En su tortuoso peregrinar por los vastos territorios del norte de la república, que momentáneamente devino imperio hacia 1865, Benito Juárez tuvo un sueño: soñó que los telégrafos eléctricos que don Juan de la Granja había presentado en México en 1849 y el presidente Mariano Arista había inaugurado en 1853 ya eran una realidad. En su sueño era posible comunicarse con su aliado el gobernador de Veracruz y le indicaba que llegaría a Nueva Orleáns para viajar de ahí al puerto mexicano; soñaba con comunicarse telegráficamente con el general Ortega que andaba por Oaxaca haciendo la guerrilla republicana a los franceses y le daba instrucciones de esperar un mes para dar tiempo para su arribo a Veracruz. Eran dos comunicaciones vitales para su lucha, pero también, reflexionó despierto, era un sueño.
La implantación del telégrafo en el norte y sur del país obedeció a un plan global de instalación de líneas en la República, con miras a proteger la integridad territorial de aquella promesa de nación, fuertemente amenazada con invasiones extranjeras e intentos de independencias regionales. A cuatro años de la muerte de Benito Juárez, Porfirio Díaz toma el poder, en 1876, luego de la llamada Revolución de Tuxtepec, que dejó fuera de combate al gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada. El país vivía una de sus jornadas de mayor violencia y anarquía de su historia independiente. Levantamientos, invasiones y traiciones eran el pan de cada día. Los Estados Unidos (cuya ambición no querían ni imaginar aquellos mexicanos independientes), no se había saciado con la anexión de más del mitad del territorio en 1847. Los generales mexicanos, ávidos de aventuras y poder, no acababan de asimilar la victoria juarista sobre el malhadado imperio de Maximiliano cuando ya se obstinaban en insubordinarse.
El telégrafo llega al Norte y al Sur en 1882 no por obra de la casualidad, como las vías férreas que tuvieron una justificación económica extranjera; el trazo de las líneas telegráficas fue de norte a sur para el cuidado de las fronteras, y de oriente a poniente para el de las costas, un plan inminente de defensa nacional que urgía esa comunicación de las orillas con el centro. Y así como había que estar pendientes de los amenazados territorios del norte –invasiones filibusteras en Sonora y Baja California-, de los peleados territorios del sur –Guatemala todavía discutía derechos sobre Chiapas-, también había que estarlo de las inmensas costas mexicanas que sumaban 10 mil kilómetros de litorales, pues fue a través de ellas por donde el país había recibido el mayor número de invasiones en su historia, empezando por la de Cortés.
Ayudados por brillantes ministros de fomento, cartera encargada de las comunicaciones en el XIX, los gobiernos desde Maximiliano hasta Díaz fueron los responsables de crear la Red Telegráfica Nacional que a finales de siglo tenían sobre sus postes 70 mil kilómetros de líneas, que no es poco bajo ninguna circunstancia. Y el éxito lo disfrutó don Porfirio, fue el ganón; cosechó el significativo avance que los telégrafos junto al ferrocarril causaron en las condiciones de la patria y no es exagerado decir que gracias a ellos consolidó y mantuvo su poder, aunque al final también hayan sido protagonistas de la debacle del cansado Porfiriato.
La paradoja es que también el telégrafo claudicó, se extinguió. Después de la Revolución la historia del telégrafo es la de una paulatina decadencia que tardó más de lo necesario en disolverse. El avance de las telefonía en los años veinte y la aparición de la radiodifusión relegaron las necesidades sociales de la telegrafía Morse e instalaron la telecomunicación en las nuevas instancias de la modernidad.
La implantación del telégrafo en el norte y sur del país obedeció a un plan global de instalación de líneas en la República, con miras a proteger la integridad territorial de aquella promesa de nación, fuertemente amenazada con invasiones extranjeras e intentos de independencias regionales. A cuatro años de la muerte de Benito Juárez, Porfirio Díaz toma el poder, en 1876, luego de la llamada Revolución de Tuxtepec, que dejó fuera de combate al gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada. El país vivía una de sus jornadas de mayor violencia y anarquía de su historia independiente. Levantamientos, invasiones y traiciones eran el pan de cada día. Los Estados Unidos (cuya ambición no querían ni imaginar aquellos mexicanos independientes), no se había saciado con la anexión de más del mitad del territorio en 1847. Los generales mexicanos, ávidos de aventuras y poder, no acababan de asimilar la victoria juarista sobre el malhadado imperio de Maximiliano cuando ya se obstinaban en insubordinarse.
El telégrafo llega al Norte y al Sur en 1882 no por obra de la casualidad, como las vías férreas que tuvieron una justificación económica extranjera; el trazo de las líneas telegráficas fue de norte a sur para el cuidado de las fronteras, y de oriente a poniente para el de las costas, un plan inminente de defensa nacional que urgía esa comunicación de las orillas con el centro. Y así como había que estar pendientes de los amenazados territorios del norte –invasiones filibusteras en Sonora y Baja California-, de los peleados territorios del sur –Guatemala todavía discutía derechos sobre Chiapas-, también había que estarlo de las inmensas costas mexicanas que sumaban 10 mil kilómetros de litorales, pues fue a través de ellas por donde el país había recibido el mayor número de invasiones en su historia, empezando por la de Cortés.
Ayudados por brillantes ministros de fomento, cartera encargada de las comunicaciones en el XIX, los gobiernos desde Maximiliano hasta Díaz fueron los responsables de crear la Red Telegráfica Nacional que a finales de siglo tenían sobre sus postes 70 mil kilómetros de líneas, que no es poco bajo ninguna circunstancia. Y el éxito lo disfrutó don Porfirio, fue el ganón; cosechó el significativo avance que los telégrafos junto al ferrocarril causaron en las condiciones de la patria y no es exagerado decir que gracias a ellos consolidó y mantuvo su poder, aunque al final también hayan sido protagonistas de la debacle del cansado Porfiriato.
La paradoja es que también el telégrafo claudicó, se extinguió. Después de la Revolución la historia del telégrafo es la de una paulatina decadencia que tardó más de lo necesario en disolverse. El avance de las telefonía en los años veinte y la aparición de la radiodifusión relegaron las necesidades sociales de la telegrafía Morse e instalaron la telecomunicación en las nuevas instancias de la modernidad.
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