En la
universidad, a finales de los años setenta, la noción de la lucha de clases era
lo que privaba en las conversaciones prácticamente de cualquier tema. Sin
embargo estaba tácitamente prohibido hablar de clase como una categoría social en la que
uno pudiera reconocerse, que era obviamente la inefable clase media a la que
todo mundo universitario pertenecía, salvo excepciones. La clase social más mencionada era el
proletariado, a cuyo movimiento internacional automáticamente todos estábamos adheridos aunque fuera
como mirones bien intencionados. Y claro, pequeñoburgués, el epíteto más temido
y nunca mejor aplicado a esa acumulación de prejuicios y estereotipos en la que
estaba sustentada aquella endeble ideología falsamente marxista; la mayoría
de las veces solo traía detrás una breve lectura de Martha Harnecker
y, en el mejor de los casos, el Manifiesto del Partido Comunista y el primer
capítulo de El Capital.
En
medio de aquella discusión, rodeado de familiares y amigos estudiosos de la
teoría del capital en sempiternas células clandestinas, mi comprensión del tema
fue más bien limitada, interesado como estaba en el arte plástico que siempre
era visto como una condición incómoda entre un capricho burgués y un
instrumento del imperialismo. “El óleo –me un militante de la Upome indicando mi cuadro en la pared, que más tarde esa noche se robó– , es un instrumento del
imperialismo que te hace un propagandista de sus fines”; además de que es muy
caro, razonaba mientras veía mis tubitos Atl de tres o cuatro colores.
La
clase social en la práctica diaria,
entonces, siempre fue un poco ambigua, aunque eran claras las diferencias entre
nuestra condición social y las familias campesinas que veíamos en el trayecto
de nuestros viajes a la playa, en las continuas paradas que por razones
mecánicas teníamos que hacer en aquellos viajes familiares en el único vehículo
disponible de la comunidad que era el Datsun rojo de Agustín y Olga. Ahí nos
metíamos hasta nueve pasajeros y viajábamos a Tecolutla en condición hippie
pero sin demasiadas drogas, sin demasiado sexo -o ninguno-, ni aventuras
extravagantes. Es decir, lejos de los hippies de Oaxaca que conocíamos en las
noticias y que, la verdad sea dicha, se la pasaban a toda madre en este país, muchos eran excombatientes de Vietnam y no pocos terminaron en la UDLA de Cholula. No, nosotros éramos unos buenos representantes de esa clase media
ascendente –porque estudiábamos todos– en una condición social situada
exactamente entre la familia de Manolo Fábregas y Lucha Villa en Mecánica Nacional y la de Claudio Brook
y Rita Macedo en El castillo de la
pureza.
El
ascenso de amigos de clase proletaria a clase media fue un fenómeno recurrente
durante el último cuarto del siglo XX. Chano y Lula ascendieron del
proletariado cuando la empresa donde Chano era obrero les entregó su casita
relumbrosa en un Infonavit de Cuautitlán Izcali y abandonaron para siempre el
pisito rentado en el corazón del barrio bravo de Tepito, donde nacieron y
crecieron. Su hermana Paty, mejor colocada por sus amistades en la universidad,
habitó desde entonces en el sur de la ciudad y terminó poco después su
doctorado. Así ocurrió en otros casos de familias cercanas a la nuestra que con
un gran esfuerzo, pero algunas oportunidades económicas y sociales, subieron el
peldaño que los separaba de su clase original a una menos exigua, como fue el
caso de Doña Esperanza, que nos hacía de comer en una casa de estudiantes y a
quien le enseñé algunos trucos de las letras hasta lograr que escribiera su
nombre y medio comenzara a leer las rutas del transporte, que era su gran
preocupación. Bueno, pues su adorado hijo Camilo estudió hasta titularse en la
universidad.
Yo
suponía –y lo sigo suponiendo- que esas pequeñas o grandes ganancias personales
y familiares tenían que ver con las clases sociales y esas familias amigas de
la nuestra innegablemente ascendían de clase social al recibir el fruto de su
enorme esfuerzo en aquel México, en donde los jóvenes creíamos que todo era
posible con organización social, porque era un país que todavía se podía
permitir el lujo de la esperanza. Entre un empleo y otro no tuve que esperar ni
una semana porque existía una economía funcional. Salvo en mi faceta de
“lámpara” –que fue en realidad una autoterapia-, cuando estuve sentado seis
meses en un sillón en la casa de Tepepan interrogándome sobre el destino de la
línea sin la intervención del punto y no llegué a ninguna conclusión. Pero nada
qué ver con los cinco tortuosos años de desempleo infame que he acumulado en
2013.
La
clase media consistía y consiste en no tener ninguna posibilidad de adquirir
nada más que los elementos mínimos para una vida confortable. Vivir al día, sí,
pero vivir bien al día. Imposible comprar una casa o cambiar tu vochito por
algo más decente, pero con lo suficiente para pagar una renta confortable y
adquirir a plazos alguna carcacha en qué movilizarte a la lejana universidad. Era
un lujo, pero también era una necesidad
que pudimos satisfacer.
Entonces
clase media significaba, como ocurrió también en mi niñez como hijo de la
pareja de telegrafistas del pueblo, tener pan y leche en el refrigerador, comer
carne, queso, mermelada; consistía en poder ir al cine una vez por semana, visitar
la playa una y hasta dos veces al año, comprar los cigarritos cotidianos y el
roncito semanal. Hasta hoy creo que eso es lo que significa clase media, poder
trabajar y estudiar, leer Proceso y La Jornada ; ir a la Muestra Internacional
de Cine, de tarde en tarde a algún teatrito coyoacanense; ir al (restaurante)
Veracruz de Plaza Universidad de vez en cuando, terminar algún viernes de
quincena en algún Potzocalli comiéndome un pozole como animal.
Las
crisis económicas que iniciaron con aquella señal echeverrista al devaluar la
moneda de 12.50 a
26 pesos en agosto de 1976, subieron y bajaron su intensidad en los siguientes
años. Aun en los peores momentos con Miguel de la Madrid en los años ochenta,
luego del doloroso despilfarro y la más dolorosa y dolosa corrupción del
lopezportillismo, los mexicanos no teníamos ni idea de lo que nos reservaba el
destino, pues entonces era Argentina el mejor ejemplo de crisis económica y
social; Colombia y Brasil los paradigmas de violencia nacional. Por supuesto
aprendimos a apretarnos el cinturón, pero eso significaba acaso a perder
algunas cuantas prerrogativas que no alcanzaban a erosionar el piso de nuestra
clase social.
Bajar
el peldaño de la clase media hoy se manifiesta con la crudeza de una radical
escasez, cuando el azúcar se muda de tu mesa significa que el hambre ha llegado
como invitada a cenar. Frijoles, tortillas y chile tu tabla de sobrevivencia.
Estamos, ante todo, frente a un dilema moral. Ansiar un empleo mal pagado,
convertirse en peatón, olvidarse del cine, de la playa, del arte, de la ropa
nueva, de zapatos brillantes; borrar de la memoria la carne, los dulces, los
licores –por supuesto hace tiempo no fumas-; dejar entre renglones los libros,
los discos, las películas –que no sean las piratas-; olvidar, resignarse, relegar,
delegar, resignarse, encogerse de hombros, besar el azote, renunciarse, renunciarse,
dimitirse…
No sé
en qué momento del pasado los mexicanos tocamos el techo del desarrollo social,
pero es evidente que en estos momentos vamos de bajada. Cuesta abajo en tu
rodada, dice el tango. Y así vamos girando.
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