliza tremenda. Era una lata que tenía, no sé, una lata de manteca aplanada y ahí ponían las gelatinas. Entonces las tiré todas.

Bueno, era una vida deliciosa, una ciudad con gente muy bien educada. Cuando llegaba a haber un asesinato -que los había, por supuesto- era un escándalo de toda la ciudad. Una vez mataron a Plinio Busto Gonzálvez, un venezolano que estudiaba medicina, porque venían muchos haitianos, venezolanos, colombianos a estudiar medicina aquí a Puebla. Estaba en una peluquería, cerca de donde yo vivía, y llegó un sujeto y le vació la pistola. Todo mundo conocía a Plinio, porque era muy simpático el cuate. Entonces: “mataron a Plinio”. ¿Cómo que lo mataron? Pues sí, porque andaba con la esposa del señor que lo mató. Uta, fue un escándalo de semanas el pobre Plinio que, sentado en el sillón de peluquería, tipo sicarios, le habían sembrado plomo al hombre, lo mataron, pero fue impresionante para un niño que lo conocía, por lo menos de vista, “tan buen estudiante que era”. Porque faltaba que se muriera alguien y “tan buena persona que era”. Porque esto es muy poblano, además. Si se moría alguien se imponía el: ¡qué bueno era! Pero en general era realmente una ciudad amable, vivible, con buenos servicios de limpia, pues se hacía un concurso de banquetas limpias. Así, de buenas a primeras empieza a haber cambios. Llega la Volkswagen, que es el parteaguas de la ciudad. Empieza a poblarse toda la zona. (Alejandro Rivera Domínguez)

Foto Mediateca INAH

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martes, 2 de enero de 2018

No somos perennes

En los inicios de la década de los años cincuenta, Puebla y el país saborearon otra clase de objetos y circunstancias que no existían antes de la segunda guerra mundial, concluida cinco años antes; los habitantes de la capital del Estado se habían modernizado de muchas formas, pero la modernidad sobrellevaba también novedosos rudimentos que se usaban en un moderno uso del poder, una moderna represión militar, las telecomunicaciones satelitales, las olimpiadas y las crisis económicas de un país con finanzas sanas. Ahí es donde corre este relato de Don Rafael Moreno Serrano, cuando una serie de infaustos eventos lo dejaron sin chamba. A raíz de eso, a los 29 años, ingresó al servicio de la policía federal.


Mi madre, más grande, no necesitaba ya de hombre para vivir con él, entonces yo era el señor de la casa, llegaba yo con mi salario y le daba para su necesidad. Mi madre, para ayudarme, en la puerta del zaguán, hacía un tonel así de tamales y se ponía a vender. ¡Cómo vendía!, yo me acuerdo que tenía clientes de que les hacía unos tamalotes grandotes de a diez centavos. Y con eso también nos ayudábamos. Desayunábamos molotes, cenábamos tamales y, bueno, estando contenta la familia, hasta los frijoles son sabrosos ¿no? Entonces éramos felices, pero empezó a transcurrir la vida de un modo y de otro, hasta que ya, le digo a usted, yo me casé, saqué a mi novia del baile, porque era la que guardaba la ropa, nos hicimos novios, nos gustamos, le presenté a mi mamá, se comprendieron, nos casamos y tuvimos dos niñas, que fueron María Luisa y Lulú, pero, cómo le diré a usted, dilató muy poco tiempo en que se murió también mi esposa, y como le digo a usted, que el hombre no puede estar solo, entonces conocí a  mi esposa, bendito sea Dios, conocí a mi esposa, nos comprendimos, nos amoldamos a lo que era ella, que tenía una tienda, su mamá; mi suegro dilató cien años, mi suegra noventa y cinco años; mi cuñada con la que nos alcahueteaba, salíamos los tres a Cholula, a días de campo aquí, allá y acullá,  pues no somos perennes, de algún modo tenemos que morir. Y se murió mi cuñada, pobrecita, me tenía mucho cariño. Ay, cuidadete que se enojara mi esposa conmigo, le ponía unas regañadas tremendas. “No seas tonta, hermana, le decía, ahora en estos tiempos…” Total que siempre sacaba la cara por mí, hasta el último montón de tierra le echamos y ya se murió.

Nosotros vivíamos ahí en la 7 poniente, donde estaba la gasolinera Candias. Hubo un momento en que, pues, cómo le diré a usted, tenemos esa creencia tonta o buena o regular o qué sé yo, que paga uno el noviciado, me fui para abajo, no era yo borracho, no era trasnochador, pero llegó el momento en que perdí el trabajo, no sé por qué. Pero llegó el momento en que me fui de chalán ahí en la gasolinera, me admitió el señor Candia, muy buen amigo, le dije: “¿me da usted permiso que yo venga yo a servir el agua, a barrer para que me den una ayuda?”. Claro que sí. Entonces ahí andaba yo. Tenía que estar buscando para llegar a casa con la papa para mi mamá, para mi esposa y ya para dos hijas. Sí, hombre, le digo a usted que me las vi feas. Ya no sabía yo ni en qué. Me volví abonero, traía ropa de México –con perdón de usted–, pantaletas, ropa interior, brasieres, quién sabe qué tantas cosas de mujeres, las daba yo en abonos, y cada quince días iba yo a recoger. Iba a Correo Mayor, atrás del Palacio Nacional, ahí había varias fábricas que vendían en cantidad y a buen precio. Ahí venía yo cargado en el camión. Total que se me ocurre dejar eso, me fui a México a trabajar, locuras de muchachos que les importa a uno poco, al fin que mi mamá se ayudaba con mi esposa, ahí estaban los tamales que vendían en la puerta. Traía yo lo que ganaba allá. Y me decía: “ya deja eso, está sola aquí tu mujer”, pero dilaté un poquito de tiempo.


Me iba al cine, a las luchas, al box, a donde me alcanzaba, pero no se aguanta uno en ese plan, que me regreso de nuevo, a chambear aquí de lo que fuera. Hasta que un día que veo que solicitaban altas en la policía. Ya tenía yo como 29 años. (Rafael Moreno Serrano)

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