El 19 de agosto de 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, el gobierno del general Manuel Ávila Camacho decreta la Ley del Servicio Militar Nacional, con carácter obligatoria, a todos los jóvenes varones que hubieran cumplido los veintiún años de edad.
En 1970 la mayoría de edad para los mexicanos bajó de los 21 a los 18 años, incrementando no sólo el número de votantes en aquellas inútiles elecciones donde el PRI no dejaba ni migajas a la oposición, sino también el de consumidores legales de alcohol y comensales de los bares.
El servicio militar que presuntamente recibimos los jóvenes en los años setentas –y antes y después- fue poco menos que una vacilada. Consistía en levantarse muy temprano los domingos y asistir a la zona militar de la localidad con pantalón de mezclilla, tenis, camiseta blanca y un corte de pelo militar. Un cabo de aspecto temible le gritaba a uno durante dos horas, marchábamos en un campo la mitad del tiempo, hacíamos filas, nos gritaban algunas instrucciones higiénicas, sexuales y sociales y nos dejaban ir. En el corto tiempo que asistí, pues ¡lotería!, iría a estudiar a la ciudad de México, nunca vi un arma, recibí alguna instrucción militar y mucho menos disparé nada, así que como reserva para defender el territorio nacional dejaba mucho qué desear. Las guerrillas estaban en su apogeo, los jóvenes universitarios caían en la tentación de la vía armada para liberar al país del imperialismo; había una gran impotencia y rabia juvenil contra las generaciones precedentes que no estaban a la altura de sus aspiraciones y los nuevos tiempos; una gran incomprensión social y generacional. Supongo que esta era la lógica del gobierno: “no les enseñaremos a pelear para tenerlos mañana de enemigos”. Y tal vez no le faltaba razón.
Durante los sesenta años siguientes, aquella ley de 1942 fue la llave maestra para una buena cantidad de trámites legales y sociales, desde sacar el pasaporte hasta tomarse una cervecita en algún bar: “su cartilla, joven”.
La foto (detalle) tomada de: http://www.acces.bicentenario.gob.mx/
En 1970 la mayoría de edad para los mexicanos bajó de los 21 a los 18 años, incrementando no sólo el número de votantes en aquellas inútiles elecciones donde el PRI no dejaba ni migajas a la oposición, sino también el de consumidores legales de alcohol y comensales de los bares.
El servicio militar que presuntamente recibimos los jóvenes en los años setentas –y antes y después- fue poco menos que una vacilada. Consistía en levantarse muy temprano los domingos y asistir a la zona militar de la localidad con pantalón de mezclilla, tenis, camiseta blanca y un corte de pelo militar. Un cabo de aspecto temible le gritaba a uno durante dos horas, marchábamos en un campo la mitad del tiempo, hacíamos filas, nos gritaban algunas instrucciones higiénicas, sexuales y sociales y nos dejaban ir. En el corto tiempo que asistí, pues ¡lotería!, iría a estudiar a la ciudad de México, nunca vi un arma, recibí alguna instrucción militar y mucho menos disparé nada, así que como reserva para defender el territorio nacional dejaba mucho qué desear. Las guerrillas estaban en su apogeo, los jóvenes universitarios caían en la tentación de la vía armada para liberar al país del imperialismo; había una gran impotencia y rabia juvenil contra las generaciones precedentes que no estaban a la altura de sus aspiraciones y los nuevos tiempos; una gran incomprensión social y generacional. Supongo que esta era la lógica del gobierno: “no les enseñaremos a pelear para tenerlos mañana de enemigos”. Y tal vez no le faltaba razón.
Durante los sesenta años siguientes, aquella ley de 1942 fue la llave maestra para una buena cantidad de trámites legales y sociales, desde sacar el pasaporte hasta tomarse una cervecita en algún bar: “su cartilla, joven”.
La foto (detalle) tomada de: http://www.acces.bicentenario.gob.mx/
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