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Sexo y alcohol


Hoy hace 15 años murió el escritor Charles Bukowski, ícono de la liberación sexual setentera que escribió con pelos y señales -sobre todo con pelos- las incidencias de un borrachín en las alcobas de moteles baratos. Sus lectores veinteañeros de aquellos años no tardamos en descubrir que su literatura era en realidad una autobiografía, fragmentada en novelas. Leí con fruición La máquina de follar y al terminarla me quejé, junto con mis amigos, de la traducción española de Anagrama cargada de “leches” “tíos” y “cojones” (polvos, follones y más leches), implorando que José Agustín o alguien le hiciera justicia al traducirla para lectores mexicanos. Sí, la volveríamos a leer con su nuevo nombre de La máquina de coger, traducción nuestra, pues como todo veinteañero, mis amigos y yo estábamos desbordados de testosterona. Pero no hubo, que yo recuerde, ninguna otra traducción.

Así como llegó, Bukowski pasó. Tambaleante pasó. No volví a leer ninguna de sus novelas y nos enteramos de sus chismes a través de la prensa o en el suplemento de la exageración y las leyendas urbanas de los jóvenes en los pasillos de la escuela. Leíamos mejor a Henry Miller y Anaís Nin, que eran verdaderos escritores. De Bukowski supimos que, en una presentación de uno de sus libros en Los Ángeles, para empezar llegó tarde, pero no sólo eso, llegó muy borracho, cayéndose. Se paró frente al público, se abrió la bragueta, se sacó el pito y salpicó de orines los zapatos de los que estaban en la primera fila. Luego se fue, tan campante como había llegado. ¿De veras? Dicen que estuvo en Cuernavaca; que en Tijuana se perdió tres días; que violó a su abuelita ¿o era su abuelito?

El 10 de marzo de 1994 nos enteramos por La Jornada de que había muerto de una congestión alcohólica. ¿Quién…? Bukowski, el borrachín de las novelas pornográficas. Ah, pues pobre. Entonces ya leíamos a Borges.


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