Sucede que ahora se afirma que es Ignacio y no
Indalecio, como lo aprendimos de niños cuando existía una versión tal vez
equivocada de la historia pero con creativa imaginación, con niños héroes y
pípilas que mostraban el espíritu temerario de los mexicanos que ahora también hemos
perdido. Nos quedamos con los puros perdedores, eso sí, verídicos, que
vendieron la mitad de la patria, que expropiaron para regocijo del pillaje,
expoliaron las tierras y desmantelaron aquel pueblo campesino, de vasta
experiencia y sabiduría, que también éramos y ahora ya no somos. ¿Acaso estudié
la primaria en un barco fantasma? ¿Los niños héroes apócrifos?
Al parecer es Ignacio, pero he percibido que
las revisiones históricas contemporáneas no añaden nada a la historia de los
mexicanos y sí disminuyen sus escasos mitos gloriosos que nos enaltecían hasta
el heroísmo. En poco tiempo se podría decir que en realidad era Nacho,
Francisco N. Madero y se mandarán cambiar las letras doradas del Congreso y se
llevarán sus cenizas hasta el laboratorio de la UNAM para descubrir a través de un análisis de
ADN que el buen hombre ni siquiera había sido hijo de su papá, por lo que no
merecería el apellido Madero y la N
perdería su punto para quedar como un desconocido: Francisco N, en realidad
Pancho.
Con este ejercicio no pretendo profanar ningún
ícono de la historia mexicana sino simplemente advertir sobre los borrosos
contornos de los hombres históricos que devienen nombres, en los restos
quemados de unos hombres que ya no tienen ningún interés por lo que hicieron o
dejaron de hacer, sino por la exactitud de sus cromosomas y los rizos
retorcidos e infalsificables de sus ADN.