Los mejores juegos de mi infancia los viví en la casa de mi abuelita, que tenía una huerta detrás con unos sesenta árboles de manzana y una decena de frutos surtidos entre los que destacaban higos, chabacanos, peras, duraznos y nectarinas, todos de gran calidad. Crecí trepado en esos árboles mandando a alguno de los muchachos a sustraer la sal de la cocina de la abuela para comer manzanas verdes con sal. Una vagancia deliciosa que estaba prohibida porque soltaba el estómago. Con mis hermanos y amigos caminé incansable los parajes del pueblo, las cuevas de los portales, las lagunas del Muerto, de Bustillos, los alamitos y la vía del tren. Fueron años de paz, no había televisión, la radio era muy limitada. Veíamos películas en los dos cines, jugábamos al teatro en obras que inventaba Toño, programas de concurso y algunas dramatizaciones reales. Tan reales, que cuando tenía cuatro años hacíamos el papel de náufragos abandonados en una isla del océano Pacífico, Toño nos maquilló la cara con enormes cejas con el lápiz de cejas de mi mamá, y expresiones de ¿ahora qué vamos a hacer para sobrevivir?, de genuina veracidad. Jaime y Toño saltaron a la ventana desde la cama, y se fueron saltando asidos de imaginarias lianas entre camas y muebles para conseguir víveres y capotear el naufragio. Pensaban llegar hasta el refrigerador, pero cuando iban apenas en el cuarto de mis papás –el temible pantano-, yo, que seguramente era el protagonista de la escena, intenté seguirlos, brinqué desde la cama y me fui derechito contra el filo de la ventana. Me abrí en la frente un tajo de cinco centímetros que empezó a emanar sangre como una fuente italiana. Corrí por la imaginaria selva herido para siempre con mis hermanos detrás. Llené de sangre pisos, puertas, camas, sillas y alacenas y por quince minutos sangré y sangré mientras llegaban mis papás, que andaban en una fiesta. Era un teatro a la medida de Artaud.
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