domingo, 27 de enero de 2013

Puebla en 1900



2ª Parte de 2
Saltando algunos charcos en el camino a Catedral, las jóvenes de familia poblanas acudían al rosario o a los bautizos. Iban de compras a Fábricas de Francia. Era, se podría decir, la sociedad en sí de la ciudad. Estudiaban en el colegio de las Alejandrinas, por la Victoria. Metidas de lleno en la moda impuesta por la "Belle Epoque" entre 1890 y 1910, cuando fue posible ver en el Zócalo a voluminosas damas ataviadas de vestidos almidonados con enaguas de crinolina, generalmente acompañadas de una nana. Muy pronto el armatoste fue cambiado por algo más confortable, pero siempre dentro del mismo ideal de mujer pomposa, como muñecas de porcelana.

“Los domingos íbamos a misa, pero mi papá nos acostumbró a ir a distintas iglesias; en el Barrio de la Luz íbamos al catecismo, nos llevaban, pero los domingos íbamos a San Francisco, a los Remedios, la Catedral, La Concordia, esas iglesias de por allá”. (Judith Cid de León)

En 1900 surgió una moda en los Estados Unidos conocida como "Chica Gibson", que pronto se convirtió en ideal de las muchachas atentas a las costumbres de Occidente. Carlos Canavese en su Historia del Vestido afirma sobre esta época que “la convirtieron en patrón de vida e hicieron ropa de acuerdo a los dictámenes morales de la época. Ahora las señoritas debían ser de pecho erguido, caderas anchas y nalgas sobresalientes, además de sumisas y obedientes”. (1)  Los peinados se subieron sobre la cabeza y los sombreros se adornaban con plumas. En esta primera década comienza a nacer un nuevo ideal de mujer, por primera vez creado por sí mismas. Sin embargo, hasta 1915 les fue posible mostrar los tobillos.

Entre los jóvenes de aquella Puebla de 1900 que se paseaban en el Zócalo se veía a muchachos que usaban un pantalón corto, apenas debajo de la rodilla, dejando al descubierto calcetines y calcetas, debajo de las cuales estaban, invisibles, unos calzoncillos largos de Alabama. Los pantalones eran, invariablemente, una especie de pololos o bombachos. Pero en los caballeros poblanos y los numerosos extranjeros radicados aquí, hablando de elegancia, deambulaban entre aquel caldo social caballeros que vestían chaquetas o levitas largas, con elegantes sombreros de copa, algunos de bombín, generalmente resueltos a despojar a alguien de sus casas o sus terrenos a causa de un litigio mal avezado,  (2) todos en medio de un tránsito nutrido de mulas, burros y caballos cargados de bultos; de huacales, de troncos, de niños. También había elegantes jinetes vestidos de charro rondando por las cuatro esquinas, o impetuosos ciclistas salpicados de lodo que pasaban esporádicos con su morral de pan. Y entre los surcos de lodo seco, hasta las propias bases de los edificios, pues no había banquetas, toda clase de vehículos encabezados por elegantes caballos, modestas mulas y burros, halando esforzados entre los arroyos de la calle, vehículos diversos como sopandas, carretas, bolandas y hasta lujosos breaks, cabrilés, cupés y featones; a éstos los guiaban diligentes y uniformados mozos que gritaban lo mismo a sus bestias que a las marchantas y cargadores que impedían el tránsito. Al llegar a su destino, bajaban solícitos a colocar el escabel para que descendiera su amo, por lo común ancianos gordos de mirada satisfecha, o damas blancas casi transparentes que se tapaban la nariz con delicados pañuelos de encaje. Eran “los españoles” a los que la gente prefería darles la vuelta.

“Mi abuelo paterno era dueño de un rancho en El Cristo, pues heredó eso de su papá, sembraban maíz y todo lo que se siembra de semillas. Y ya luego las vendían en sus carretas, pues en esos años no había camiones, eran puras carretas, y ahí repartían los bultos. Las personas grandes viajaban entonces en unos coches de caballos blanco y negro, otros de otro color, cuadraditos, y otras que les decían calandrias, eran abiertas, ahí iban las muchachas ya grandes, muy arregladas, las llevaban a la hacienda porque así se acostumbraba”. (Judith Cid de León)

O para el trabajo:

“Había unas carretas de seis ruedas, unas carretas americanas. Tenían su freno, tenían su balata que venía a ser una viga, un pedazo de viga puesta en un soporte de fierro, que tendía una cadena, le jalaban los carreteros. Esa carreta la jalaban como seis mulas, la mula guía que iba hasta adelante, y las otras, cargaban hasta cuatro toneladas de mazorca”. (Héctor Carretero)

Todos tenían una preocupación particular, quehaceres citadinos. Y en el zócalo confluían las dos clases sociales predominantes y una tercera que nacía en medio de ellas y que representaban los profesionistas y comerciantes en ascenso, que también confluían por ahí. El doctor Gómez, el dentista, el farmacéutico; la empleada, el herrador, el mecapalero. Vendedores de hortalizas, frutillas y yerbas; el licenciado con sus hijas, el boletero del Teatro de Variedades, el carnicero; el señor de los molinos, el que vendía la leña, el de los baños, el zapatero, el jabonero, el peletero.

De ahí provenían poblanos que manejaban aparatosos automóviles Packard de humeantes escapes y ruidosos motores, y algunos, menos ricos pero pudientes, compactos Protos de cuatro cilindros que maniobraban entre piedras y lodo para aparcarse frente a la Las Choles, donde vendían un mole de panza delicioso.

“En el Paseo de San Francisco se comían las chalupas en esos años, y entonces sí eran muy buenas chalupas, con sus comales, con sus tortillitas, las pellizcaban las personas, no les ponían queso sino su carnita deshebrada”. (Judith Cid de León)

Existían grandes caballerías en diferentes rumbos de la ciudad que ofrecían el encierro de bestias de tiro y carga, negocios especializados en carros de transporte, repartidores de pulque, tranvías, y convenientemente situados en sus contornos, mesones y parajes de arrieros que proporcionaban hospedaje a los viajeros de todos los niveles, especialmente populares.

Debemos imaginar una ciudad compleja, capital de una provincia que incluía ciudades importantes como Tlaxcala, Atlixco y Cholula. Centro comercial de numerosos antiguos pueblos que pertenecían a la municipalidad, como Coronango, Tlaxcalancingo, Totimehuacan, Xochimehuacan, Hueyotlipan, Xonacatepec, Canoa, Azumiatla, Chautla, Zacachimalpa, Tetela, Tecola y decenas de ranchos y haciendas entre ellos y la ciudad.     

“En 1900 la ciudad llegaba a la 18 Oriente poniente y luego seguían los barrios dispersos, y hacia el sur El Carmen, en la 17 poniente. Esos eran los límites de la ciudad. Hacia el poniente la 13 sur, hacia el Oriente El Alto, Analco, dispersos aún, no muy compactos y nada más”. (Carlos Montero Pantoja)

Puebla era abastecida por una compleja red de “industrias” que el Ayuntamiento detectaba y supervisaba por su grado de contaminación, pues la higiene es el tema de los primeros años de ese siglo.

Los negocios más contaminantes eran industrias que, por los olores que desprendían, emanaciones perjudiciales que ocasionaban alteración de las aguas y peligros de incendio o explosión, debían estar situados a por lo menos mil metros del zócalo de la ciudad. Allá por donde ahora es la 25 Oriente-Poniente estaban los mataderos públicos, fábricas de cerillos; fábricas de almidón por fermentación; coheterías, fábricas de aguas gaseosas; tocinerías y una fábrica de untura para carros. El Ayuntamiento acuerda un bando de traslación de la cervecería, que estaba en el centro, fijando “un término prudente, cuando menos a mil metros de la plaza de armas”. (3) Sin embargo, el producto de todas estas industrias lo podía uno adquirir en el centro de la ciudad, en los alrededores del mercado La Victoria.

“Lo llamamos la Victoria por costumbre, pues en realidad se llama mercado Guadalupe Victoria, que era parte del convento de Santo Domingo que abarcaba varias manzanas actuales. La estructura interna de la ciudad de Puebla siempre estuvo definida por sus edificios religiosos”. (Carlos Montero Pantoja)

El único proyecto para abrir una calle en esta década fue el de la avenida Juárez, en 1903, concebida como paseo y con un sentido higienista. Ese año se abrió la avenida de la Paz o del Vencedor, así como el Pasaje del Ayuntamiento, tal como lo conocemos.

Había cierto tipo de negocios que la ciudad podía más o menos absorber, pero debían estar en los suburbios, como destiladoras (holanda, aguardiente, refino); depósitos de aguardiente y alcohol; plantas de asfalto, fábricas de blanqueo y estampado; hornos de cal, tenerías y peleterías; fábricas de loza de Talavera; alfarerías, zahurdas; fábricas de puros y cigarros; fábricas de vidrio y vaquerías.

O bien, negociaciones que podían estar en las calles de la ciudad, “sujetas a inspección de salubridad y policía”, que eran los comercios, farmacias, tiendas de ropa, barberías, expendios y fábricas domésticas de velas de cera, bujías de parafina, velas de sebo; la fábrica de cerveza, la de colchones, desechos de algodón; depósito de trapos viejos, lavaderos públicos (“uno gratuito y los demás de paga”); baños de aseo, y la amplia gama de molinos: de café, de aceite, de trigo, de nixtamal. Almacenes de leña, depósitos de carbón; almacenes de madera y fábricas de muchos tipos: de sombreros, de zapatos, de medias; cerrajerías, cobrerías, fundiciones de hierro y bronce; tintorerías, fábricas de rebozos, fábricas de jabón, cuyos desechos, los de sus dependientes y clientes -antes de las obras de agua potable y alcantarillado-, iban a dar directamente al río de San Francisco.

Había épocas del año en que la ciudad era infestada por un olor a excremento de caballo que llegaba desde los terrenos de las compañías de limpia, básicamente dedicadas a ese elemento. Estas empresas recogían toneladas de heces por toda la ciudad y la depositaban como abono en sus parcelas rurales, sólo que a veces el viento los traicionaba y pasaba a damnificar a toda la población. “Te aguantabas y ya”.

“Puebla allá por los años diez, veinte era una ciudad industrial, pero a la vez agrícola, porque había muchas tierras de labor circundando la ciudad. Había muchos trabajadores, concretamente de los ferrocarriles y las fábricas. Era una cosa hermosa amanecer los  días con un concierto de silbatos de las fábricas llamando  a sus trabajadores, cosas que desgraciadamente Puebla dejó perder, pues era una ciudad tan industrial, textil, la primera en la república mexicana, porque aquí nació la industria textil con don Esteban de Antuñano”. (Juan López Cervantes)

Bibliografía:
1) Historia de la Ropa, Carlos Canavese, 1999 http://www.teatro.meti2.com.ar/
2) http://www.taringa.net/
3) José M. de la Fuente, Efemérides Sanitarias, Talleres de imprenta y encuadernación de “El escritorio”, calle Zaragoza 8, Puebla, 1910,  p. 126 

domingo, 20 de enero de 2013

Puebla en 1900




1ª Parte de 2
La ciudad de Puebla en 1900 se componía de 391 manzanas regulares que contenían 2,619 edificios con valor histórico construidos entre los siglos XVI y XIX, y de los cuales 61 fueron destinados, en alguna época, al culto religioso. Hoy, 71 inmuebles han sido destinados a fines educativos y servicios asistenciales, así como para el uso de actividades civiles y militares. Los 2,487 edificios restantes son inmuebles civiles de uso particular. Esta zona centro contiene, asimismo, 27 plazas y jardines históricos. (1)

Uno de los lugares más entrañables para los poblanos es el zócalo, desde su origen hasta la actualidad, es el centro neurálgico de la vida urbana de la ciudad; lugar de encuentros, de política, de economía, de manifestaciones, de cultura popular y de cultura elitista. Un corazón latente por el que ha paseado toda forma de felicidad y de desdicha, del suave beso de los novios a la picota criminal.

“Hacia 1900 la ciudad era muy pequeña, era tan pequeña como el tamaño del centro histórico actual. Eso era la ciudad completa, y todos los servicios y los equipamientos estuvieron siempre concentrados en las calles principales. ¿Cuáles eran las calles principales? aquellas que tenían relación con los caminos nacionales, llamados caminos reales en tiempos remotos, y que a su vez eran aquellos que comunicaban con poblaciones importantes, son caminos de tránsito, por ahí se hacía la movilidad de la población, de la producción y otros asuntos de tipo económico. Entonces la movilidad es corta, los tramos que se recorren son muy cortos, pequeños, no hay periferia. En 1900 todavía no hay elementos periféricos”. (Carlos Montero Pantoja)

Sabemos por Hugo Leicht en Las calles de Puebla, publicado en 1934, que los  poblanos estaban satisfechos con su plaza central desde el 9 de julio de 1537, cuando los vecinos no aceptaron una forma rectangular y propusieron una cuadrada, como la que conocemos.

En el cabildo se dijo: “que las plazas es una de las cosas que han de estar puestas en razón a cuadra, porque en general, e que haciendo los portales (del ayuntamiento) en la plaza queda la plaza fea, por estar trazada sorrongada, e que por esta causa es justo que se hagan dentro del los solares del Consejo”. La llamamos zócalo por tradición, pero ha tenido otros nombres como Jardín Principal, Jardín Central, Parque Central; en 1919 se llamó Parque Juárez. Le llamamos Zócalo hace más de cien años, pues, de acuerdo con Leicht, con este nombre aparece por primera vez en el almanaque de Mendizábal de 1905: “Parque central, vulgarmente del zócalo”. (2)

Hasta 1854 este lugar se empleó como mercado, plaza de toros, escenario teatral; además de que la Audiencia de México dictaba aquí sus sentencias, por lo que existió la picota, donde martirizaron a algunos de nuestros parientes, retirada en 1535, pero sustituida por la horca, finalmente quemada en un motín popular en 1729. (3) Para la felicidad y para el dolor, todos los caminos conducían al zócalo.

“De Atlixco a Puebla venimos dos veces en burro. Ponía mi papá un huacal de un lado y otro del otro. Ponía dos huacales, y ahí nos traían, a mis hermanos y a mí. Fuimos muchos, y entonces nos acomodaban en huacales. Todo el día de viaje, parábamos a comer en Los Frailes, que era una estación como de paso, cerca de Los Molinos. Ahí comíamos. Llevaba mi mamá huevos cocidos, cosas secas. Comíamos ahí. Luego de Los Frailes nos seguíamos hasta aquí, hasta Puebla. Llegábamos al zócalo. Se usaban los tranvías, todavía habían tranvías en la ciudad. Los jalaban unas mulitas. Aquí, mis tías vivían en la 2 Poniente. Y ahí parábamos con la familia, llegábamos con la familia. Veníamos huyendo de la Revolución”. (María  Santillana López)

Por la plaza se podían ver caminando innumerables hombres ataviados con calzón y camisa blancos y mujeres de faldones oscuros, rebozo y trenzas; cargados de bultos, deambulaban por todas las calles de la ciudad. Eran el elemento popular y, sin ninguna duda, la mayoría. Mestizos e indígenas aculturados que con suerte habían aprendido las letras en una precaria instrucción, eran la mano de obra para casi todos los quehaceres, los oficios, las edificaciones. Permanentes corre-ve-y-dile y acarreadoras de toda clase de productos de las tiendas a la casa del patrón. Sirvientas, marchantas y comerciantes del mercado. En muchos de los casos ambulantes. Ellos, los señores, eran los constructores de la ciudad: albañiles, artesanos y artistas que construyeron piedra por piedra los suntuosos edificios y posteriormente las colonias, las ornamentaciones interiores y exteriores; cargadores, obreros textiles, ferrocarrileros. Y, por supuesto, los clientes impetuosos de las pulquerías.

“Entonces, esas pulquerías se nutrían de la gente de los mercados, de los obreros que había alrededor de esos rumbos, porque ahí había muchas fábricas textiles como La Tatiana, La Leonesa, Angélica, La Moderna, muchas fábricas textiles que daban mucho trabajo a mucha gente y por eso ahí se reunían las gentes a descansar un rato y, claro, como siempre, había quien se excedía, pero entonces no había “wine”, no había alcoholes de otro tipo mas que había pulque. Había una cosa que se llamaba el caliente, había una vinatería que se llamaba La Industria, y ahí vendían un alcohol al que revolvían con una piedra llamada alumbre, y eso hacía que la persona que lo consumía se le hincharan sus pies. Por eso, entre la gente pobre de nosotros, le llamábamos a esa cantina El cementerio de los elefantes. Esa estaba en la 16 poniente y 5 norte. Apenas hace poco tiempo la acaban de quitar, todavía existía. Había otra que se llamaba la Cámara de Gases. Esos eran los nombrecitos folclóricos que salían del pueblo, no salían de nadie más”. (Juan López Cervantes)


Citas
1) La renovación urbana, de Carlos Montero Pantoja, BUAP, 2003, p. 152
2) Hugo Leicht, Las calles de Puebla, 1934, reimpreso en 1992 en Quinta edición por el Municipio de Puebla, p. 483
3) Fuente: http://www.turismopuebla.com/wiki/index.php/Puebla_Municipio
 

viernes, 11 de enero de 2013

La robachicos



Martes 01 de julio de 1930. Lidya entró a trabajar como sirvienta a la casa de los Rodríguez el 25 de junio a las nueve de la mañana. Fueron pocas horas las que duró. Poco antes del mediodía, habiendo atendido labores de limpieza y el cuidado del pequeño Ricardo, de 10 meses de edad, Lidya fue enviada a la tortillería acompañada del pequeño. No regresaron.

La joven Lidya, de apenas 16 años de edad, vivía una crisis de identidad y tal vez lo que quería era juntar un poco de dinero para huir más lejos de su odiado marido, a quien había abandonado con sus pequeños hijos. No tenía planes concretos, pero en la calle, la suerte quiso que se encontrara con sus primas Francisca y Guadalupe quienes en muy pocos minutos la convencieron de que robara al chamaco para pedir algún rescate por él, que ellas la ayudaban. Presa de su desesperación, Lidia accedió a cometer la fechoría y se fue con el niño por el rumbo de Cholula, acompañada de las primas.

Pasaron los días en medio de la más cruel incertidumbre para la familia Rodríguez. Una semana. A pesar del optimismo del Mayor Ausencio Meza, encargado de la investigación, los pobres padres esperaban enfermos de tristeza. El 7 de julio, trece días después de la desaparición, el Mayor pasó a la casa de la familia de la calle de la Industria, pidiéndoles que lo acompañaran, que había buenas noticias sobre Ricardito.

Subieron al vehículo oficial que enfiló hacia Paseo Bravo y después siguió con rumbo de Cholula. Luego de minuciosas investigaciones, Meza se había podido enterar que el bebé se hallaba secuestrado en una calpanería de la Hacienda La Carcaña, entre Puebla y Cholula, por lo que, con un discreto despliegue de agentes, rodearon la zona y sorprendieron a todas las mujeres que estaban ahí reunidas junto al bebé, que por cierto era amamantado por una de ellas y se mostraba sano y despreocupado, para tranquilidad de sus padres.

De esta forma tuvo un final feliz el secuestro de Ricardo. Las mujeres fueron conducidas en medio del llanto a la comisaría, donde el juez les dio una condena de cinco años de cárcel. El niño y sus padres se fueron felices a su casa esperando tener más cuidado la próxima vez, cuando podría ser que no tuvieran tanta suerte. Los hechos fueron registrados en los expedientes criminales de las historias ocultas de Puebla.

Paráfrasis de una nota aparecida en La Opinión, el gran diario de oriente. Dir. J. Ojeda González, Puebla, Pue.