martes, 4 de enero de 2022

La raza de la hebra 3

 


Para Ventura Mendoza, con afecto

El final de la pandemia me trajo una inesperada noticia que cambió el color de los dos fatigosos años de ostracismo doméstico: desde la lejana capital del estado de Chihuahua fui localizado en Puebla para ofrecerme una tercera edición de La raza de la hebra, historia del telégrafo Morse en México, libro que fue publicado en 2004 por la Universidad Autónoma de Puebla y en 2005 por la empresa de comunicación Syscom, que ahora quiso volver a editarlo en una versión corregida y aumentada, pues una suerte de presentimiento me aconsejó corregirlo y mejorarlo en los tiempos muertos de la cuarentena, que fueron muchos, de modo que cuando en octubre de 2021 recibí esa noticia, el libro estaba afinado como un violín.

La historia del telégrafo Morse es en apariencia un tema muy ajeno y lejano del siglo XXI, pero cuando avanzas te das cuenta que es una historia sobre uno mismo, ese ser moderno comunicado hoy hasta la histeria que efectivamente empieza con aquellos seres estrafalarios que se comunicaban con puntos y rayas a mediados del XIX, llamados telegrafistas; la conclusión de La raza de la hebra es que todos terminamos siendo telegrafistas y que el mensaje de texto mexicano, tan moderno ahora, comienza en 1851.

El detalle más espectacular de esta tercera edición es su tiraje de 10 mil ejemplares y su carácter de regalo navideño. Antes del final del año miles de familias mexicanas habrán recibido a la puerta de su casa un ejemplar; no puedo imaginar un mejor sistema de distribución. Arribo asegurado. Otra cosa es entender por qué regalar a tantas personas una historia sobre el telégrafo en México y no, por ejemplo, sobre el versátil internet, los lenguajes modernos de la comunicación, materia de Syscom. La explicación es simple: primero porque Jorge A. Saad, el empresario de telecomunicaciones que ha patrocinado esas dos ediciones, tiene mucho aprecio por el tema, y segundo, porque en esencia el telégrafo es el mismo internet, ambos son telecomunicación y comparten algo que han desarrollado hasta la perfección, tras 170 años de uso de la electricidad para comunicarnos, inventaron el mensaje de texto (el producto de los telegrafistas), llamado entonces telegrama, hoy Twiter, WhatsApp, ejecutado por nosotros mismos porque ya no necesitamos la intermediación de un telegrafista. Eso es todo, que no es poco. Los telegrafistas destacaron como profesionales empíricos y transmitieron a través del electromagnetismo nuestros mensajes de texto, que entonces no se llamaban así porque un texto era lo único que podían comunicar a través de ese código obtuso de puntos y rayas, solo que hoy transmitimos imágenes, sonidos, hablas, emoticones, mensajes de texto. El internet que hoy nos resulta familiar y hemos aprendido a operar eran territorio de los temibles web master que hasta hace muy poco dominaban por completo el balón. Y lo siguen haciendo, pero una parte importante de la humanidad ha podido independizarse para interactuar a través de la electricidad para beneficio de algo todavía inexplicado, que es la condición comunicante que ahora casi todos tenemos, en los más diversos grados. Ahí, en el soporte digital, hemos robustecido nuestras bibliotecas, coleccionamos películas y existen sitios asombrosos, globales y sorprendentes, que nos permiten escuchar música y ver conciertos y documentales que antes del internet solo podíamos soñar como ciencia ficción. Ahora vemos cosas que antes eran anécdotas de la ciudad porque cada vecino se ha convertido súbitamente en reportero y alcanza a grabar el accidente, el asalto, el abuso y el uso del poder; la caída graciosa, la mascota, el bebé. Con el internet las posibilidades de responder a las preguntas que uno se hacía hacia 1999 se simplifican hasta la intemperancia porque ahora es posible saber en segundos lo que antes nos llevaba días o semanas conocer. Socialmente, el internet comunicó a la masa. Desde la primavera árabe se utilizó el internet en la organización de las multitudes que derrocaron al tirano; a partir de entonces la movilización social tiene esa herramienta comunicante que sobra decir lo superior que es frente a los antiguos mecanismos de organización, no solo de grandes multitudes, sino de grupos sociales más reducidos que ahora cuentan con un instrumento de comunicación tremendamente eficaz. Todos nos hemos vuelto telegrafistas.

La historia del Telégrafo Morse trata de esos seres humanos que hicieron posible la comunicación eléctrica en México basada en el código binario punto y raya, que predominó por ocho décadas en las comunicaciones mexicanas. Después, el mismo torrente científico de inventos en el uso de la electricidad, que le dio vida y salud al Telégrafo Morse por tantos años, terminó por darle su licencia de retiro, ya entrado el siglo XX, con el éxito de la comunicación hablada, el teléfono. "Punto-Raya-Punto" dejaba de expresar, de acuerdo con las necesidades del nuevo siglo, el mensaje deseado, dando paso a la telefonía, primogénita del telégrafo eléctrico. De pronto era posible manifestar en palabras propias nuestra situación geográfica, comercial y emocional. ¿Bueno, quién habla…?

La historia arranca cuando el empresario español Juan de la Granja trajo a México esta revolucionaria invención a mediados del siglo XIX. El telégrafo modifica muchas costumbres mexicanas e impone otras nuevas, su historia ilustra cómo fue la comunicación telegráfica; el mensaje de texto, el telegrama, fue introduciéndose en las costumbres colectivas y poco a poco penetrando en los hábitos de gobiernos, comercios y familias (“Llegué bien a Celaya, favor de avisarle a mi mamá”); hasta que el telégrafo llegó a ser, en la cúspide del Porfiriato, un instrumento fundamental para las necesidades cotidianas de un país, del gobierno y la sociedad; el comercio de aquel primitivo capitalismo ampliamente beneficiado al manejar mejor su información, el medio por el cual se enviaban felicitaciones onomásticas, transacciones comerciales, giros telegráficos y muchas órdenes de fusilamientos, rupturas, adhesiones y noticias periodísticas. Fue así como llegó a operar las veinticuatro horas del día en las principales ciudades del amplísimo territorio nacional. Se hizo esencial en las relaciones humanas, incluso dentro de una misma ciudad (“No podré llegar a cenar”). El telégrafo facilitó una ganancia política, económica y social formidable, la comunicación eléctrica fundaba la modernidad (“Estoy bien, no te preocupes.”).

El periodo revolucionario somete al telégrafo Morse a una dura prueba por sus vulnerables instalaciones y la rudeza de la guerra. Contrastan las grandes hazañas militares con los pequeños y dañinos hurtos de cable telegráfico que suspendían abruptamente su operación. Había tramos que ya no eran reparados. En muchos casos el poste fue el árbol y el cable la soga del ahorcado. 

Desde la victoria del 5 de mayo de 1862 en Puebla el telégrafo fue el vocero y el medio de comunicación de la guerra. Un telegrama de Zaragoza es hoy un emblema patriótico: “las armas nacionales se han cubierto de gloria”. Hechos históricos como la toma de Cd. Juárez en 1914, donde el telégrafo juega un papel determinante en la ruptura de Francisco Villa con su jefe Venustiano Carranza, que el 13 de junio de 1914 le dio un giro decisivo a la revolución.

El periodismo en este largo proceso de la historia mexicana no sería explicable sin el uso diario del telégrafo; tampoco el sistema meteorológico que permitió un significativo avance portuario, para no hablar de las relaciones familiares y comerciales que pudieron fincarse en el aviso rápido, oportuno, urgente. En el envío de recursos por medio del giro telegráfico. La comunicación que ofrecía el sistema de correos-diligencias, por moderno que fuera, resultó súbitamente anacrónica como correo porque, cuando llegaban, las noticias tenían semanas de atraso.

Fernando Benítez llama al telégrafo en "El Rey Viejo" los oídos del tren militar; en realidad llegó a ser, entre 1850 y 1930, los oídos y el habla de toda una nación, su uso tan común que se instalaron buzones en las esquinas donde podían depositarse los telegramas con cobro revertido. Se hizo común el telegrama local, el aviso oportuno. El “propio” era un tipo de telegrama en el que se comisionaba al mensajero a entregar telegramas en lugares lejanos. El “propio” recibía una compensación de 2 pesos por entrega. Me tocó varias veces en Cuauhtémoc, Chihuahua, ser comisionado para entregar esos telegramas. Había que ir muy lejos y con noticias casi siempre funestas para el destinatario, quien por regla tenía que firmar de recibido en mi libreta, pero no siempre era posible cobrar la tarifa reglamentaria, la persona ya estaba llorando; todo mundo perdía.

La gran hecatombe de la revolución  puso a las instalaciones telegráficas a punto de desaparecer. En amplias zonas del país su infraestructura fue arrasada completamente, algunas estratégicas como La Laguna y el Bajío fueron ejemplo de grave destrucción, obligando a una completa reinstalación con nuevo equipamiento, ahora de teleimpresores, una vez alcanzada la paz. Las escenas revolucionarias de los altos mandos decidiendo el curso de la lucha no serían imaginables sin la presencia de un telegrafista al lado de cada general.

El golpe que implicó la sustitución del telégrafo por el teléfono y la teleimpresora, después de la lucha armada, fue lo suficientemente fuerte como para herir de muerte al Telégrafo Morse. La introducción de teletipos en el Distrito Federal y las principales capitales de los estados pusieron al telegrafista Morse de espaldas a la pared. Se iniciaba también el predominio de la ingeniería profesional sobre los conocimientos empíricos, tan socorridos y útiles durante el siglo XIX, desplazándole aún más.

Arranca, según esta historia, una decadencia que inicia con un drama. En febrero de 1933, un Estado constituido en la reciente Revolución corta de tajo, con innecesaria violencia, lo que pudo haber sido una mejor transición del signo al habla, del telégrafo Morse al teléfono, al teletipo, a la radiodifusión, la televisión y el internet con su amplio menú de opciones; ahora nuestras expectativas de comunicación son portátiles, podemos transmitir lo que queramos desde cualquier sitio.

Sin embargo, no es posible decretar una muerte oficial del telégrafo Morse en 1933, sería una injusticia para los telegrafistas Morse que subsistieron por lo menos hasta 1970. Lo digo como testigo presencial. Aun cuando había sido sustituido por el teletipo para el servicio regular, mi papá seguía trasmitiendo los domingos en clave Morse, manipulando el vibrador de tecla vertical que fue la última tecnología que el “lenguaje” telegráfico llegó a tener. Acompañé a mi papá a un concurso de oratoria Morse en Cuernavaca. “Haz de cuenta que eran oradores, con una dicción perfecta y una ortografía impecable”, me platicó emocionado; “como su letra” añadí yo en mis adentros, pues era famosa la caligrafía de los telegrafistas y mi papá le hacía el honor.

El Morse queda como una expresión cultural que en cualquier momento puede ser llamada a actuar. El cliché de película donde un atrapado bajo escombros se comunica con la superficie a través del Morse, es algo que hoy día puede ocurrir en cualquier momento.  La llamada Automatización de la Dirección General de Telégrafos, que se inicia virtualmente con la instalación de aparatos teleimpresores en los primeros años de los años treinta, alcanza un plano nacional iniciada la década de los setenta y llegó a totalizarse hasta los años noventa. Lo que ocurre después del Maximato del expresidente Elías Calles se mezcla con otras historias. Hay que descubrir a los modernos telegrafistas entre mecanógrafos y técnicos que trabajan en máquinas de diversos aspectos: escriben a máquina, son locutores, atienden ventanillas, que definir como "telegrafista" les hace poca justicia a aquellos de los que trata esta historia: los Morse, que eran seres que hablaban un lenguaje inextricable: "Punto raya, raya punto. Punto raya, punto, raya, raya", que se expresaban a través de un sonido corto y uno largo; largo-largo, corto-largo. El Morse de los puntos y las rayas que en su aparente rigidez escondía un refinamiento incontestado por cualquier otra comunicación sonora: la ortografía. En Morse no es posible expresar barbarismos: "buzcaré berte el biernez", sino "buscaré verte el viernes", detalle que no deja de ser interesante al acercarnos a esos seres incomprendidos que resultaron ser los telegrafistas, pues de personajes importantes en los pueblos que conocían la intimidad de los vecinos  –como el cura o el doctor–, y que además dieron su sangre a la revolución, solo recibieron desprecio de los generales que se hicieron del poder, y en los albores del siglo XXI, han caído en el más grande olvido.

En la huelga de febrero de 1933, oprimidos y humillados al ser puestos bajo las órdenes de los postales, encadenaron sus fuerzas en un compacto gremio que apeló, incluso con la huelga nacional, una mala medida administrativa; enfrentaron con audacia la arbitraria decisión (de la ciencia) aplicada por la Secretaría de Comunicaciones con represión militar y ceses masivos,  muriendo dignamente.

Fue en esta efímera lucha que se autodenominaron La Raza de la Hebra, significativo nombre que habla del entusiasmo, la energía casi biológica con que enfrentaron su inevitable transformación.

Por desgracia no puedo recomendar la compra de La raza de la hebra, pues como he explicado no está a la venta y sus diez mil ejemplares ya han sido distribuidos; tengo, sin embargo, su versión digital para todos aquellos entusiastas que deseen echarle un ojo al origen de su actual vocación: la comunicación eléctrica. Pueden solicitarla aquí: polo.noyola@gmail.com, y se los envío a vuelta de correo. Buen año 2022.

 

Publicado ayer en Mundo Nuestro, gracias.

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2 comentarios:

  1. impecable y dinamica forma de expresion,felicidades,
    Jorge Carreon Mingura
    El Paso Tx USA

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  2. Muchas gracias por tu comentario Jorge, oro molido en este desierto de indiferencia. Me gustaría poder enviarte La raza... Saludos.

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