domingo, 14 de febrero de 2010

Día del telegrafista


Eran las siete y media de la tarde del 13 de febrero de 1933 cuando el general Miguel M. Acosta se enteró que los telegrafistas habían roto y echado a la basura una orden enviada por él, a todas las administraciones del país, que ordenaba a los telegrafistas ponerse bajo el mando de los empleados de correos. Acosta explotó en su famosa cólera que había ganado fama en las recientes batallas revolucionarias, descendió precipitadamente las escaleras del Palacio de Comunicaciones, salió y caminó los escasos metros que lo separaban del Edificio de Telégrafos, entró intempestivo a la sala de aparatos y se enfrentó ruidosamente a los telegrafistas insubordinados. Lo acompañaba el subdirector Tornel.

Un testigo del hecho, periodista de oficio, pero telegrafista, Isaac López y Fuentes (*), relata que el General Acosta, que era un "hombre de temperamento irritable", bajó a la sala de aparatos "increpando en forma violenta y ruda al personal". Y como no faltó quien se le enfrentara para reclamarle su negativa de audiencia, el General Acosta dictó el cese inmediato de todo el turno. Pero alguien enfrentó al iracundo general: "estando el general con botas y fuete en la mano, amonestando personalmente a los telegrafistas descarriados, la señorita Celia Heredia se levantó de su asiento y por encima de todos, arriba de una de las mesas de trabajo, dijo al general:

- Nada tiene usted que estar haciendo aquí. Usted, con su simple presencia, con su festinado lujo de fuerza bruta que le dan sus botas de recluta, profana este sagrado templo de trabajo.

Tartamudeante, según era su modo en los momentos difíciles, a decir de su "hermano" Gonzalo N. Santos (**), ordenó a Martínez Tonel el cese inmediato de más de doscientos empleados que componían el turno.

El 14 de febrero, en pleno día del amor y la amistad, los telegrafistas se declaran en huelga general sin ninguna planeación ni táctica política. Equivocaron prácticamente todos sus movimientos; utilizaron el chantaje sentimental como principal argumento: "los telegrafistas dimos nuestra sangre en la Revolución"; no atendieron en absoluto los detalles jurídicos de su movimiento de huelga, o paro, por lo que, jurídicamente, en efecto, su movimiento fue ilegal. Insistieron en hablar con Calles (el mandamás), en lugar de hacerlo con el presidente Rodríguez, lo que permitió a las autoridades ganar tiempo y confundir más las cosas. Ese mismo día fue ordenada la primera requisa de un sistema de comunicaciones, que se haría frecuente después con los telefonistas.

La única triste verdad no provenía del autoritarismo sino de la ciencia. El telégrafo Morse había perdido su estilo. Era el antecedente de los actuales servicios de comunicación, pero sólo eso, antecedente. El telégrafo estaba sufriendo cambios técnicos sin precedentes en su historia de ochenta años. El telegrafista al que se refirió La Prensa en sus editoriales ("es un profesionista, no un burócrata cualquiera") es la imagen del telegrafista de La Reforma, aquellos que instruyó el empresario Juan de la Granja a mediados del Siglo XIX; o la imagen del telegrafista porfiriano, elemento clave para la comunicación expedita del Norte con el Sur, del Centro con las costas, que contribuyó a la pacificación militar de Díaz y a la delimitación del territorio nacional, al lado del ferrocarril. Para no hablar del telegrafista de la Revolución, que fue clave en tantas rupturas y batallas.

Ese telegrafista ya no era el de los años treinta. Ahora los medios de comunicación habían adelantando enormemente. Casi un ciento de radiodifusoras establecidas en el país. Los teléfonos se convertían en un instrumento de uso permanente. El plan de Acosta era arbitrario, al fusionar correos y telégrafos con un decreto de ocho líneas se pasaba por alto el papel de los telegrafistas en la historia, su presencia efectiva en las principales relaciones del país y sus habitantes. Eran personajes especiales que no merecían ser tratados con ese desprecio, menos humillarlos subordinándolos a los empleados de Correos.

"La fusión sólo sirvió para hundir más y más al telégrafo en la ineficacia pública -concluye taciturno su denuncia López Fuentes-, casi despreciable, cubierta de acres censuras, lápidas con los epítetos más crueles y sangrantes de quienes sufrieron trastornos en sus negocios o sus intereses de orden familiar".

El presidente Cárdenas mantuvo la fusión de los servicios, y hasta el periodo de Manuel Ávila Camacho, la fusión demostró ser "una mala medida tomada en el pasado". En 1942, los telégrafos y los correos volvieron a ser instituciones separadas. Pero los telegrafistas nunca volvieron a ser lo que habían sido. Fue así que se definieron como una nación desaparecida, un linaje proscrito y se autonombraron La Raza de la Hebra, designando el 14 de febrero como Día del Telegrafista mexicano.

Hay un detalle que me sorprende de los telegrafistas de antaño y los seres tecnológicos que ahora somos, pegados a un computador. Hace 160 años vemos a los telegrafistas frente a sus magnetas, la mano derecha ocupada en mandar estímulos eléctricos a través de la clave: punto raya raya punto; ahora, vemos a los seres cibernéticos frente a su ordenador, enviando estímulos eléctricos con su mano derecha a través del Mouse: bit, bit, bit. Es decir, nos volvimos todos telegrafistas.

* Isaac López Fuentes, Semblanza Trágica del Telégrafo y los Telegrafistas Nacionales, publicado por el autor, México, 1947, p. 19
** Gonzálo N. Santos, Memorias, Grijalvo, México, 1986, p. 146. Otras referencias al general Acosta, “su hermano”, en páginas: 56, 499, 500, 837 y 838.

Este es un fragmento modificado de mi libro: La Raza de la Hebra, historia del telégrafo Morse en México.



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