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Teo


Querido Teo: tu nacimiento no estuvo exento de intervenciones imprudentes del tío Polo. Así como atropellé a Martha un mes antes de que pariera a Julio, este día de 1981 me presenté en el hospital, debidamente borracho, para festejar tu nacimiento. Pero no había, de momento, nada qué festejar, pues tu pobre madre, aunque experimentada, vivía los fragores de las contracciones, mientras que un nervioso Jaime no acataba a tomarle la mano o tomar de la botella que subrepticiamente sacaba yo de mi chamarra, por lo que muy pronto todo aquello fue una confusión. Sobre todo para mí, que me tomaba las partes correspondientes a María, a Jaime e incluso la tuya, que afortunadamente no tomabas en ese momento. Tras algunos momentos, yo fui amablemente despedido, cosa que amablemente acaté, pues, contra lo habitual, era un borracho dócil.

Mientras tanto, María le insistía a la enfermera que el bebé venía, noticia que era desdeñada por la señorita que, a todas vistas, no sabía mucho del asunto. De tal forma que fuiste una lata desde tu mismo nacimiento, pues sin decir agua va, a Jaime le tocó vivir una experiencia ya vivida por el abuelo Leopoldo, que fue recibir a uno de sus hijos del vientre de su esposa. Pero qué digo recibir, cachar, que fue más bien lo que le ocurrió a ese padre primerizo. Es ahí donde entran las especulaciones ¿te dejó caer lastimándote la cabeza? ¿Usó fóceps provocándote una lesión cerebral? Todo es confuso, lo cierto es que desde el principio fuiste un niño excepcional. Extraordinariamente raro, tendría que decir. No gateabas como todos sino que caminabas como mandril, usabas el lenguaje de los zarahuatos y comías arañas y alacranes. Bueno, una acendrada inclinación a la mitonomía familiar –casi siempre derivada hacia la burla de alguna víctima-, construyó a tu alrededor toda una leyenda. Y la merecías, que duda cabe. Así pasaron los años en los que escribiste –es un decir- algunas de las más famosas anécdotas familiares, casi todas preocupantes. A la distancia veo un niño pachuquín, muy estilero, ataviado con unos pantalones de pana detenidos con tirantes, saltar de una azotea a otra, lanzando piedras a los visitantes, escabulléndose entre los árboles. Pasaba el tiempo y regresaba a Tlalmanalco mientras tú crecías, no tanto en centímetros como en habilidades corporales. Una vez, llegando por la avenida principal, pasó un bólido en patineta a una velocidad escalofriante. Por supuesto eras tú, adolescente. Por estos tiempos destacan tus habilidades verbales, tus respuestas rápidas, agudas. Vivíamos en tu casa y tú nos corrías más o menos una vez a la semana. “Teo, despiertas a la niña”. ¡Qué me importa!

Ahora todos son recuerdos gratos. Un día llegamos y ya eras un jovencito, serio, educado, amable. Pero nunca has dejado de sorprenderme, aunque para mi desgracia, te he visto mucho menos. Así fue como un día apareciste como arquitecto, hablando un ruso falso junto a tu preciosa novia; otro día apareciste viviendo en Nueva York, manejando en Manhattan. Me impresiona tu vigor pero no me sorprende, pues la chispa ha estado encendida desde aquel día, 3 de abril de 1981, cuando decidiste salirte de tu madre sin ninguna consideración. Felicidades, querido.


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