Mientras en España el Ministerio de Salud recomienda no viajar a México, Puebla, a sólo 100 kilómetros de una ciudad semiparalizada por el virus de la influenza porcina, sigue su vida como si nada. Reportes del virus en Canadá, Nueva Zelanda, Australia, Escocia, Israel y Brasil no conmueven a las autoridades estatales cuya única acción ha sido declarar que en Puebla “no existe” ningún caso de la enfermedad. Y frente a las líneas de autobuses que descargan cada media hora centenares de viajeros de la capital del país, más nos valdría ir formando juntas de caridad para el momento en que se presente el primer infectado, pues las autoridades, como en el resto de las acciones sociales del sexenio, no parecen tener prisa por arremangarse la camisa. Esta pasividad tiene una larga historia, como lo muestra la memoria sanitaria de la ciudad de la que te ofrezco una probadita.
De acuerdo a los datos que nos legó don José de la Fuente en sus Efemérides Sanitarias de la ciudad de Puebla, en 1837 se registra la última gran peste sobre la ciudad, con centenares de muertos, con una duración de tres años. Ante la ausencia de instrumentos político administrativos, eran Juntas de Caridad las encargadas de enfrentar prácticamente inermes el perenne brote de epidemias. Se constreñían a acopiar el mayor número de frazadas, petates gordos y demás objetos necesarios para atender a los infectados, que eran instalados en lazaretos improvisados en los cuarteles alejados del centro; para las defunciones se habilitaban morgues en algunas iglesias, como la de San Xavier, donde se hacía la recepción y disposición de los cadáveres. Un estado de emergencia latente, que disparaba esos efímeros procedimientos en cuanto aparecían más de tres enfermos de sarampión, tuberculosis pulmonar e intestinal, tifo, viruela, erisipela, disentería, difteria, escarlatina y cólera, que eran los azotes más frecuentes en nuestro entorno, ya entrado el siglo XX.
Los pobres murieron en racimos, familias enteras eran fulminadas por el tifo que desfondaba sus desnutridas humanidades. Pero en ocasiones, como aquella de 1837, la peste agarró parejo entre la población. Vecinos conocidos, como la familia del licenciado Pablo Sierra, en la calle de Mesones, a quien el tifo le arrebató a su señora esposa y a su niño pequeño, lo infectó a él mismo y a su hija, e incluso a una pobre familiar que llegó para ayudarlos en su convalecencia. “Y como es muy posible que el contagio se extienda a los demás habitantes de la ciudad, sería conveniente adaptar precauciones para evitar su propagación”, alertaban al Ayuntamiento.
Se hizo imperativo que la policía vigilara la limpieza de las vecindades para evitar mayor propagación, pero las enfermedades no menguaban. La Junta de Caridad observa que en el cuartel Tercero se encuentran “64 enfermos de viruelas y 29 de fiebres”, la mitad están fuera de peligro, pero los graves “se encuentran diseminados por todo el cuartel”.
Desde 1850 no volvieron a reportarse cantidades masivas de muertos por epidemias, aunque hasta 1905 nunca dejaron de morirse a causa de alguna de ellas, que permanecían latentes entre la población, aparecían por los calores del verano, afloraban con los fríos del invierno, y todos sabían que estaban ahí. De ahí que convenga preguntarse: ¿no será bueno ir formando alguna junta de caridad?
José M. de la Fuente, Efemérides Sanitarias, Talleres de imprenta y encuadernación de “El escritorio”, calle Zaragoza 8, Puebla, 1910. p. 87
De acuerdo a los datos que nos legó don José de la Fuente en sus Efemérides Sanitarias de la ciudad de Puebla, en 1837 se registra la última gran peste sobre la ciudad, con centenares de muertos, con una duración de tres años. Ante la ausencia de instrumentos político administrativos, eran Juntas de Caridad las encargadas de enfrentar prácticamente inermes el perenne brote de epidemias. Se constreñían a acopiar el mayor número de frazadas, petates gordos y demás objetos necesarios para atender a los infectados, que eran instalados en lazaretos improvisados en los cuarteles alejados del centro; para las defunciones se habilitaban morgues en algunas iglesias, como la de San Xavier, donde se hacía la recepción y disposición de los cadáveres. Un estado de emergencia latente, que disparaba esos efímeros procedimientos en cuanto aparecían más de tres enfermos de sarampión, tuberculosis pulmonar e intestinal, tifo, viruela, erisipela, disentería, difteria, escarlatina y cólera, que eran los azotes más frecuentes en nuestro entorno, ya entrado el siglo XX.
Los pobres murieron en racimos, familias enteras eran fulminadas por el tifo que desfondaba sus desnutridas humanidades. Pero en ocasiones, como aquella de 1837, la peste agarró parejo entre la población. Vecinos conocidos, como la familia del licenciado Pablo Sierra, en la calle de Mesones, a quien el tifo le arrebató a su señora esposa y a su niño pequeño, lo infectó a él mismo y a su hija, e incluso a una pobre familiar que llegó para ayudarlos en su convalecencia. “Y como es muy posible que el contagio se extienda a los demás habitantes de la ciudad, sería conveniente adaptar precauciones para evitar su propagación”, alertaban al Ayuntamiento.
Se hizo imperativo que la policía vigilara la limpieza de las vecindades para evitar mayor propagación, pero las enfermedades no menguaban. La Junta de Caridad observa que en el cuartel Tercero se encuentran “64 enfermos de viruelas y 29 de fiebres”, la mitad están fuera de peligro, pero los graves “se encuentran diseminados por todo el cuartel”.
Desde 1850 no volvieron a reportarse cantidades masivas de muertos por epidemias, aunque hasta 1905 nunca dejaron de morirse a causa de alguna de ellas, que permanecían latentes entre la población, aparecían por los calores del verano, afloraban con los fríos del invierno, y todos sabían que estaban ahí. De ahí que convenga preguntarse: ¿no será bueno ir formando alguna junta de caridad?
José M. de la Fuente, Efemérides Sanitarias, Talleres de imprenta y encuadernación de “El escritorio”, calle Zaragoza 8, Puebla, 1910. p. 87
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