El sábado 15 de febrero una llamada telefónica marcó el
rumbo de nuestro estado de ánimo e incrementó la penosa zozobra en la que
vivimos en este desventurado país. Un
dizque zeta me llamó por mi nombre, confirmó mi dirección y durante cuarenta
minutos me estuvo dorando la píldora con una bien armada historia de una vecina
mía que me quería perjudicar por envidias, pero que una minuciosa investigación
de parte de don Z había confirmado que era yo un buen hombre de familia que no
merecía ser perjudicado, etc. La
investigación le había costado unos 240 mil pesos que de alguna forma tenía que
recuperar, etc.
Para no hacer el cuento largo, una vez aclarado que era
un malandrín que solo quería sacarme dinero, cosa que ocurrió como a los veinte
minutos, el intercambio de información transitó por caminos poco afortunados; las
malas noticias de mi maltrecha economía fueron bajando de categoría la
conversación y de aquella alegre cantidad mencionada estuvimos a punto de
cerrar nuestro “trato” en cinco mil pesos, para lo que yo solicité tres meses
para acumularlos. Por poco le da un infarto. Finalmente cerramos nuestra
negociación en mil pesos que debía yo abonar a uno de los siete teléfonos que
me hizo apuntar, siempre y cuando fuera en los siguientes treinta minutos. Nos
despedimos amablemente, pues resulté el cliente más razonable y comprensivo. Al
colgar desconecté la línea telefónica e hice una junta urgente en el consejo
familiar para decidir las medidas a tomar. No pagaríamos y buscaríamos cambiar
el número de nuestro teléfono al día siguiente, plan que refrendé en el momento
en que comprobé mis generales en el directorio telefónico vigente. Mal y de
malas.
Al día siguiente, con pasmosa facilidad, una amable
señorita de Telmex me hizo el favor de darme un nuevo número telefónico que
resultó más agradable que al anterior, pues el nuevo número es más
equilibrado, alegre, polifónico y encima
carece de prejuiciada cifra 41 que ostentaba el anterior. Quedamos muy
satisfechos… hasta que comenzaron a llamar los centroamericanos. Pero no vayas
a creer que Maras o miembros de la 18 o la 28, para nada, nuestros nuevos
amigos son empleados centroamericanos de Banamex, o más bien, de una firma
relacionada a deudas de Banamex que se encarga de llamar a cientos de miles de
deudores que han dejado alguna clase de cuenta colgada en ese banco. Luego de
dos semanas sabemos que son cinco turnos los que laboran en ese desagradable
empleo, que consiste en torturar gente telefónicamente en llamadas de tipo:
Pague. No tengo. Tiene que pagar. Ya lo sé. ¿Cuándo paga? No sé. ¿Puede pagar
hoy? No. ¿Cuándo paga? No sé. Tiene que pagar. Ya lo sé. Esa muy circular. Me
recuerda a aquellos torturadores de las dictaduras argentinas que una vez vi en
una película: llegaban a su trabajo, checaban su tarjeta de entrada e iniciaban
su turno de torturas de acuerdo con una lista detallada: al señor González
corte de uñas; a la señorita Gómez, pocito, etc. Así estos empleados también
reciben una lista de nombres con sus
respectivos teléfonos y la orden de llamarlos al menos dos veces por turno.
Nuestros nuevos amigos son un grupo muy variado de personas de ambos géneros,
cuya principal coincidencia es el inocultable acento centroamericano y caribeño.
Una amable señorita hace unos días me confió que llamaba desde San José Costa
Rica; les envié saludos a los ticos desde Puebla. Sin excepción todos buscan a
Ángeles Contreras M.
Llaman muy temprano, a media mañana, a medio día, a media
tarde, en la tarde y hasta en la noche. He hablado largo y tendido con algunos
de ellos y a todos los hemos convencido de que no somos nada de Ángeles
Contreras, de que no la conocemos, de que se trata de un número reciclado, etc.
Cuando llegó el primer recibo telefónico con el nuevo número fui a Banamex,
mire, yo no soy Ángeles Contreras, pero nada podía hacerse, tendrá que venir
Ángeles Contreras para hacer cualquier cambio en sus números personales, me
dijo una señorita amable pero tajante. Comprendí que tenía razón. Un amable
puertorriqueño me dio una salida ingeniosa: vaya a Telmex y pida que le
bloqueen seis meses el 01 800. Imposible, me respondió el funcionario de la
telefónica, nos multarían. Seguimos respondiendo a las llamadas la única
respuesta posible: no somos ángeles, no lo somos, no la conocemos. A veces
colgamos. Todos estamos convencidos de que no lo somos, incluidos nuestros
amigos centroamericanos y del Caribe. El mes de mayo, por ejemplo, llaman pero
ya no dicen nada, pues reconocen nuestra voz y saber perfectamente que no somos
Ángeles Contreras.
En el documento Análisis de la extorsión en México
1997-2013, que publicó hace poco el Observatorio Nacional Ciudadano (ONC), se
dice que en 2012 el INEGI contabilizó 130 mil 781 denuncias de las 5 millones
994 mil 34 extorsiones a particulares que se cometieron ese año. Y que desde la
puesta en marcha de su número telefónico en diciembre de 2007, el Consejo
Ciudadano de Seguridad Pública y Procuración de Justicia del Distrito Federal
recibió 764 mil 458 llamadas. Supongo que son cifras colosales que nos hablan
del tamaño del problema, pues si todos esos usuarios vamos a cambiar nuestro
número telefónico el asunto es grave. Lo cierto es que en épocas de pérdida de
intimidad galopante como las que vivimos, cuando es posible saber tanto de
gente que nos importa poco en las redes sociales, los simplones datos del
directorio telefónico se han volteado contra los ciudadanos. No somos ángeles,
pero ¿quién lo es?