Unas noches después de mi llegada a la ciudad de México (1976) se me permitió vivir inesperadamente la experiencia de dormir con una mujer. En Moc había tenido relaciones con mi novia en el automóvil de mi papá, perdidos en la oscuridad de un paraje que llamábamos kilómetro 16, pero nunca, ni soñando, toda la noche con una mujer.
Mi ignorancia era plena. Sólo puedo recordar el vigor de un joven fuerte y sano que tuvo la gran oportunidad y no se arredró ante lo que estaba por suceder. Estaba claro que Pi era mi novia, nos habíamos besado, pero esa noche que fuera apenas la siguiente noche en la ciudad, nunca me pasó por la cabeza que sería la noche en la que por fin realizaría el viejo anhelo de dormir con una mujer y coger sin prisas y sin pausas la cantidad de veces que quisiera. Era el premio mayor de una lotería de la que no había comprado ni boleto. Ahora, lo que sucedería después de que subiéramos a mi recámara era territorio completo del libre albedrío. En las prisas de aquellos coitos automovilísticos, nunca en realidad había tenido frente a mí el cuerpo desnudo de una mujer. No sabía cómo desnudarla. Y aunque había practicado con los brasieres de mi mamá y de mi hermana, quitar el cierre en la escena del crimen fue una maniobra en la que tuve que ser ayudado. En todo fui ayudado con generosidad. Entonces me entregué sin freno al mito dionisiaco sintiendo que era un dios, un perro, un gusano, una brizna de polvo, un átomo. Sintiendo que la ciudad de México era en verdad la tierra de la gran promesa, ahora por cumplirse. Un premio inmerecido, inesperado, casual. Claro, tuve que pagar mi novatez.
No sabía cuántas veces tenía que hacerse el amor en una noche. No tenía ni idea, así que hice mi mejor esfuerzo y por ahí de las cuatro o cinco de la mañana, mareado, terminé mi séptima entrega. Casi una simulación, con un orgasmo más bien desagradable. Entonces me quedé dormido -creo que ella se había dormido en la cuarta. Fue un esfuerzo descomunal que me dejó una lección para toda la vida. Y esa fue una escuela sudamericana que me duró los siguientes años, cuando me diplomé en sexología porque me convertí en un adulto que tenía una amante. Fue una bendición que me cayó del cielo por estar en el lugar y en el momento adecuados. Y aunque fue el evento más importante de mi llegada a la capital, pronto me volví un experto, un profesional que dejó de pensar y de hablar de ello. Era un paso que no había calculado en mi relación adolescente con mis amigos, a quienes tendría que haber contado con pelos y señales cada detalle, como nos contamos aquellas sospechosas historias sobre supuestas relaciones sexuales en el lejano Moc. En México ya no era necesario. Mis hermanos y los adultos con quienes estaba eran jóvenes de 25 a 30 que también vivían la vida intensamente, llenos de sexualidad con sus respectivas parejas, ya nadie hablaba de ello.
Esos mismos tres años (76-79) fueron los mismos de la facultad de filosofía y letras de la UNAM en donde –académicamente hablando-, no aprendí nada. Fui un estudiante distraído, enamorado –pues Pi ingresó ahí mismo, siguiéndome en realidad-, salvado sólo por las lecturas que mi hermano Antonio me fue pasando para intentar infructuosamente ponerme al día. Leí a Hemingwey, a Capote, a Salinger y decenas de libritos de la Serie Negra de Bruguera. En la escuela leí a los sociólogos latinoamericanos de las venas abiertas y a los historiadores. El marxismo todavía era ley. Así, entre la UNAM y las novelas, el mundo se me abrió un poco. Y con el paso de los meses se me fue quitando lo atarantado. El niño pueblerino se fue diluyendo entre los vagones del metro y las acrobacias en los estribos de unos autobuses llamados Ballenas que me llevaban a la universidad. Por temporadas mis pensamientos volvían al pueblo para contarle a Jaime Lorenzo todas estas cosas, pero los días pasaron raudos y también los años. Pronto sería un joven capitalino común y corriente. Un chilango más.
Mi ignorancia era plena. Sólo puedo recordar el vigor de un joven fuerte y sano que tuvo la gran oportunidad y no se arredró ante lo que estaba por suceder. Estaba claro que Pi era mi novia, nos habíamos besado, pero esa noche que fuera apenas la siguiente noche en la ciudad, nunca me pasó por la cabeza que sería la noche en la que por fin realizaría el viejo anhelo de dormir con una mujer y coger sin prisas y sin pausas la cantidad de veces que quisiera. Era el premio mayor de una lotería de la que no había comprado ni boleto. Ahora, lo que sucedería después de que subiéramos a mi recámara era territorio completo del libre albedrío. En las prisas de aquellos coitos automovilísticos, nunca en realidad había tenido frente a mí el cuerpo desnudo de una mujer. No sabía cómo desnudarla. Y aunque había practicado con los brasieres de mi mamá y de mi hermana, quitar el cierre en la escena del crimen fue una maniobra en la que tuve que ser ayudado. En todo fui ayudado con generosidad. Entonces me entregué sin freno al mito dionisiaco sintiendo que era un dios, un perro, un gusano, una brizna de polvo, un átomo. Sintiendo que la ciudad de México era en verdad la tierra de la gran promesa, ahora por cumplirse. Un premio inmerecido, inesperado, casual. Claro, tuve que pagar mi novatez.
No sabía cuántas veces tenía que hacerse el amor en una noche. No tenía ni idea, así que hice mi mejor esfuerzo y por ahí de las cuatro o cinco de la mañana, mareado, terminé mi séptima entrega. Casi una simulación, con un orgasmo más bien desagradable. Entonces me quedé dormido -creo que ella se había dormido en la cuarta. Fue un esfuerzo descomunal que me dejó una lección para toda la vida. Y esa fue una escuela sudamericana que me duró los siguientes años, cuando me diplomé en sexología porque me convertí en un adulto que tenía una amante. Fue una bendición que me cayó del cielo por estar en el lugar y en el momento adecuados. Y aunque fue el evento más importante de mi llegada a la capital, pronto me volví un experto, un profesional que dejó de pensar y de hablar de ello. Era un paso que no había calculado en mi relación adolescente con mis amigos, a quienes tendría que haber contado con pelos y señales cada detalle, como nos contamos aquellas sospechosas historias sobre supuestas relaciones sexuales en el lejano Moc. En México ya no era necesario. Mis hermanos y los adultos con quienes estaba eran jóvenes de 25 a 30 que también vivían la vida intensamente, llenos de sexualidad con sus respectivas parejas, ya nadie hablaba de ello.
Esos mismos tres años (76-79) fueron los mismos de la facultad de filosofía y letras de la UNAM en donde –académicamente hablando-, no aprendí nada. Fui un estudiante distraído, enamorado –pues Pi ingresó ahí mismo, siguiéndome en realidad-, salvado sólo por las lecturas que mi hermano Antonio me fue pasando para intentar infructuosamente ponerme al día. Leí a Hemingwey, a Capote, a Salinger y decenas de libritos de la Serie Negra de Bruguera. En la escuela leí a los sociólogos latinoamericanos de las venas abiertas y a los historiadores. El marxismo todavía era ley. Así, entre la UNAM y las novelas, el mundo se me abrió un poco. Y con el paso de los meses se me fue quitando lo atarantado. El niño pueblerino se fue diluyendo entre los vagones del metro y las acrobacias en los estribos de unos autobuses llamados Ballenas que me llevaban a la universidad. Por temporadas mis pensamientos volvían al pueblo para contarle a Jaime Lorenzo todas estas cosas, pero los días pasaron raudos y también los años. Pronto sería un joven capitalino común y corriente. Un chilango más.
jajaja
ResponderEliminarya se por que no te iba bien en la uni cuando llegaste...demasiados contratiempos..
pero me siento mal por el pueblerino que quedo atras por que con él lograste muchas cosas como el simple echo de ligarte a Pi igual o como entraste a la uni...
pero debido ser gracioso desde el punto de vista de ella el verte crecer y pasar de ser un pueblerino a un citadino...
como sea siempre queda nos queda algo de pueblerinos a todos...bueno a los que venimos de un pueblo aunque sea solo de raices como yo...
pd: orgullosamente tlalmanalquense