En la universidad, a finales de los años setenta, la noción de la lucha de clases era lo que privaba en las conversaciones prácticamente de cualquier tema. Sin embargo estaba tácitamente prohibido hablar de clase como una categoría social en la que uno pudiera reconocerse, que era obviamente la inefable clase media a la que todo mundo universitario pertenecía, salvo excepciones. La clase social más mencionada era el proletariado, a cuyo movimiento internacional automáticamente todos estábamos adheridos aunque fuera como mirones bien intencionados. Y claro, pequeñoburgués, el epíteto más temido y nunca mejor aplicado a esa acumulación de prejuicios y estereotipos en la que estaba sustentada aquella endeble ideología falsamente marxista; la mayoría de las veces solo traía detrás una breve lectura de Martha Harnecker y, en el mejor de los casos, el Manifiesto del Partido Comunista y el primer capítulo de El Capital. En medio de aquella discusión, rodeado de familiares y amigos es...