viernes, 2 de enero de 2009

Por emular a Tarzán


En 1981 instalé una escultura monumental de siete metros gracias a las gestiones de mi mentora Ana Lydia que hizo toda la conexión. Mientras la elaborábamos en el taller de herrería de Rafa, un tubo de metal de unos 15 kilogramos que uno de los muchachos sostenía como a ocho metros de altura, se le resbaló, cayéndome en la cabeza. El tubo cayó horizontal pegándome en el costado derecho de la cabeza y fue el hombro el que recibió el impacto completo. Cundió la alarma y todos me hicieron la cuenta de protección, pero yo estaba seguro que no había pasado nada. Soy un cabezadura.

Cuando tenía unos doce años, trepado en el sauce llorón del jardín de mi abuelita Luz, con dominio de banqueta porque era un árbol enorme, tuve un desafortunado accidente. De una altura de seis metros, caí rebotando en las ramas y quedé tirado inconsciente. El cartero ayudó a meterme a la sala, desperté en el sofá bajo la mirada escrutadora del retrato de mi abuelito, muerto apenas hacía tres años, y no sabía exactamente qué era lo que me dolía, pues me dolía todo, aunque destacaba la muñeca derecha.
Me acuerdo que estaba acostado en el sofá, probablemente me habría fracturado la muñeca, que empezaba a inflamarse. El codo derecho me lo había fracturado dos años antes al caerme del horno de la panadería de mi tío Bilo, papá de mis primos hermanos los Portillo. Fue una fractura grave. Me descolgué con habilidad por el cajón del boiler, que era de cemento, pero en eso resbalé y me fui de espaldas sobre una gran tina de lámina que estaba boca abajo en el suelo. Un instinto me ordenó usar el brazo de colchón, caí en el filo de la tina y sólo escuché el sonido de una rama quebrándose. Ahora tenía doblado el brazo derecho al revés, mi codo había cambiado su posición a la parte delantera del brazo. Tomé mi brazo por la muñeca, di un jalón hacia delante, un pequeño empujón sobre mi nuevo codo, y crac, el sonido de la rama me restableció mi antiguo codo. La radiografía mostraba como una línea blanca atravesaba mi brazo por el codo. Estaba en quinto año de primaria, lo demás fueron yeso, médicos, hospitales. Tres meses de inactividad. Perdí el quinto año.

Inactividad relativa, pues cuando tenía unos dos meses y medio de traer el yeso, la pobre abuelita estuvo a punto de tener un infarto cuando entró a su cocina y me vio “volando” a través de la ventana, brincando del techo de la cochera al arenero que ella había mandado poner para que hiciéramos castillos de arena ¡No para saltar de la azotea! Pero ahora estaba en primer año de secundaria y mi nueva situación volvía a tornarse sumamente complicada.

Cuando arribó al hospital la inocente de Aída el doctor Barba estaba haciendo la mezcla de yeso y agua para enyesarme la muñeca. Mi mamá llegó a tiempo e impidió que se cometiera el atentado, antes de tomarme una radiografía. En Moc no había Rayos X y tuvimos que irnos en taxi a la capital del estado, a 100 kilómetros de distancia. Los golpes inesperados a la economía familiar fue una monserga que mis padres afrontaron con calidad humana y generosidad hacia ese desgraciado muchacho, nunca me dijeron una palabra sobre el tema. Pero huelga contar los sermones que me tuve que echar de cada uno y después de cada tío y pariente que procuraron ofrecer su opinión para calmar el ánimo suicida de ese demonio, que buscaba la perfección del cuerpo, y me dieron rotundos discursos a los que nada había que oponer. Me quedaba callado. El demonio tenía su parte artística corporal, como decía, era la búsqueda de alcanzar lo imposible. Hablando de ramas, había algunas que parecían muy lejanas. No lo estaban. Era capaz de brincar situaciones límites de distancia y equilibrio. De centenares de veces sólo una vez caí, esa maldita vez.

No quise cenar después de tanto ajetreo. Me instalaron cómodamente en un cuarto privado del Issste y me trataron a cuerpo de rey. Al día siguiente salí en el Heraldo de Chihuahua como noticia en la sección de ciudad que ostentaba el siguiente encabezado: “Por emular a Tarzán se lesionó”. La nota no era corta y entre otras cosas me acuerdo que decía: “el chamaco Noyola declaró que, estando en la casa de su abuelita…” Quedé impactado en mi primera experiencia con el periodismo, el diario inventaba una realidad que no era la real. Era otra realidad porque, aunque no había declarado nada, salía en el periódico, la noticia era cierta, pero no estaba jugando a que era Tarzán. Entendí esa faceta del periodismo… acomoda las cosas a su conveniencia.
Al año siguiente visitamos la capital mi grupo de segundo año de secundaria y el maestro Schafino como comandante. Nos llevaron de paseo a la presa, que eran una construcción conveniente de conocer. Puedo imaginar el rostro del profesor cuando volteó hacia arriba y percibió en las alturas de la presa, sobre un enorme tubo que atravesaba la barranca a unos doscientos metros del suelo, a mí, en una de mis osadías, caminando temerariamente sobre el enorme tubo. Es la única ocasión en que fui esposado el resto de la tarde con las tenezas de mi compañero Jaime Carrillo, una de las estrellas del equipo de basquetbol, muy fuerte, que recibió la consigna de no volverme a soltar hasta que el camión hubiera arrancado hacia Moc.

“Tú le dijiste a la enfermera que no querías cenar, mi amor” –me dijo mi mamá cuando exigí en la mañana algo de desayunar. Me tocó la cabeza y me confesó que podrían operarme esa mañana, por lo que no podía comer nada. La sala de espera de los rayos X, que el Issste tampoco tenía y te enviaban a una empresa que prestaba el servicio, estaba llena, la espera se prolongó y yo me sentí verdaderamente mal. Esa mañana me desmayé tres veces seguidas en los brazos de mi mamá ¡de hambre!

Mi pobre madre era la que acometía esas extrañas aventuras en las que la metí. Del horror a la comedia. Desde los tres años en que iba con mi tío Mario, de unos trece, cuando iniciaba la pavimentación del centro del pueblo y me caí de manitas en el chapopote hirviente. De adulto me contó que entré en un delirio de dolor. Sin saber qué hacer, las gentes de una farmacia me echaron alcohol. Experimenté desde muy pequeño cuando el delirio se convierte en éxtasis, en sacrificio. Mario me devolvió a la sala de mi abuelita sigilosamente y yo caminé hasta la cocina como un santito martirizado, había llorado tanto que ya no tenía lágrimas disponibles; sólo recuerdo los gritos de todas aquellas mujeres invocando a Dios, tratando de ver en detalle mis manitas laceradas. Allí empezó un calvario para mi pobre madre que siguió con cortes sangrientos y chichones elocuentes, ojos morados, alergias monstruosas, accidentes automovilísticos, aéreos y acuáticos a un ritmo que podría definirse como consistente.

Una vez me ahogué en la playa de Mazatlán. Yo era un adolescente del desierto, tenía 16, me metí a brincar olas con zapatillas, pues había cangrejos, y ahí andaba, hasta que de pronto perdí piso y me vi flotando en una masa de agua mucho más alta que yo. Se me ocurrió que podía bajar al fondo y caminar hacia la playa, “suponiendo que sea para allá”. La táctica no funcionó. “Piensa rápido”, me exigí desde mis dieciséis años, pero mi nula experiencia marítima, mi ignorancia para nadar, me sumieron más bien a una serie de cavilaciones. “Mis papás se van a morir de tristeza”, reflexioné arrepentido. Seguí flotando y empecé a tragar agua y mientras agitaba los brazos comprendí la gravedad del asunto: me estaba ahogando y en unos segundos, diez segundos ¿veinte? me iba a morir. Como en una película, vi a mis papás recogiendo el cuerpo inerte del idiota de Polo. O sea yo, el adolescente que se estaba ahogando. Él es virgen y por el momento no tiene una novia. “Tenían tres días acampando en la playa”, ahí están sus cuatro compañeros. “Yo no sabía que no sabía nadar”. El féretro nos lo llevamos a Chihuahua en Ferrocarril. Mientras percibía la crisis financiera a que iba a someter yo a la familia choqué con el piso y el aire fresco me cacheteó la cara, se llenaron de aire mis pulmones porque el océano me había vomitado. Estaba vivo. Traté de disimular pero el agua me salía a raudales por mis fosas nasales, la playa estaba llena de jovencitas, de esas muy hermosas que abundan en Sinaloa, y no estaba dispuesto a salir con cara de ahogado, me tragué toda el agua. Años después en Tecolutla mi hermano Antonio leyó aquel poema del Conde de Lautreamont que, en un momento dado, grita solemne: “te saludo, viejo océano”, que en los viajes sucesivos al mar terminaron en un extraño ritual. Cada vez que visito el mar, me acerco a la playa junto a las olas, inflo los pulmones y recito con innecesario dramatismo: “Te saludo viejo océano, te saludo viejo océano, te saludo viejo océano, te saludo viejo océano, saludo viejo océano, te saludo viejo océano, te saludo viejo océano”…, hasta que se me acaba la respiración. Y no me he vuelto a ahogar, porque nunca me volví a meter al mar.

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