El 22 de abril de 1854, bajo un calcinante sol guerrerense, sale el cortejo del último insurgente. Habían pasado 30 años de la liberación y Nicolás Bravo moría en la satisfacción de ver un país que ya era soberano, aunque no pacífico como el caudillo lo hubiera deseado, toda vez que su muerte fue el producto de un atentado que mató también a su querida esposa.
Como las ideas estrafalarias se nos dan bien a los mexicanos, no faltó quien dispusiera que el cadáver del anciano Nicolás debería ser cargado en una larga procesión de Chilpancingo a la Ciudad de México, pero al llegar a Iguala la pensaron mejor. El cadáver era pesado, el calor lo descompondría antes de llegar a Cuernavaca. La sensatez, que casi siempre pierde frente al heroísmo, privó esta vez. Nicolás Bravo llegó solemne y lento en elegante carreta a la Rotonda de los Hombres Ilustres.
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