viernes, 25 de octubre de 2013

Bajar la escalera


En la universidad, a finales de los años setenta, la noción de la lucha de clases era lo que privaba en las conversaciones prácticamente de cualquier tema. Sin embargo estaba tácitamente prohibido hablar de clase como una categoría social en la que uno pudiera reconocerse, que era obviamente la inefable clase media a la que todo mundo universitario pertenecía, salvo excepciones. La clase social más mencionada era el proletariado, a cuyo movimiento internacional automáticamente todos estábamos adheridos aunque fuera como mirones bien intencionados. Y claro, pequeñoburgués, el epíteto más temido y nunca mejor aplicado a esa acumulación de prejuicios y estereotipos en la que estaba sustentada aquella endeble ideología falsamente marxista; la mayoría de las veces solo traía detrás una breve lectura de Martha Harnecker y, en el mejor de los casos, el Manifiesto del Partido Comunista y el primer capítulo de El Capital.

En medio de aquella discusión, rodeado de familiares y amigos estudiosos de la teoría del capital en sempiternas células clandestinas, mi comprensión del tema fue más bien limitada, interesado como estaba en el arte plástico que siempre era visto como una condición incómoda entre un capricho burgués y un instrumento del imperialismo. “El óleo –me  un militante de la Upome indicando mi cuadro en la pared, que más tarde esa noche se robó, es un instrumento del imperialismo que te hace un propagandista de sus fines”; además de que es muy caro, razonaba mientras veía mis tubitos Atl de tres o cuatro colores.

La clase social  en la práctica diaria, entonces, siempre fue un poco ambigua, aunque eran claras las diferencias entre nuestra condición social y las familias campesinas que veíamos en el trayecto de nuestros viajes a la playa, en las continuas paradas que por razones mecánicas teníamos que hacer en aquellos viajes familiares en el único vehículo disponible de la comunidad que era el Datsun rojo de Agustín y Olga. Ahí nos metíamos hasta nueve pasajeros y viajábamos a Tecolutla en condición hippie pero sin demasiadas drogas, sin demasiado sexo -o ninguno-, ni aventuras extravagantes. Es decir, lejos de los hippies de Oaxaca que conocíamos en las noticias y que, la verdad sea dicha, se la pasaban a toda madre en este país, muchos eran excombatientes de Vietnam y no pocos terminaron en la UDLA de Cholula. No, nosotros éramos unos buenos representantes de esa clase media ascendente –porque estudiábamos todos– en una condición social situada exactamente entre la familia de Manolo Fábregas y Lucha Villa en Mecánica Nacional y la de Claudio Brook y Rita Macedo en El castillo de la pureza.

El ascenso de amigos de clase proletaria a clase media fue un fenómeno recurrente durante el último cuarto del siglo XX. Chano y Lula ascendieron del proletariado cuando la empresa donde Chano era obrero les entregó su casita relumbrosa en un Infonavit de Cuautitlán Izcali y abandonaron para siempre el pisito rentado en el corazón del barrio bravo de Tepito, donde nacieron y crecieron. Su hermana Paty, mejor colocada por sus amistades en la universidad, habitó desde entonces en el sur de la ciudad y terminó poco después su doctorado. Así ocurrió en otros casos de familias cercanas a la nuestra que con un gran esfuerzo, pero algunas oportunidades económicas y sociales, subieron el peldaño que los separaba de su clase original a una menos exigua, como fue el caso de Doña Esperanza, que nos hacía de comer en una casa de estudiantes y a quien le enseñé algunos trucos de las letras hasta lograr que escribiera su nombre y medio comenzara a leer las rutas del transporte, que era su gran preocupación. Bueno, pues su adorado hijo Camilo estudió hasta titularse en la universidad.

Yo suponía –y lo sigo suponiendo- que esas pequeñas o grandes ganancias personales y familiares tenían que ver con las clases sociales y esas familias amigas de la nuestra innegablemente ascendían de clase social al recibir el fruto de su enorme esfuerzo en aquel México, en donde los jóvenes creíamos que todo era posible con organización social, porque era un país que todavía se podía permitir el lujo de la esperanza. Entre un empleo y otro no tuve que esperar ni una semana porque existía una economía funcional. Salvo en mi faceta de “lámpara” –que fue en realidad una autoterapia-, cuando estuve sentado seis meses en un sillón en la casa de Tepepan interrogándome sobre el destino de la línea sin la intervención del punto y no llegué a ninguna conclusión. Pero nada qué ver con los cinco tortuosos años de desempleo infame que he acumulado en 2013.

La clase media consistía y consiste en no tener ninguna posibilidad de adquirir nada más que los elementos mínimos para una vida confortable. Vivir al día, sí, pero vivir bien al día. Imposible comprar una casa o cambiar tu vochito por algo más decente, pero con lo suficiente para pagar una renta confortable y adquirir a plazos alguna carcacha en qué movilizarte a la lejana universidad. Era un lujo, pero también  era una necesidad que pudimos satisfacer.

Entonces clase media significaba, como ocurrió también en mi niñez como hijo de la pareja de telegrafistas del pueblo, tener pan y leche en el refrigerador, comer carne, queso, mermelada; consistía en poder ir al cine una vez por semana, visitar la playa una y hasta dos veces al año, comprar los cigarritos cotidianos y el roncito semanal. Hasta hoy creo que eso es lo que significa clase media, poder trabajar y estudiar, leer Proceso y La Jornada; ir a la Muestra Internacional de Cine, de tarde en tarde a algún teatrito coyoacanense; ir al (restaurante) Veracruz de Plaza Universidad de vez en cuando, terminar algún viernes de quincena en algún Potzocalli comiéndome un pozole como animal.

Las crisis económicas que iniciaron con aquella señal echeverrista al devaluar la moneda de 12.50 a 26 pesos en agosto de 1976, subieron y bajaron su intensidad en los siguientes años. Aun en los peores momentos con Miguel de la Madrid en los años ochenta, luego del doloroso despilfarro y la más dolorosa y dolosa corrupción del lopezportillismo, los mexicanos no teníamos ni idea de lo que nos reservaba el destino, pues entonces era Argentina el mejor ejemplo de crisis económica y social; Colombia y Brasil los paradigmas de violencia nacional. Por supuesto aprendimos a apretarnos el cinturón, pero eso significaba acaso a perder algunas cuantas prerrogativas que no alcanzaban a erosionar el piso de nuestra clase social.

Bajar el peldaño de la clase media hoy se manifiesta con la crudeza de una radical escasez, cuando el azúcar se muda de tu mesa significa que el hambre ha llegado como invitada a cenar. Frijoles, tortillas y chile tu tabla de sobrevivencia. Estamos, ante todo, frente a un dilema moral. Ansiar un empleo mal pagado, convertirse en peatón, olvidarse del cine, de la playa, del arte, de la ropa nueva, de zapatos brillantes; borrar de la memoria la carne, los dulces, los licores –por supuesto hace tiempo no fumas-; dejar entre renglones los libros, los discos, las películas –que no sean las piratas-; olvidar, resignarse, relegar, delegar, resignarse, encogerse de hombros, besar el azote, renunciarse, renunciarse, dimitirse…


No sé en qué momento del pasado los mexicanos tocamos el techo del desarrollo social, pero es evidente que en estos momentos vamos de bajada. Cuesta abajo en tu rodada, dice el tango. Y así vamos girando.



.

No hay comentarios:

Publicar un comentario