En la estación de Tacubaya, la mañana de este día de 1911, había un ambiente funerario, aunque nadie había muerto... aún. Voluminosas damas se secaban sus lágrimas con pañuelos bordados; las plumas de sus sombreros ocultaban los semblantes llorosos. Elegantes caballeros de sombrero de copa y viejos militares cargados de medallas, con ridículos gorros napoleónicos, miraban la partida del tren con el último héroe de la patria: don Porfirio Díaz, a quien acompañaba su numerosa parentela. Abandonaba México para siempre jamás.
El anciano y conocido rostro de pelo y bigotes canos farfullaba un ininteligible despido a un país que amó y domó. Vestía un discreto traje negro y su mirada se perdía más allá de la gente, más allá de la estación y la ciudad de México. Era la mirada de un dios derrotado.
Así fue como la mañana de ese 26 de mayo de 1911, en una calurosa mañana de mayo en la estación de Tacubaya, con una multitud de pañuelos blancos, de caballos inquietos, de postines, listas, fantasías, exportaciones y capitales extranjeros, con el olor a guerra que inundaba a la ciudad más transparente, Porfirio Díaz se despedía del poder.
El anciano y conocido rostro de pelo y bigotes canos farfullaba un ininteligible despido a un país que amó y domó. Vestía un discreto traje negro y su mirada se perdía más allá de la gente, más allá de la estación y la ciudad de México. Era la mirada de un dios derrotado.
Así fue como la mañana de ese 26 de mayo de 1911, en una calurosa mañana de mayo en la estación de Tacubaya, con una multitud de pañuelos blancos, de caballos inquietos, de postines, listas, fantasías, exportaciones y capitales extranjeros, con el olor a guerra que inundaba a la ciudad más transparente, Porfirio Díaz se despedía del poder.
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