Este día de 1992 muere el veterano músico argentino Atahualpa Yupanqui, un poeta musical que nos llevó de la mano en los años sesenta y setenta hacia la insurrección, aunque fuera también poética.
Renegábamos entonces contra todo: la familia, las convenciones sociales, los gobiernos autoritarios, la sexualidad restringida, la farsa de la libertad y la corbata que simbolizaba un mundo de licenciados del que queríamos huir. Éramos unos renegados que abrazamos con olímpica candidez todo aquello que nos llegaba de donde fuera con olor a izquierda, a peña, a revolución cubana. Entonces dejábamos nuestros pelos largos largos y las muchachas usaban luengas faldas de manufactura hindú; asumíamos el compromiso social como una obligación sin discusiones y odiábamos ganarnos la triste etiqueta de pequeñoburgués. Diego Fernández de Ceballos nos llamaría muchos años después piojosos.
Ahí estaba Atahualpa, un abuelo de cara amable con enormes bolsas bajo los ojos, que engrasaba los ejes de su carreta y nos invitaba en sus milongas a penetrar el insondable mundo –desconocido, pues- de nuestros hermanos en el cono sur, a quienes apaleaban cada tercer día las dictaduras militares. Por eso Atahualpa Yupanqui fue importante: porque odiaba el silencio como todos nosotros, le tenía rabia.
Renegábamos entonces contra todo: la familia, las convenciones sociales, los gobiernos autoritarios, la sexualidad restringida, la farsa de la libertad y la corbata que simbolizaba un mundo de licenciados del que queríamos huir. Éramos unos renegados que abrazamos con olímpica candidez todo aquello que nos llegaba de donde fuera con olor a izquierda, a peña, a revolución cubana. Entonces dejábamos nuestros pelos largos largos y las muchachas usaban luengas faldas de manufactura hindú; asumíamos el compromiso social como una obligación sin discusiones y odiábamos ganarnos la triste etiqueta de pequeñoburgués. Diego Fernández de Ceballos nos llamaría muchos años después piojosos.
Ahí estaba Atahualpa, un abuelo de cara amable con enormes bolsas bajo los ojos, que engrasaba los ejes de su carreta y nos invitaba en sus milongas a penetrar el insondable mundo –desconocido, pues- de nuestros hermanos en el cono sur, a quienes apaleaban cada tercer día las dictaduras militares. Por eso Atahualpa Yupanqui fue importante: porque odiaba el silencio como todos nosotros, le tenía rabia.
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