En los inicios de la década de los años cincuenta, Puebla y el país saborearon otra
clase de objetos y circunstancias que no existían antes de la segunda guerra
mundial, concluida cinco años antes; los habitantes de la capital del Estado se habían modernizado de
muchas formas, pero la modernidad sobrellevaba también novedosos rudimentos que
se usaban en un moderno uso del poder, una moderna represión militar, las
telecomunicaciones satelitales, las olimpiadas y las crisis económicas de un
país con finanzas sanas. Ahí es donde corre este relato de Don Rafael Moreno
Serrano, cuando una serie de infaustos eventos lo dejaron sin chamba. A raíz de
eso, a los 29 años, ingresó al servicio de la policía federal.
Mi
madre, más grande, no necesitaba ya de hombre para vivir con él, entonces yo
era el señor de la casa, llegaba yo con mi salario y le daba para su necesidad.
Mi madre, para ayudarme, en la puerta del zaguán, hacía un tonel así de tamales
y se ponía a vender. ¡Cómo vendía!, yo me acuerdo que tenía clientes de que les
hacía unos tamalotes grandotes de a diez centavos. Y con eso también nos
ayudábamos. Desayunábamos molotes, cenábamos tamales y, bueno, estando contenta
la familia, hasta los frijoles son sabrosos ¿no? Entonces éramos felices, pero
empezó a transcurrir la vida de un modo y de otro, hasta que ya, le digo a
usted, yo me casé, saqué a mi novia del baile, porque era la que guardaba la
ropa, nos hicimos novios, nos gustamos, le presenté a mi mamá, se
comprendieron, nos casamos y tuvimos dos niñas, que fueron María Luisa y Lulú,
pero, cómo le diré a usted, dilató muy poco tiempo en que se murió también mi
esposa, y como le digo a usted, que el hombre no puede estar solo, entonces
conocí a mi esposa, bendito sea Dios,
conocí a mi esposa, nos comprendimos, nos amoldamos a lo que era ella, que
tenía una tienda, su mamá; mi suegro dilató cien años, mi suegra noventa y
cinco años; mi cuñada con la que nos alcahueteaba, salíamos los tres a Cholula,
a días de campo aquí, allá y acullá,
pues no somos perennes, de algún modo tenemos que morir. Y se murió mi
cuñada, pobrecita, me tenía mucho cariño. Ay, cuidadete que se enojara mi
esposa conmigo, le ponía unas regañadas tremendas. “No seas tonta, hermana, le
decía, ahora en estos tiempos…” Total que siempre sacaba la cara por mí, hasta
el último montón de tierra le echamos y ya se murió.
Nosotros
vivíamos ahí en la 7 poniente, donde estaba la gasolinera Candias. Hubo un
momento en que, pues, cómo le diré a usted, tenemos esa creencia tonta o buena o
regular o qué sé yo, que paga uno el noviciado, me fui para abajo, no era yo
borracho, no era trasnochador, pero llegó el momento en que perdí el trabajo,
no sé por qué. Pero llegó el momento en que me fui de chalán ahí en la
gasolinera, me admitió el señor Candia, muy buen amigo, le dije: “¿me da usted
permiso que yo venga yo a servir el agua, a barrer para que me den una ayuda?”.
Claro que sí. Entonces ahí andaba yo. Tenía que estar buscando para llegar a
casa con la papa para mi mamá, para mi esposa y ya para dos hijas. Sí, hombre,
le digo a usted que me las vi feas. Ya no sabía yo ni en qué. Me volví abonero,
traía ropa de México –con perdón de usted–, pantaletas, ropa interior,
brasieres, quién sabe qué tantas cosas de mujeres, las daba yo en abonos, y
cada quince días iba yo a recoger. Iba a Correo Mayor, atrás del Palacio
Nacional, ahí había varias fábricas que vendían en cantidad y a buen precio.
Ahí venía yo cargado en el camión. Total que se me ocurre dejar eso, me fui a
México a trabajar, locuras de muchachos que les importa a uno poco, al fin que
mi mamá se ayudaba con mi esposa, ahí estaban los tamales que vendían en la
puerta. Traía yo lo que ganaba allá. Y me decía: “ya deja eso, está sola aquí
tu mujer”, pero dilaté un poquito de tiempo.
Me iba
al cine, a las luchas, al box, a donde me alcanzaba, pero no se aguanta uno en
ese plan, que me regreso de nuevo, a chambear aquí de lo que fuera. Hasta que
un día que veo que solicitaban altas en la policía. Ya tenía yo como 29 años.
(Rafael Moreno Serrano)
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