Para Ventura Mendoza, con afecto
El final de la
pandemia me trajo una inesperada noticia que cambió el color de los dos
fatigosos años de ostracismo doméstico: desde la lejana capital del estado de
Chihuahua fui localizado en Puebla para ofrecerme una tercera edición de La raza de la hebra, historia del telégrafo
Morse en México, libro que fue publicado en 2004 por la Universidad
Autónoma de Puebla y en 2005 por la empresa de comunicación Syscom, que ahora
quiso volver a editarlo en una versión corregida y aumentada, pues una suerte
de presentimiento me aconsejó corregirlo y mejorarlo en los tiempos muertos de
la cuarentena, que fueron muchos, de modo que cuando en octubre de 2021 recibí
esa noticia, el libro estaba afinado como un violín.
La historia del telégrafo Morse
es en apariencia un tema muy ajeno y lejano del siglo XXI, pero cuando avanzas
te das cuenta que es una historia sobre uno mismo, ese ser moderno comunicado hoy
hasta la histeria que efectivamente empieza con aquellos seres estrafalarios que
se comunicaban con puntos y rayas a mediados del XIX, llamados telegrafistas;
la conclusión de La raza de la hebra
es que todos terminamos siendo telegrafistas y que el mensaje de texto mexicano,
tan moderno ahora, comienza en 1851.
El detalle más espectacular de
esta tercera edición es su tiraje de 10 mil ejemplares y su carácter de regalo
navideño. Antes del final del año miles de familias mexicanas habrán recibido a
la puerta de su casa un ejemplar; no puedo imaginar un mejor sistema de
distribución. Arribo asegurado. Otra cosa es entender por qué regalar a tantas
personas una historia sobre el telégrafo en México y no, por ejemplo, sobre el
versátil internet, los lenguajes modernos de la comunicación, materia de
Syscom. La explicación es simple: primero porque Jorge A. Saad, el empresario de
telecomunicaciones que ha patrocinado esas dos ediciones, tiene mucho aprecio
por el tema, y segundo, porque en esencia el telégrafo es el mismo internet,
ambos son telecomunicación y comparten algo que han desarrollado hasta la perfección,
tras 170 años de uso de la electricidad para comunicarnos, inventaron el
mensaje de texto (el producto de los telegrafistas), llamado entonces
telegrama, hoy Twiter, WhatsApp, ejecutado por nosotros mismos porque ya no
necesitamos la intermediación de un telegrafista. Eso es todo, que no es poco.
Los telegrafistas destacaron como profesionales empíricos y transmitieron a
través del electromagnetismo nuestros mensajes de texto, que entonces no se
llamaban así porque un texto era lo único que podían comunicar a través de ese
código obtuso de puntos y rayas, solo que hoy transmitimos imágenes, sonidos,
hablas, emoticones, mensajes de texto. El internet que hoy nos resulta familiar
y hemos aprendido a operar eran territorio de los temibles web master que hasta
hace muy poco dominaban por completo el balón. Y lo siguen haciendo, pero una
parte importante de la humanidad ha podido independizarse para interactuar a
través de la electricidad para beneficio de algo todavía inexplicado, que es la
condición comunicante que ahora casi todos tenemos, en los más diversos grados.
Ahí, en el soporte digital, hemos robustecido nuestras bibliotecas,
coleccionamos películas y existen sitios asombrosos, globales y sorprendentes,
que nos permiten escuchar música y ver conciertos y documentales que antes del
internet solo podíamos soñar como ciencia ficción. Ahora vemos cosas que antes
eran anécdotas de la ciudad porque cada vecino se ha convertido súbitamente en
reportero y alcanza a grabar el accidente, el asalto, el abuso y el uso del
poder; la caída graciosa, la mascota, el bebé. Con el internet las
posibilidades de responder a las preguntas que uno se hacía hacia 1999 se
simplifican hasta la intemperancia porque ahora es posible saber en segundos lo
que antes nos llevaba días o semanas conocer. Socialmente, el internet comunicó
a la masa. Desde la primavera árabe se utilizó el internet en la organización
de las multitudes que derrocaron al tirano; a partir de entonces la
movilización social tiene esa herramienta comunicante que sobra decir lo superior
que es frente a los antiguos mecanismos de organización, no solo de grandes
multitudes, sino de grupos sociales más reducidos que ahora cuentan con un
instrumento de comunicación tremendamente eficaz. Todos nos hemos vuelto
telegrafistas.
La historia
del Telégrafo Morse trata de esos seres humanos que hicieron posible la
comunicación eléctrica en México basada en el código binario punto y raya, que
predominó por ocho décadas en las comunicaciones mexicanas. Después, el mismo
torrente científico de inventos en el uso de la electricidad, que le dio vida y
salud al Telégrafo Morse por tantos años, terminó por darle su licencia de
retiro, ya entrado el siglo XX, con el éxito de la comunicación hablada, el
teléfono. "Punto-Raya-Punto" dejaba de expresar, de acuerdo con las
necesidades del nuevo siglo, el mensaje deseado, dando paso a la telefonía,
primogénita del telégrafo eléctrico. De pronto era posible manifestar en
palabras propias nuestra situación geográfica, comercial y emocional. ¿Bueno,
quién habla…?
La historia arranca cuando el
empresario español Juan de la Granja trajo a México esta revolucionaria
invención a mediados del siglo XIX. El telégrafo modifica muchas costumbres
mexicanas e impone otras nuevas, su historia ilustra cómo fue la comunicación
telegráfica; el mensaje de texto, el telegrama, fue introduciéndose en las
costumbres colectivas y poco a poco penetrando en los hábitos de gobiernos,
comercios y familias (“Llegué bien a Celaya, favor de avisarle a mi mamá”);
hasta que el telégrafo llegó a ser, en la cúspide del Porfiriato, un
instrumento fundamental para las necesidades cotidianas de un país, del gobierno
y la sociedad; el comercio de aquel primitivo capitalismo ampliamente
beneficiado al manejar mejor su información, el medio por el cual se enviaban
felicitaciones onomásticas, transacciones comerciales, giros telegráficos y
muchas órdenes de fusilamientos, rupturas, adhesiones y noticias periodísticas.
Fue así como llegó a operar las veinticuatro horas del día en las principales
ciudades del amplísimo territorio nacional. Se hizo esencial en las relaciones
humanas, incluso dentro de una misma ciudad (“No podré llegar a cenar”). El
telégrafo facilitó una ganancia política, económica y social formidable, la
comunicación eléctrica fundaba la modernidad (“Estoy bien, no te preocupes.”).
El periodo revolucionario somete
al telégrafo Morse a una dura prueba por sus vulnerables instalaciones y la
rudeza de la guerra. Contrastan las grandes hazañas militares con los pequeños
y dañinos hurtos de cable telegráfico que suspendían abruptamente su operación.
Había tramos que ya no eran reparados. En muchos casos el poste fue el árbol y
el cable la soga del ahorcado.
Desde la victoria del 5 de mayo
de 1862 en Puebla el telégrafo fue el vocero y el medio de comunicación de la
guerra. Un telegrama de Zaragoza es hoy un emblema patriótico: “las armas
nacionales se han cubierto de gloria”. Hechos históricos como la toma de Cd.
Juárez en 1914, donde el telégrafo juega un papel determinante en la ruptura de
Francisco Villa con su jefe Venustiano Carranza, que el 13 de junio de 1914 le
dio un giro decisivo a la revolución.
El periodismo en este largo
proceso de la historia mexicana no sería explicable sin el uso diario del
telégrafo; tampoco el sistema meteorológico que permitió un significativo
avance portuario, para no hablar de las relaciones familiares y comerciales que
pudieron fincarse en el aviso rápido, oportuno, urgente. En el envío de
recursos por medio del giro telegráfico. La comunicación que ofrecía el sistema
de correos-diligencias, por moderno que fuera, resultó súbitamente anacrónica como
correo porque, cuando llegaban, las noticias tenían semanas de atraso.
Fernando Benítez llama al
telégrafo en "El Rey Viejo" los oídos del tren militar; en realidad
llegó a ser, entre 1850 y 1930, los oídos y el habla de toda una nación, su uso
tan común que se instalaron buzones en las esquinas donde podían depositarse
los telegramas con cobro revertido. Se hizo común el telegrama local, el aviso
oportuno. El “propio” era un tipo de telegrama en el que se comisionaba al
mensajero a entregar telegramas en lugares lejanos. El “propio” recibía una
compensación de 2 pesos por entrega. Me tocó varias veces en Cuauhtémoc,
Chihuahua, ser comisionado para entregar esos telegramas. Había que ir muy
lejos y con noticias casi siempre funestas para el destinatario, quien por
regla tenía que firmar de recibido en mi libreta, pero no siempre era posible
cobrar la tarifa reglamentaria, la persona ya estaba llorando; todo mundo
perdía.
La gran hecatombe de la
revolución puso a las instalaciones
telegráficas a punto de desaparecer. En amplias zonas del país su
infraestructura fue arrasada completamente, algunas estratégicas como La Laguna
y el Bajío fueron ejemplo de grave destrucción, obligando a una completa
reinstalación con nuevo equipamiento, ahora de teleimpresores, una vez
alcanzada la paz. Las escenas revolucionarias de los altos mandos decidiendo el
curso de la lucha no serían imaginables sin la presencia de un telegrafista al
lado de cada general.
El golpe que implicó la sustitución
del telégrafo por el teléfono y la teleimpresora, después de la lucha armada,
fue lo suficientemente fuerte como para herir de muerte al Telégrafo Morse. La
introducción de teletipos en el Distrito Federal y las principales capitales de
los estados pusieron al telegrafista Morse de espaldas a la pared. Se iniciaba
también el predominio de la ingeniería profesional sobre los conocimientos
empíricos, tan socorridos y útiles durante el siglo XIX, desplazándole aún más.
Arranca, según esta historia,
una decadencia que inicia con un drama. En febrero de 1933, un Estado constituido
en la reciente Revolución corta de tajo, con innecesaria violencia, lo que pudo
haber sido una mejor transición del signo al habla, del telégrafo Morse al teléfono,
al teletipo, a la radiodifusión, la televisión y el internet con su amplio menú
de opciones; ahora nuestras expectativas de comunicación son portátiles,
podemos transmitir lo que queramos desde cualquier sitio.
Sin embargo, no es posible
decretar una muerte oficial del telégrafo Morse en 1933, sería una injusticia
para los telegrafistas Morse que subsistieron por lo menos hasta 1970. Lo digo
como testigo presencial. Aun cuando había sido sustituido por el teletipo para
el servicio regular, mi papá seguía trasmitiendo los domingos en clave Morse,
manipulando el vibrador de tecla vertical que fue la última tecnología que el
“lenguaje” telegráfico llegó a tener. Acompañé a mi papá a un concurso de
oratoria Morse en Cuernavaca. “Haz de cuenta que eran oradores, con una dicción
perfecta y una ortografía impecable”, me platicó emocionado; “como su letra”
añadí yo en mis adentros, pues era famosa la caligrafía de los telegrafistas y
mi papá le hacía el honor.
El Morse queda como una
expresión cultural que en cualquier momento puede ser llamada a actuar. El cliché
de película donde un atrapado bajo escombros se comunica con la superficie a
través del Morse, es algo que hoy día puede ocurrir en cualquier momento. La llamada Automatización de la Dirección
General de Telégrafos, que se inicia virtualmente con la instalación de
aparatos teleimpresores en los primeros años de los años treinta, alcanza un
plano nacional iniciada la década de los setenta y llegó a totalizarse hasta
los años noventa. Lo que ocurre después del Maximato del expresidente Elías
Calles se mezcla con otras historias. Hay que descubrir a los modernos
telegrafistas entre mecanógrafos y técnicos que trabajan en máquinas de
diversos aspectos: escriben a máquina, son locutores, atienden ventanillas, que
definir como "telegrafista" les hace poca justicia a aquellos de los
que trata esta historia: los Morse, que eran seres que hablaban un lenguaje
inextricable: "Punto raya, raya punto. Punto raya, punto, raya,
raya", que se expresaban a través de un sonido corto y uno largo; largo-largo,
corto-largo. El Morse de los puntos y las rayas que en su aparente rigidez
escondía un refinamiento incontestado por cualquier otra comunicación sonora: la ortografía. En Morse no es posible expresar
barbarismos: "buzcaré berte el biernez", sino "buscaré verte el
viernes", detalle que no deja de ser interesante al acercarnos a esos
seres incomprendidos que resultaron ser los telegrafistas, pues de personajes
importantes en los pueblos que conocían la intimidad de los vecinos –como el cura o el doctor–, y que además
dieron su sangre a la revolución, solo recibieron desprecio de los generales
que se hicieron del poder, y en los albores del siglo XXI, han caído en el más
grande olvido.
En la huelga de febrero de
1933, oprimidos y humillados al ser puestos bajo las órdenes de los postales,
encadenaron sus fuerzas en un compacto gremio que apeló, incluso con la huelga
nacional, una mala medida administrativa; enfrentaron con audacia la arbitraria
decisión (de la ciencia) aplicada por la Secretaría de Comunicaciones con
represión militar y ceses masivos,
muriendo dignamente.
Fue en esta efímera lucha que
se autodenominaron La Raza de la Hebra,
significativo nombre que habla del entusiasmo, la energía casi biológica con
que enfrentaron su
inevitable transformación.
Por desgracia no puedo recomendar la compra de La raza de la hebra, pues como he
explicado no está a la venta y sus diez mil ejemplares ya han sido
distribuidos; tengo, sin embargo, su versión digital para todos aquellos
entusiastas que deseen echarle un ojo al origen de su actual vocación: la
comunicación eléctrica. Pueden solicitarla aquí: polo.noyola@gmail.com, y se
los envío a vuelta de correo. Buen año 2022.
Publicado ayer en Mundo Nuestro, gracias.
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