Un poco más al sur de Perisur, sobre Insurgentes, queda la Villa Olímpica, que el gobierno construyó para las olimpiadas de 1968. Mientras estudiaba en la ENAH, que queda enfrente, detrás de las ruinas de Cuicuilco, tuve el gusto de vivir ahí, que entonces era una especie de ghetto destinado a residentes extranjeros, generalmente asilados de las dictaduras sudamericanas. Mi sorpresa fue mayúscula cuando, años después, revisando un libro de antropología, encontré esta foto institucional de la escuela en donde aparezco en mi trayecto hacia la villa.
La villa olímpica a principios de los ochenta estaba llena de argentinos y otros extranjeros. Los mexicanos éramos rarezas en los veintitantos edificios, entre los que había intercambio de habitantes. Yo viví en tres edificios diferentes. Unos más cómodos que otros. El 21, que estaba al fondo, era muy agradable. Ahí renté una recámara de las cuatro disponibles. En los otros cuartos había parejas de chilenos, argentinos, peruanos, y unos franceses que llegaban intermitentemente. También pasó un ecuatoriano. De aquí quedaron amistades entrañables, que aún conservo. También viví en un edificio de la entrada, creo que el 3, ahí me dio refugio un uruguayo que resultó ser maestro de cine del Cuec. Compartía con una puertorriqueña insoportable y una preciosa mexicana con la que hice fecunda amistad. Circulaba el Nórdico por ahí –pues era del Cuec, claro- y una tribu cineastófila algo extravagante con la que yo imponía una táctica infalible: no pelarlos. Me metía a mi recámara a pintar o a leer, porque entonces nadie tenía televisión. Hice cien cuadros de cartón perforado en esa casa, congenié con Daniel y nos hicimos buenos amigos, comimos hongos mazatecos una noche inolvidable y nos tocó el terremoto del 85 en ese octavo piso. Fue una etapa de intensa actividad sexual. Me visitaban mis amigas y no tenía compromiso formal con ninguna de ellas. Ni ellas conmigo, por supuesto. La vida era un papalote y el sida era apenas una exótica noticia de homosexuales extranjeros. Muchas amistades y mucha cama. Tenía 28 años.
De Daniel conservo por desgracia sólo una colección de folletos de pintura que le estoy guardando. Son como cien ejemplares sueltos de Pinacoteca de los Genios y otra colección similar que he disfrutado tanto como disfruté su colección casi completa de Novela Negra de Bruguera. También sus revistas extranjeras. Por desgracia no volví a saber de él, y si lo viera, le entregaría su colección. A ese edificio llegué porque fui desalojado con violencia de uno que estaba más a la entrada de la Villa, regenteado por una robusta venezolana, que recibía religiosamente mi renta y la de una catalana que estudiaba biología en la UNAM, pero que abusó de nuestra confianza. No la catalana, sino la venezolana. Una mañana, derrumbando la puerta, entraron a la casa 20 hombres y nos sacaron a jalones, dejando nuestras cosas sobre las escaleras del segundo piso. Problemas para la venezolana -que era una persona amable y algo reventada, con quien tenía excelente relación-, porque de ella era el noventa por ciento del menaje de la casa: sala, cocina, todo. Yo saqué mi colchón y mis libros, también una mesa y mi ropa, y le pedí asilo de emergencia a Da Silveira, pues sabía que tenía el cuarto de Pancho desocupado. Apilé su voluminosa biblioteca, me acomodé como pude ¿y el colchón de Pancho? le pregunté a Daniel. Tíralo. En la noche lo bajé por el elevador y lo dejé “tirado” en aquel mezanine eternamente desierto.
Nunca me han asustado mucho los temblores, y el 19 de septiembre de 1985 estaba en mi cama del piso ocho cuando comenzó el terremoto. Como estaba junto a la ventana, me asomé en los primeros segundos para ver cómo se movía el edificio, aún sin levantarme de la cama. Fue cuando ocurrió el segundo jalón, que me hizo reaccionar y levantarme como impulsado por un resorte. El edificio crujía y los escasos muebles de mi cuarto se movían para todos lados. Abrí la puerta y me encontré con un cadáver uruguayo apoyado en el quicio, reconocí el enorme bigote de Daniel, que apenas musitó una frase: “está muy fuerte”. Luego de larguísimos segundos el terremoto cedió, volvió la tranquilidad a la Villa olímpica y comenzaron a salir las familias a las explanadas. Sabíamos que algo habría ocurrido en la ciudad, pero no teníamos televisión, ni radio, ni nada. En el transcurso del día nos fuimos enterando.
La villa olímpica a principios de los ochenta estaba llena de argentinos y otros extranjeros. Los mexicanos éramos rarezas en los veintitantos edificios, entre los que había intercambio de habitantes. Yo viví en tres edificios diferentes. Unos más cómodos que otros. El 21, que estaba al fondo, era muy agradable. Ahí renté una recámara de las cuatro disponibles. En los otros cuartos había parejas de chilenos, argentinos, peruanos, y unos franceses que llegaban intermitentemente. También pasó un ecuatoriano. De aquí quedaron amistades entrañables, que aún conservo. También viví en un edificio de la entrada, creo que el 3, ahí me dio refugio un uruguayo que resultó ser maestro de cine del Cuec. Compartía con una puertorriqueña insoportable y una preciosa mexicana con la que hice fecunda amistad. Circulaba el Nórdico por ahí –pues era del Cuec, claro- y una tribu cineastófila algo extravagante con la que yo imponía una táctica infalible: no pelarlos. Me metía a mi recámara a pintar o a leer, porque entonces nadie tenía televisión. Hice cien cuadros de cartón perforado en esa casa, congenié con Daniel y nos hicimos buenos amigos, comimos hongos mazatecos una noche inolvidable y nos tocó el terremoto del 85 en ese octavo piso. Fue una etapa de intensa actividad sexual. Me visitaban mis amigas y no tenía compromiso formal con ninguna de ellas. Ni ellas conmigo, por supuesto. La vida era un papalote y el sida era apenas una exótica noticia de homosexuales extranjeros. Muchas amistades y mucha cama. Tenía 28 años.
De Daniel conservo por desgracia sólo una colección de folletos de pintura que le estoy guardando. Son como cien ejemplares sueltos de Pinacoteca de los Genios y otra colección similar que he disfrutado tanto como disfruté su colección casi completa de Novela Negra de Bruguera. También sus revistas extranjeras. Por desgracia no volví a saber de él, y si lo viera, le entregaría su colección. A ese edificio llegué porque fui desalojado con violencia de uno que estaba más a la entrada de la Villa, regenteado por una robusta venezolana, que recibía religiosamente mi renta y la de una catalana que estudiaba biología en la UNAM, pero que abusó de nuestra confianza. No la catalana, sino la venezolana. Una mañana, derrumbando la puerta, entraron a la casa 20 hombres y nos sacaron a jalones, dejando nuestras cosas sobre las escaleras del segundo piso. Problemas para la venezolana -que era una persona amable y algo reventada, con quien tenía excelente relación-, porque de ella era el noventa por ciento del menaje de la casa: sala, cocina, todo. Yo saqué mi colchón y mis libros, también una mesa y mi ropa, y le pedí asilo de emergencia a Da Silveira, pues sabía que tenía el cuarto de Pancho desocupado. Apilé su voluminosa biblioteca, me acomodé como pude ¿y el colchón de Pancho? le pregunté a Daniel. Tíralo. En la noche lo bajé por el elevador y lo dejé “tirado” en aquel mezanine eternamente desierto.
Nunca me han asustado mucho los temblores, y el 19 de septiembre de 1985 estaba en mi cama del piso ocho cuando comenzó el terremoto. Como estaba junto a la ventana, me asomé en los primeros segundos para ver cómo se movía el edificio, aún sin levantarme de la cama. Fue cuando ocurrió el segundo jalón, que me hizo reaccionar y levantarme como impulsado por un resorte. El edificio crujía y los escasos muebles de mi cuarto se movían para todos lados. Abrí la puerta y me encontré con un cadáver uruguayo apoyado en el quicio, reconocí el enorme bigote de Daniel, que apenas musitó una frase: “está muy fuerte”. Luego de larguísimos segundos el terremoto cedió, volvió la tranquilidad a la Villa olímpica y comenzaron a salir las familias a las explanadas. Sabíamos que algo habría ocurrido en la ciudad, pero no teníamos televisión, ni radio, ni nada. En el transcurso del día nos fuimos enterando.
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