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El Premio


A los ocho meses de trabajo vino la debacle. Si bien era un empleado honesto y trabajador, también era un muchacho inexperto en las lides de la grilla y la sórdida política de los pasillos. Tenía 23 años y cara de niño. Había muchos que querían mi puesto y trabajaron arduamente para desbancarme. Cuando el escándalo llegó a mayores fuimos convocados por el director, confrontados y, tras torpes discusiones, perdí como solitario gladiador, pues ellos no sólo eran mayores, sino tres. La oficina de Rezagos me fue arrebatada. Me dieron mi dinero acumulado que gasté a manos llenas, pues también pedí un mes de vacaciones que me concedieron sin chistar.

Al regresar de vacaciones el señor Vargas me dijo que no me querían perjudicar, que tenía una pequeña oficina en el octavo piso con una secretaria y un oficial administrativo, que mi sueldo seguiría igual. Le dije que gracias, pero que durante las vacaciones me había inscrito en la escuela de antropología e historia y que sería muy amable de su parte regresarme mi antigua plaza de oficial administrativo de 3,800 pesos mensuales, para dedicarme los siguientes años a estudiar. “Que sea un lugar agradable”, me atreví a pedir. ¿Cómo qué quieres? Me preguntó Vargas. ¿Cómo qué tiene?, le reviré. Empezó a leer una lista de dependencias a su cargo y cuando salimos de las oficinas financieras leyó el nombre de una que satisfizo mi divagante expectativa, pues quería poco dinero, pero un poco de manga ancha en mis obligaciones, ya que pretendía estudiar: Oficina de investigaciones históricas y Museo de las Telecomunicaciones. “Allí”, grité, tal vez demasiado fuerte. ¿Ahí?, me preguntó Vargas con una sonrisita, al parecer era una negociación muy fácil. Sí, afirmé. “Tendré que hacer algunas llamadas”.



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