martes, 31 de agosto de 2010

Tratado de Bucareli


Tras haber cumplido tres años de gobierno, el 31 de agosto de 1923 el gobierno de Álvaro Obregón consigue reanudar las relaciones diplomáticas con Estados Unidos, de vital importancia para su gobierno, pero con una condición: la firma de un tratado que el senado mexicano había rechazado en primera instancia, pero que las presiones del gobierno y el asesinato del senador Fidel Jurado obligan a dar un viraje y aceleraron su aceptación.

Durante años busqué el texto completo de este tratado que en la universidad nos había sido contado de manera inexacta. Ignoro las razones que suscitaron esa versión, que entre muchas escandalosas cláusulas reasaltaba una en la que se prohibía a México la producción de motores de combustión interna que prácticamente paralizaban el principal avance tecnológico de las primeras décadas del siglo XX. Como era de esperarse, neceé durante varios años y hasta pulí mi argumentación pues era un elemento clave a mi parecer para explicar el enanismo tecnológico de los mexicanos frente al avasallante avance del estadunidense. Mi pobre y culto hermano, que tampoco tenía el tratado en la mano, fue víctima de mis alocuciones.

Hoy, cualquier interesado en leer íntegramente el Tratado de Bucareli lo puede encontrar en un click a través de Internet. Consta de 11 artículos y fue finalmente aprobado por el Senado el 27 de diciembre de 1923 y ratificado el 19 de febrero del año siguiente. Consta de 11 artículos, básicamente dedicados a establecer criterios para “ajustar amigablemente las reclamaciones provenientes de pérdidas o daños sufridos por ciudadanos americanos por actos revolucionarios” Lo firmaron por México Alfredo J. Pani, secretario del Estado y del Despacho de Relaciones exteriores y el “encargado de negocios ad-ínterim” de los EE.UU a George T. Summerlin. Las reclamaciones serían sometidas a una Comisión integrada por tres miembros y bastaba con que se comprobara el daño o pérdida. La comisión estaría obligada a oír, examinar y decidir dentro de los cinco años siguientes a la fecha de su primera junta. El texto del tratado fue publicado en el Diario Oficial de la Federación del 26 de febrero de 1924:

El portal http://es.wikipedia.org/wiki/Tratado_de_Bucareli alerta sobre "una leyenda urbana común en México que cuenta que el Tratado de Bucareli prohibió a México producir maquinaria especializada (motores, aviones, etc.) o maquinaria de precisión, por lo que supuestamente México no ha salido aún del atraso que dicho tratado le causó. El hecho es que durante el período entre 1910 y 1930, las guerras civiles y los múltiples golpes militares y rebeliones internas devastaron a las industrias en México y frenaron la educación superior, así como la investigación y desarrollo tecnológico, mientras que la inestabilidad social y política ahuyentaron las inversiones extranjeras”

Yo no temo corregir, siempre que pueda, las inexactitudes de mi vida, que son muchas y multicolores. Escucho argumentaciones tan disparatadas que habitualmente, sobre todo el los últimos tiempos, opto por rehuir (un amigo escritor cree fervientemente en los extraterrestres), aunque reconozco que tienen todo el derecho a creer lo que les venga en gana. Llama sin embargo mi atención este mito largamente alimentado sobre el tratado de Bucareli que con oscuros fines prohijó una versión falsa para justificar (probablemente) nuestro evidente atraso tecnológico. ¿Quiénes fueron sus autores, los mismos que lo “escondieron” durante tanto tiempo? ¿a qué causa benefició esa prolongada mentira llamada ahora eufemísticamente leyenda urbana?

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A continuación, hago un inserto tardío (2017) sobre este debatido y confuso tema del Tratado de Bucareli, que según el historiador Lorenzo Meyer en una entrevista televisiva no fue un tratado sino un acuerdo. Tomada de la transcripción sin su permiso pero seguramente con su comprensión.

El asesinato de Carranza abre un punto interesante. El gobierno norteamericano dice “No reconozco al sucesor de Carranza porque no llegó al poder por la vía legal, llegó por un golpe militar. Asesinó al presidente que mal que bien nosotros los norteamericanos ya habíamos reconocido, y al nuevo no lo reconocemos”. Es también una coyuntura en la cual el presidente Wilson del Partido Demócrata y que había tenido una política contradictoria pero interesante hacia la revolución mexicana; no se había opuesto a ella tajantemente como los europeos, no había apoyado el golpe militar de Huerta y en cierto sentido posibilitó que siguiera la revolución y que Carranza triunfara. Pero ahora ya no estaba Wilson, ahora van a estar los republicanos, y los republicanos muy conservadores tienen como política central frente a México que solamente si México firma un tratado en donde garantice el respeto a los derechos adquiridos por los extranjeros, por los norteamericanos, entonces reconocerá al gobierno. Si no, no lo reconoce. Y no reconocer a un gobierno, la zona de influencia norteamericana  cuando Estados Unidos ya después de la Primera Guerra Mundial es la potencia más fuerte, no reconocerlo es dejarlo en un perpetuo estado de angustia a ese gobierno; entre otras cosas porque puede reconocer a sus enemigos y vaya que si tiene enemigos Obregón, sabe, no se necesita ser un gran analista político que para 1924 cuando venga el cambio de gobierno alguien va a decir que no, que no acepta al candidato que Obregón se apoye, y que hay una posibilidad de que un ejército, todavía no es un ejército formal, apenas está rehaciendo esos grupos armados de la Revolución no particularmente disciplinados; se sabe que pueden rebelarse ¿y si se rebelan y Estados Unidos los reconoce? Pues entonces ya se acabó Obregón y su proyecto, etc. Hay un montón de esfuerzos de Obregón porque se le reconozca sin firmar el tratado, porque firmar el tratado y luego el reconocimiento es aceptar que México no es un país soberano, que está sometido a los dictados de Estados Unidos. Obregón proponía “Primero reconózcanme incondicionalmente, “Yo les aseguro que les voy a resolver el problema del petróleo. No se preocupen. Pero primero reconózcanme”. El gobierno norteamericano y la presión de las empresas petroleras y de los congresistas que están cercanos a ellas. “No. Si nosotros los reconocemos perdemos una palanca para presionar, hay que presionar a fondo, que se sometan a nuestra voluntad. Que firmen ese tratado, ese tratado donde van a prometer no afectar los derechos adquiridos, pagar la deuda”, que no se estaba pagando la deuda y que iba creciendo por los intereses. Reconocer que los daños causados por la revolución a los intereses norteamericanos tienen que ser pagados. Ver el asunto de la reforma agraria, que va a afectar las propiedades los norteamericanos, los grandes. Obregón busca, por ejemplo, un acuerdo con los banqueros, pagarles la deuda en términos muy, muy aceptables para los banqueros, a cambio, presionen a Washington para que los reconozcan incondicionalmente y luego se haga la negociación sobre el tratado, que ni los banqueros pueden ni quieren. En 1923 Obregón sabe que se le viene encima el problema de la sucesión, la posibilidad de una rebelión y entonces cede. Y vienen representantes norteamericanos del presidente a México y dos de Obregón y en las calles de Bucareli, en una casa de Bucareli se dan las negociaciones, son largas las negociaciones; no hay una minuta de exactamente qué se dijo, existen nada más los puntos de acuerdo final; esos se les llama los Tratados de Bucareli pero no son tratados, son acuerdos entre los dos poderes ejecutivos. Y en relación al petróleo, ahí la solución es salomónica. No tiene el documento, no le da la razón ni a Estados Unidos al cien por ciento ni a México. Se acepta, y esta es la gran derrota mexicana que no se puede poner en marcha lo que la constitución en la letra y en el espíritu dice, pero entonces pone una condición, “México va a reconocer los derechos adquiridos en el petróleo sólo en aquellos terrenos donde las empresas ya hayan hecho inversión”, lo que se llamó “el cato positivo”, que hayan buscado el petróleo, que hayan perforado, que hayan hecho algo; no queda claro lo que tienen que hacer, nada más que debieron de haber hecho algo. Está por definir qué es ese algo. Si no hicieron nada y hay depósitos en esos terrenos, vuelven al dominio de la nación mexicana. Pero si sí hicieron algo y sí hay petróleo, entonces se mantiene la validez de los términos anteriores a la constitución, que eso es lo que dice la constitución que no se podía ni debía de hacerse. Pero la realidad es que México no tiene poder frente a un Estados Unidos que domina; no hay ninguna potencia para 1923, que es cuando se hacen estos acuerdos, que sea capaz de enfrentarse a Estados Unidos, menos México. Así que se firma eso, pero no es un tratado y esa es otra victoria de México, no lo tiene que mandar al Congreso y no tiene la fuerza de un tratado. Se conforman los norteamericanos con eso. Nada más que a la hora de firmarlo queda clarito ahí que los Estados Unidos dicen “Nos reservamos nuestros derechos sobre todos los terrenos”, es decir, no aceptan que aun en esos terrenos que tenían de reserva las empresas rija ya la nueva ley, no, ellos dicen “Todos nuestros títulos anteriores a la constitución, de que la constitución entrara en vigencia, son válidos”, México dice “No. Si no hicieron un trabajo en esos, mh mh”. Entonces ninguno de los dos acepta plenamente al otro pero se firma con la debida ambigüedad. Una vez firmados se reconoce a Obregón, estalla la rebelión delahuertista, Obregón la derrota, los Estados Unidos no apoyan a los delahuertistas que sí tienen apoyo de ciertas empresas petroleras inglesas, las empresas dirán “Nos obligaron los huertistas; Obregón dirá “Ustedes apoyaron a los petroleros ingleses en particular. Apoyaron a mis enemigos” y eso se registra.



lunes, 30 de agosto de 2010

Bienvenido


La Habana, 1922. En una guagua de transporte colectivo vemos a un niño mulato cantar para obtener algunas monedas; tiene buena voz. Se trata de un huerfanito del barrio de Jesús María, de nombre Rosendo Bienvenido Granda. A los doce años ya se decía cantante profesional.

Cuando Bienvenido Granda tiene un conflicto con la Sonora Matancera, en 1954, ya era figura internacional. No es que el director Rogelio Martínez estuviera prefiriendo a otros cantantes, sino que un empresario de Barranquilla lo convenció de viajar a Colombia por mil quinientos dólares a la semana.

De no haber muerto Bienvenido Granda el 9 de julio de 1983 en la ciudad de México, aquejado por una infección gastrointestinal, cumpliría 95 años el día de hoy y seguramente seguiría cantando aquella tonada clásica de: “Luna, ruégale que vuelva, y dile que la quiero, que sólo la espero, a la orilla del mar...”



domingo, 29 de agosto de 2010

Donato y Evelina


Mis abuelitos de Zacatecas son, por desgracia, dos grandes desconocidos para mí. Los vi en dos ocasiones, muy pequeño, y no sé si los recuerdo a ellos o a las fotografías que siempre tuvimos a la vista en Cuauhtémoc.

En esta foto de aproximadamente 1917 aparecen mis abuelos paternos, Donato Noyola y Evelina Cerda francamente elegantes el día de su boda en Río Grande, Zacatecas. Si acaso existe alguna discusión sobre antecedentes indígenas en la familia con esta evidencia me parece ociosa. La foto es preciosa, como el vestido de mi abuela Evelina. Me encanta que entre tanta solemnidad y elegancia el final del tapete muestre las piedras vivas probablemente del río o del agreste sitio en donde estaba instalada la cámara fotográfica y el telón de fondo con cortinas y brocados.

Mi abuelo Donato Noyola Ugarte nació en Río Grande en 1892, en tanto que mi abuela Evelina Cerda Cerrillo en 1896 probablemente en la ciudad de México, donde vivió de niña. Ella era hija de Jesús Cerda y María Dolores Cerrillo, mientras que Donato lo era de Jesús Noyola y Francisca Ugarte; esos nombres son lo único que conservo de mis bisabuelos. Lo que recuerdo de mi visita a Río Grande en 1961 es a dos ancianitos muy pequeños y blanditos. Al besar la mejilla de mi abuelita se me hundió la cara en una suave masa de piel profunda y perfumada.

La noche de nuestra llegada mis papás cometieron un error: dejarme encargado con mi abuelita e ir a visitar unos amigos de la infancia. Escenifiqué a capela el concierto de llanto más largo de mi vida, creo que fueron tres horas seguidas donde berreé sin consuelo ante la desesperación de mi pobre abuelita, que sólo acataba a abrazarme, ofrecerme cosas y decirme una repetitiva frase que consiguió echarle más leña al fuego: “No llore mi´jito, su mamá ya no dilata…”. Veinte años después esa noche era aún recordada por algunos de sus sobrevivientes. Yo, a mis cuatro años, la recuerdo como si fuera ayer. Tal vez fue muy breve mi convivencia con mis abuelitos zacatecanos, pero nadie me podría regatear su intensidad.

Mis abuelos murieron relativamente pronto, yo seguía siendo niño.



sábado, 28 de agosto de 2010

Mi bisabuela

A pesar de la versión que da el profesor Emilio Miramontes Ordoñes sobre Magdalena Venegas, en una lejana edición (27.abr.1969) del diario mexicalense La Voz de la Frontera, que entonces dirigía el laureado periodista Jesús Blancornelas, sobre que era una “mujer preparada que había leído y asimilado a los ideólogos del pensamiento revolucionario”, la versión que tengo de mi bisabuela es que se trataba de una mujer de pocas luces. Tengo la versión de Aída, mi madre, que nunca tuvo muy buena relación con ella por un asunto fortuito, al margen de Aída, que de acuerdo con su abuela paterna debería haberse llamado Genoveva. Esto lo pidió mucho antes de que Aída naciera, cuando mi abuela Luz quedaba embarazada por quinta ocasión en aquel largo invierno de 1931 que derivó en el nacimiento de Aída a principios de enero. Elena pidió desde agosto o septiembre que sin era niña se llamara Genoveva, pero a mi abuela Luz no le pareció suficiente ¿por qué Genoveva?, no había pariente, ni razón alguna para que se llamara Genoveva. Y todo el poder que la Nena tenía sobre su hijo Leopoldo no fue suficiente para doblegar la tozuda decisión de su nuera Luz, pues cuando se le metía una idea no había nada que Leopoldo pudiera hacer. La niña se llamaría Aída. La fecha se acercó, pasaron las fiestas de diciembre, el año nuevo y el 3 de enero nació Aída con la inconveniencia de que era el día de Santa Genoveva, efeméride que no ayudó en absoluto a su delicada relación con su abuela. Los recuerdos de Aída de su abuela Nena eran malos.

Magdalena y Leopoldo

La Nena era de mano caliente y fue perseguida por su abuela más de una vez alrededor de la pila de agua. “Déjate agarrar”, le gritaba su papá. ¿Y por qué?, recuerda Aída que pensaba. El único gesto amistoso entre comillas fue el día que Aída, contemplando las arracadas de oro de su abuela, le dijo sin mala fe: “Abuelita, ¿cuando se muera me regala sus arracadas?” La Nena se quitó las arracadas y se las dio: “Toma, no quiero que vayas a estar deseando mi muerte por las arracadas”. Fue lo único agradable que Aída recordó de su abuela. Pero hay otras historias paralelas de la vida de Magdalena que la pintan como una mujer responsable y enérgica. Como esa vez en San Juanito, donde vivía sola con mi abuelo Leopoldo de unos ocho años. Un hombre entró a su corral para robarse un marranito que ella pensaba engordar para el fin de año. Eran muy pobres para todavía dejarse robar. Se armó con un palo y salió a enfrentar al hombre. La lucha se entabló de inmediato y tras algunos lances y palazos el hombre agarró a la mujer y la tumbó al suelo, cuando estuvo acomodado encima de ella la comenzó a ahorcar con las dos manos. Leopoldo lo veía todo desde la puerta entre abierta de la cocina. El hombre apretaba el cuello de Magdalena y Leopoldo sólo veía que sus piernas empezaban a dejar de luchar, tomó un picahielo de la pared y salió a intentar salvar a su mamá. Sucedió todo en segundos, se fue contra el cuerpo que le daba la espalda y le clavó el picahuielo en una nalga lo más fuerte que pudo. El filo del estilete se hundió más de la mitad y el hombre se elevó hacia el espacio como propulsado por una reacción a chorro, dio dos o tres pasos gigantescos hasta la cerca, que saltó de un brinco aún con el picahielo clavado en la nalga. No los volvieron a ver, ni a él ni al picahielo. Muchos años después, cuando Leopoldo se llevó a su madre a vivir a los Estados Unidos, se establecieron en un barrio de obreros blancos, pues él hablaba muy bien el inglés, a pesar de que ella era incapaz de decir una palabra. Bueno, dos, como lo comprobaría Leopoldo esa tarde que regresaba de su trabajo. Su sorpresa fue encontrarse a su mamá y a su vecina, que no sabía una palabra de español, platicando plácidamente recargadas en el barandal. Se acercó espichadito para oír qué decían. La vecina le hablaba en inglés, la Nena respondía de tarde en tarde: “Yes, yes...” La foto de mi bisabuela (creemos que disfrazada de Adelita) apareció en aquella edición de La Voz de la Frontera con una nota bastante larga del profesor Emilio Miramontes Ordoñes sobre la batalla del 11 de diciembre de 1910 en Cerro Prieto, Chihuahua. Según este buen hombre, allí peleó valientemente Magdalena Venegas, que no era una soldadera ni una guerrillera, aclara el profesor, “sencillamente una mujer revolucionaria que empuñó la carabina 30-30 para defenderse los crímenes que venía cometiendo en la región el ejército federal”, que comandaba el temible general Juan J. Navarro. “Desde las 6 de la mañana de ese día –sigue contándonos el profesor Miramontes–, tuvo contacto la columna revolucionaria con el ejército federal apostados en el sistema montañoso que en semicírculo protege al pueblo, mientras que Navarro lo hacía desde la llanura que se extiende al oriente, sostuvieron nutrido fuego de carabina 30-30 contra Mauser 7mm y cañones –entre ellos el cañón "Niño"– durante cuatro o cinco horas”. Mi bisabuela Magdalena acompañaba a su hermano Juan José Venegas, quien junto con Marcelo Caraveo, Francisco I. Salido y Tadeo Vázquez, entre otros valientes, abrazaban el movimiento armado que encabezaba Pascual Orozco. Y defendían su pueblo natal, Cerro Prieto, por eso aquel día Magdalena tomó esa 44 de balas de plomo y tras la batalla vivió para contarlo, aunque es improbable que la foto corresponda a la batalla referida del 11 de diciembre de 1910. Siempre objetivo, mi tío Gaspar Rocha Bustamante opina que la foto es muy posterior, incluso postrevolucionaria, cuando aquellos fotógrafos que visitaban los pueblos llevaban diferentes disfraces para sus clientes y ella eligió ese, tal vez para recordar aquella batalla de su adolescencia. No se sabe, nunca se sabrá. Cita y foto tomadas de La Voz de la Frontera, Prof. Emilio Miramontes Ordoñes, Domingo 27 de abril de 1969, num. 327, Mexicali, BC, Director general Jesús Blancornelas.

viernes, 27 de agosto de 2010

Nervotitis


Cada rosa gentil ayer nacida,
cada aurora que apunta entre sonrojos,
dejan mi alma en el éxtasis sumida
nunca se cansan de mirar mis ojos
¡el perpetuo milagro de la vida!

Años ha que contemplo las estrellas
en las diáfanas noches españolas
y las encuentro cada vez más bellas.
Años ha que en el mar conmigo a solas,
¡y aun me pasma el prodigio de las olas!

(del poema Éxtasis)

El 27 de agosto de 1870 nace en Tepic, Nayarit, el poeta y diplomático Amado Nervo, autor de La Amada Inmóvil y cultivador de la lírica modernista que inicia el siglo XX mexicano con una poesía diáfana, musical, de métrica innovadora. A él debemos la inoculación de una especie de virus que circula en nuestra vena poética, fantásticamente cursi y atinada a la vez.

De la tragedia fatal él me ha salvado
Pues bastó sólo que me hallara inmerso
En un dramón de los suyos hecho en verso
Con la garante de llamarse Amado.

Y si la acción común construye un verbo
¿Cómo se escribirá el amor al alma?
Será que de la tempestad sigue la calma
O a la psicología de su apellido Nervo.

Lo dicho. Amado Nervo lo que creó fue una enfermedad, que los músicos mexicanos propagaron hasta la saciedad.



jueves, 26 de agosto de 2010

Las cenizas del abedul


En 1867 arriba al Puerto de Veracruz la fragata francesa La Novara. No llevaría a Europa oro ni especias, su carga inusual era un cadáver, el del archiduque Maximiliano de Habsburgo fusilado el 19 de junio en Querétaro. El cadáver fue enviado a la ciudad de México y embalsamado. En ese proceso le fue hecha una mascarilla que sobrevive en el Museo de las Intervenciones en Río Churubusco y Calzada de Tlalpan.

La mascarilla es de yeso y muestra un rostro pequeño y calvo; la frente de ese hombre joven, amplia y delgada, con profundas oquedades en las sienes, es claramente la de un cadáver; la fina barba rubia del emperador tenuemente impresa sobre sus mejillas; los pómulos resaltados debido a la extrema delgadez, copiado en el lejano año de 1867 por médicos legistas de aquel desorganizado gobierno que retoma Benito Juárez en medio de mil problemas. Las cosas no iban bien en las relaciones internacionales, fuera de la de Estados Unidos, que fue clave en su victoria; expulsa sin embargo a varios ministros latinoamericanos del país, entre ellos los de Guatemala y Ecuador, por supuestas alianzas con los conservadores. También expulsó al ministro español y a los nuncios apostólicos. Y el cadáver de Maximiliano fue la cereza del pastel de aquel año.

- Que el secretario de exteriores se reúna con representantes del gobierno francés para acordar la repatriación del cadáver a su patria.
- El cadáver no va a durar mucho, su excelencia.
- Disponga que se preserve lo mejor posible, que reciba la atención necesaria para aguantar un proceso largo.
- ¿De semanas?
- No, de meses.

El cadáver del malhadado emperador termina ese fantástico sueño de su reinado mexicano el 28 de noviembre de 1867, cinco meses y dos días después de su fusilamiento. Este día se embarca en La Novara el fiambre hacia la fría Europa para servir de abono a algún abedul de algún elegante cementerio.



miércoles, 25 de agosto de 2010

Dudas y temores


“Porque dejaste un mundo de dolores

buscando en otro cielo la alegría
que aquí, si nace, sólo dura un día
y eso entre sombras, dudas y temores.”

El 25 de agosto de 1849 (aunque hay fuentes que afirman que fue el 27), nace el poeta Manuel Acuña, que vio su primera luz en Saltillo, Coahuila, y que fue periodista, estudiante de medicina y de idiomas además de poeta torturado, principalmente por su amada Rosario, a quien dio unos versos inolvidables que aún rondan en nuestras cabezas: “si tú sabes que te quiero, con todo el corazón…”.

Pero le ofreció algo más dramático, en 1873 le dio la vida, suicidándose al no ser correspondido por la inefable Rosario, pues ella era, en su vida... “su única ilusión”.

Tenía 24 años de edad.


martes, 24 de agosto de 2010

El calendario hostil


Si fuéramos puntillosos con las fechas de los acontecimientos históricos, este día festejaríamos el día de la Independencia mexicana, sólo que habría de retrasar su estridente conmemoración al aún lejano 2021. No habría grito, pues todo el protocolo se hizo en relativo silencio dentro de un edificio de Córdoba, Veracruz con la presencia del jefe político de la Nueva España y el comandante del Ejército Trigarante.

Fue entonces que Juan O`Donojú y Agustín de Iturbide firman los Tratados de Córdoba, confirmando el Plan de Iguala que proclamaba la independencia de México. El estandarte virreinal de color pardo, con la cruz morada de San Andrés en su centro, deja de existir este día. Era menester una nueva bandera y, tal vez, algún mito o parafernalia que sirviera a los mexicanos para festejar cada año su independencia e, incluso, llegar a conmemorar su bicentenario. Sin saber si eso era posible, el profesor poblano José Basilio de Unanue escribió en los años cincuenta este chabacano panegírico que representa muy bien toda esa palabrería:

“En Dolores se inicia la Independencia y en Córdoba se consuma, una abre y la otra cierra, una alienta y la otra ejecuta, una enciende la antorcha y la otra funde las cadenas de opresión, una principia con ideales y la otra los hace realidad, una empieza con una campana y la otra termina con una bala y una firma; una lucha y la otra consuma, son pues el alfa y la omega de nuestra Independencia”.

Quién sabe...



lunes, 23 de agosto de 2010

Dios nunca muere


El 23 de agosto de 1896 muere el autor de un histórico vals mexicano que reflexiona sobre la muerte de Dios, concluyendo que Dios nunca muer: “Sé que empieza la vida; empieza, en donde se piensa que la realidad termina.”

Macedonio Alcalá en este vals piensa que la muerte es dejar las cosas que se aman, “la tierra ideal que me vio nacer, pero sé que después habré de gozar la dicha y la paz que en Dios hallaré.”

Alcalá lo comprobó este día cuando muere en su Oaxaca natal de aquel país de don Porfirio que se aprestaba al cambio de siglo, en pleno y desatado romanticismo mexicano.



domingo, 22 de agosto de 2010

El sueño liberal


En su tortuoso peregrinar por los vastos territorios del norte de la república, que momentáneamente devino imperio hacia 1865, Benito Juárez tuvo un sueño: soñó que los telégrafos eléctricos que don Juan de la Granja había presentado en México en 1849 y el presidente Mariano Arista había inaugurado en 1853 ya eran una realidad. En su sueño era posible comunicarse con su aliado el gobernador de Veracruz y le indicaba que llegaría a Nueva Orleáns para viajar de ahí al puerto mexicano; soñaba con comunicarse telegráficamente con el general Ortega que andaba por Oaxaca haciendo la guerrilla republicana a los franceses y le daba instrucciones de esperar un mes para dar tiempo para su arribo a Veracruz. Eran dos comunicaciones vitales para su lucha, pero también, reflexionó despierto, era un sueño.

La implantación del telégrafo en el norte y sur del país obedeció a un plan global de instalación de líneas en la República, con miras a proteger la integridad territorial de aquella promesa de nación, fuertemente amenazada con invasiones extranjeras e intentos de independencias regionales. A cuatro años de la muerte de Benito Juárez, Porfirio Díaz toma el poder, en 1876, luego de la llamada Revolución de Tuxtepec, que dejó fuera de combate al gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada. El país vivía una de sus jornadas de mayor violencia y anarquía de su historia independiente. Levantamientos, invasiones y traiciones eran el pan de cada día. Los Estados Unidos (cuya ambición no querían ni imaginar aquellos mexicanos independientes), no se había saciado con la anexión de más del mitad del territorio en 1847. Los generales mexicanos, ávidos de aventuras y poder, no acababan de asimilar la victoria juarista sobre el malhadado imperio de Maximiliano cuando ya se obstinaban en insubordinarse.

El telégrafo llega al Norte y al Sur en 1882 no por obra de la casualidad, como las vías férreas que tuvieron una justificación económica extranjera; el trazo de las líneas telegráficas fue de norte a sur para el cuidado de las fronteras, y de oriente a poniente para el de las costas, un plan inminente de defensa nacional que urgía esa comunicación de las orillas con el centro. Y así como había que estar pendientes de los amenazados territorios del norte –invasiones filibusteras en Sonora y Baja California-, de los peleados territorios del sur –Guatemala todavía discutía derechos sobre Chiapas-, también había que estarlo de las inmensas costas mexicanas que sumaban 10 mil kilómetros de litorales, pues fue a través de ellas por donde el país había recibido el mayor número de invasiones en su historia, empezando por la de Cortés.

Ayudados por brillantes ministros de fomento, cartera encargada de las comunicaciones en el XIX, los gobiernos desde Maximiliano hasta Díaz fueron los responsables de crear la Red Telegráfica Nacional que a finales de siglo tenían sobre sus postes 70 mil kilómetros de líneas, que no es poco bajo ninguna circunstancia. Y el éxito lo disfrutó don Porfirio, fue el ganón; cosechó el significativo avance que los telégrafos junto al ferrocarril causaron en las condiciones de la patria y no es exagerado decir que gracias a ellos consolidó y mantuvo su poder, aunque al final también hayan sido protagonistas de la debacle del cansado Porfiriato.

La paradoja es que también el telégrafo claudicó, se extinguió. Después de la Revolución la historia del telégrafo es la de una paulatina decadencia que tardó más de lo necesario en disolverse. El avance de las telefonía en los años veinte y la aparición de la radiodifusión relegaron las necesidades sociales de la telegrafía Morse e instalaron la telecomunicación en las nuevas instancias de la modernidad.



sábado, 21 de agosto de 2010

La última carcajada


Cuando yo era chico el PRI era una forma de vida, más que un simple partido político. Las elecciones estaban ganadas de antemano y las candidaturas se peleaban entre las confederaciones de trabajadores, campesinos y maestros y las cuotas de poder de la gran familia revolucionaria, que gobernaba a base de feudos regionales este inmenso territorio en donde lo único sagrado era la decisión del señor presidente y la imagen de la virgencita de Guadalupe; todo lo demás se negociaba con dinero, prebendas, chayotes, palancas, guayabazos, amenazas, manotazos y corrupción. Crímenes, pero no en los números de ahora. Con todo, el sistema funcionaba. Los famosos planes de desarrollo inyectaban grandes cantidades de recursos cada sexenio en amplias zonas del país. “Haz obra, que algo sobra”, filosofaban. Como construir será siempre un gran negocio se hicieron en esa dinámica presas, multifamiliares, escuelas, edificios públicos. Había una especie de proyecto político institucional que les permitió planear cosas a largo y mediano plazo, una suerte de política de Estado con mando vertical y funcional, todos los atributos que puedan encontrársele menos el democrático. Cero democracia, los ciudadanos nomás obedecíamos las decisiones que muy pocos tomaban. Con todo así se formaron las instituciones que son algo tan común para los mexicanos como el IMSS, el Infonavit, el Issste, Banrural, la conasupo. Instrumentos de servicio público súper masivo que sólo es posible construir en un estado de gobernabilidad y a largo plazo. Y eso fue lo que vivimos entre los años setenta y noventa, hasta el cambio de siglo. Todo eso no impidió que los mexicanos de finales de siglo tuviéramos un resentimiento casi familiar con el viejo partido y lo condenáramos a la derrota. Estábamos hartos del PRI a pesar de habernos servido de él toda la vida, porque no conocíamos otra cosa.

El 21 de agosto de 1994 el PRI arrasa por última vez en unas elecciones federales, con su candidato sustituto Ernesto Zedillo, que gana la presidencia y controla el legislativo a la usanza del siglo XX. Lo acusan de entregar el poder a la oposición, pero lo importante no es si lo hizo, sino que entregó ese poder omnímodo pacíficamente. Nunca imaginé que el PRI dejara el poder sin alguna forma de violencia, pero lo hizo.

En el año 2000 los ciudadanos mexicanos estrenamos un organismo electoral renovado, el IFE de José Woldenberg, sin los históricos vicios del pasado. Aunque pronto lo perdimos de nuevo. Pero ahí está el germen y, sobre todo, ahí está Woldy.



viernes, 20 de agosto de 2010

La caza del león


Tras haberse ganado su confianza durante meses, el agente Jaques Monard, conocido en 1940 como Ramón Mercader, llega la tarde del 20 de agosto a la casa del exjefe revolucionario ruso, León Trotski, en la calle de Viena número 19, en Coyoacán, Distrito Federal, decidido a completar su misión.

La vigilancia, que había tenido varios incidentes en defensa de la vida del comunista ruso, le permite el paso, pues ya Mercader era hombre de confianza, novio incluso de una de las mujeres de la casa. Trotski lo recibe en su estudio y la conversación gira en torno a las novedades del día: la guerra en Europa, Diego Rivera que siempre era noticia y cosas por el estilo. Al cabo de un rato, con Trotski de espaldas, Mercader extrae un piolet, herramienta de alpinismo, y asesta varios golpes sobre la cabeza del anciano.

Trotski voltea y lo mira descontrolado, sangra abundantemente pero, para sorpresa de Mercader, no cae inconsciente, sino que hace aún por defenderse. Seguro de haber dado golpes mortales, Mercader huye por donde había llegado, mientras el líder Trotski se debate entre la vida y la muerte.

Al día siguiente, no obstante los esfuerzos del eminente médico Gustavo Baz, León Trotski muere en el país que lo acogió de acuerdo a su dignidad, pero muy lejos de su patria.



jueves, 19 de agosto de 2010

¡A marchar!


El 19 de agosto de 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, el gobierno del general Manuel Ávila Camacho decreta la Ley del Servicio Militar Nacional, con carácter obligatoria, a todos los jóvenes varones que hubieran cumplido los veintiún años de edad.

En 1970 la mayoría de edad para los mexicanos bajó de los 21 a los 18 años, incrementando no sólo el número de votantes en aquellas inútiles elecciones donde el PRI no dejaba ni migajas a la oposición, sino también el de consumidores legales de alcohol y comensales de los bares.

El servicio militar que presuntamente recibimos los jóvenes en los años setentas –y antes y después- fue poco menos que una vacilada. Consistía en levantarse muy temprano los domingos y asistir a la zona militar de la localidad con pantalón de mezclilla, tenis, camiseta blanca y un corte de pelo militar. Un cabo de aspecto temible le gritaba a uno durante dos horas, marchábamos en un campo la mitad del tiempo, hacíamos filas, nos gritaban algunas instrucciones higiénicas, sexuales y sociales y nos dejaban ir. En el corto tiempo que asistí, pues ¡lotería!, iría a estudiar a la ciudad de México, nunca vi un arma, recibí alguna instrucción militar y mucho menos disparé nada, así que como reserva para defender el territorio nacional dejaba mucho qué desear. Las guerrillas estaban en su apogeo, los jóvenes universitarios caían en la tentación de la vía armada para liberar al país del imperialismo; había una gran impotencia y rabia juvenil contra las generaciones precedentes que no estaban a la altura de sus aspiraciones y los nuevos tiempos; una gran incomprensión social y generacional. Supongo que esta era la lógica del gobierno: “no les enseñaremos a pelear para tenerlos mañana de enemigos”. Y tal vez no le faltaba razón.

Durante los sesenta años siguientes, aquella ley de 1942 fue la llave maestra para una buena cantidad de trámites legales y sociales, desde sacar el pasaporte hasta tomarse una cervecita en algún bar: “su cartilla, joven”.


La foto (detalle) tomada de: http://www.acces.bicentenario.gob.mx/



miércoles, 18 de agosto de 2010

La danza de Roman


La única vez que entré al cine sin que nadie recogiera mi boleto fue en 1979, cuando ingresé por un alto ventanal a través del vidrio. No traspasé el vidrio, claro, traspasé la ventana y el enorme vidrio quedó hecho añicos bajo las pisadas de la turba, milagrosamente indemne. El cineclub estaba a un lado de la UNAM, se llamaba el CUC y pertenecía a una orden religiosa que no recuerdo, pero que programó algunas de las mejores películas de mi vida. La tarde en cuestión exhibían La danza de los vampiros, de Roman Polanski, un director polaco con cara de niño que había visto como actor recientemente en una antiquísima película de Andrej Wayda llamada Paisaje después de la batalla, o algo así, sobre la resistencia en Varsovia contra los nazis. Ahí estaba Polanski muy jovencito.

La danza de los vampiros fue suficientemente satisfactoria como para anotar a Polanski entre mis directores favoritos y asegurar mi presencia en sus filmes subsecuentes (y los anteriores, pues La Danza fue su catorceava película), cosa que por supuesto hice, con resultados ambivalentes.

Nunca más pude ver la frescura de La danza de los vampiros, aunque sin duda disfruté de películas como Chinatown, El bebé de Rosmary, El Inquilino, Tess y El Pianista, entre otras que ya no recuerdo. Me entristeció mucho su situación legal derivada de la relación que tuvo con una adolescente, lo que le cerró para siempre las puertas de Hollywood y los grandes presupuestos. Todavía anda en esas, que si lo detienen, que si lo sueltan, que si ya es hombre libre.

Roman Polanski nació el 18 de agosto de 1933 en París, pero sus padres lo llevaron a Polonia muy pequeño al valorar que Francia no era un sitio seguro para una familia con antecedentes judíos. Así les fue. Con todo, hoy es su aniversario.



martes, 17 de agosto de 2010

¿Tienes una pistola?


"¿Es una pistola lo que tienes en el bolsillo o es que te alegras de verme?" sería una frase pesada y de mal gusto hoy en día, pero Mae West la pronunció en la década de los veinte y esa era una de sus muchas especialidades: el albur.

El 17 de agosto de 1892 nació Mae West, nombre que a las últimas tres generaciones tal vez no les diga nada, pero que removió los corazones de nuestros abuelos y bisabuelos por más de medio siglo.

Mae West fue la Marylin Monroe del origen del cine; símbolo sexual y la primera actriz holliwoodense que causó revuelo por su provocativa e irreverente actitud. Su famosa actuación en la cinta Sex de 1926 le valió no un Oscar, que todavía no existían, pero sí seis días de prisión.

La incansable rubia platinada filmó películas durante 67 años, desde A la Broadway en 1911 hasta Sextette en 1978, apenas dos años antes de su muerte en noviembre de 1980.