La gente necesita tirar el choro de vez en cuando, sobre sí mismos. Me pasa en todos lados. Ancianos, señoras, taxistas y policías sueltan la lengua a la menor provocación. Basta con un mínimo interés. La gente de desahoga con el desconocido y le cuenta cosas que comúnmente no cuenta a nadie de su entorno. Aprovecha al susodicho que es como un sacerdote artificial que absuelve historias enterradas en las carnes del tiempo y que fluyen a la menor presión, como espinillas del espíritu. Un taxista me contó su infancia en una vecindad del DF y los modales de decencia que su madre solía transmitirles continuamente. “Ustedes respeten y serán respetados”, como único precepto. Decía en aquellos años de la Merced en donde ochenta personas compartían catorce baños y eran un motivo viviente de disputa. “Teníamos que defendernos”
Una señora me agarró de paño de lágrimas para desahogarse de las maldades de su nieto, que la robaba para adquirir droga. Lloraba la señora frente a mi escritorio, mientras yo tenía pocas cosas que decirle para consolarla, le recomendé cambiar las cerraduras de su casa y esconder mejor el dinero.
Es lo que pasa cuando decides escuchar a la gente, que la mayoría de las veces apenas te ve, no pregunta tu nombre, ni de dónde eres, ni dónde vives. Esa clase de escuchas somos como ángeles corpóreos, porque nos pueden tocar, pero volátiles, porque saben que no nos volverán a ver. Somos psicoterapeutas de esquina, atendemos en cualquier lugar, como los buenos brujos no cobramos, como los buenos médicos, escuchamos con atención cada palabra, cada giro idiomático; nos reímos con las bromas aunque sean muy malas y nos escandalizamos artificialmente con las palabrotas, que de pronto se nos salen sin chistar. Pensándolo bien no tiene nada que ver con los curas, que confiesan a la gente para regañarla e imponerle castigos, aunque la gente se confiese igual. “Yo en las cosas del sexo simplemente fui un vicioso, señor”, me dijo don Usted. “Hizo bien, don usted, para eso nos dieron tanta carne”; no se me ocurrió otra cosa que decirle.
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Una señora me agarró de paño de lágrimas para desahogarse de las maldades de su nieto, que la robaba para adquirir droga. Lloraba la señora frente a mi escritorio, mientras yo tenía pocas cosas que decirle para consolarla, le recomendé cambiar las cerraduras de su casa y esconder mejor el dinero.
Es lo que pasa cuando decides escuchar a la gente, que la mayoría de las veces apenas te ve, no pregunta tu nombre, ni de dónde eres, ni dónde vives. Esa clase de escuchas somos como ángeles corpóreos, porque nos pueden tocar, pero volátiles, porque saben que no nos volverán a ver. Somos psicoterapeutas de esquina, atendemos en cualquier lugar, como los buenos brujos no cobramos, como los buenos médicos, escuchamos con atención cada palabra, cada giro idiomático; nos reímos con las bromas aunque sean muy malas y nos escandalizamos artificialmente con las palabrotas, que de pronto se nos salen sin chistar. Pensándolo bien no tiene nada que ver con los curas, que confiesan a la gente para regañarla e imponerle castigos, aunque la gente se confiese igual. “Yo en las cosas del sexo simplemente fui un vicioso, señor”, me dijo don Usted. “Hizo bien, don usted, para eso nos dieron tanta carne”; no se me ocurrió otra cosa que decirle.
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