La muerte de Michael Jackson es una llamada de atención a todos los cincuentones que quieren hacer las cosas que hacían a los treinta, sin las debidas precauciones. No pienso especular sobre las causas de su fallecimiento y tampoco voy a investigar nada, desde anoche decidí no ver esa retahíla de repeticiones y hoy en la mañana apenas vi los encabezados del despliegue informativo sobre este contemporáneo, nacido apenas unos meses después de mi propio nacimiento. La enseñanza de su muerte está en la necesaria mesura que los que alcanzamos medio siglo debemos de emprender para nuestras vidas. Es posible que físicamente no seamos tan diferentes, en algunos casos, pero está claro que el motor y el cigüeñal ya no funcionan igual que hace dos o tres décadas.
En febrero pinté la fachada de la casa. En los últimos metros cuadrados estaba claro que requería un descanso. “No, termina de una vez”. El esfuerzo de los últimos centímetros fue atroz, las clavículas me punzaban y los hombros parecía que se me derretían. Pero acabé, supuestamente muy feliz. En las siguientes dos semanas no pude levantar los brazos más allá de los hombros, parecía un robot con articulaciones limitadas. Lo más patético fue lavarme la cabeza, en lugar de alzar los brazos hasta la cabeza, echaba shampoo en las manos y bajaba la cabeza hasta la altura de los brazos, presionaba la cabeza con las dos manos y la movía para arriba y para abajo, para atrás y para adelante, hasta que, supuestamente, me acababa de lavar el pelo. Me lo enjuagaba igual.
Yo creo que Michael Jackson se tomó muy en serio lo de su larga gira que iniciaba en dos semanas en Londres. Como bailarín siempre fue el mejor y no podía darse el lujo de dejar de serlo. Se forzó, se excedió, sin considerar que veinte años no es nada, que es febril la mirada, pero que, cincuenta, es una respetable edad en la que hay que medir cada uno de nuestros movimientos, de nuestros consumos, de nuestros sentimientos.
En febrero pinté la fachada de la casa. En los últimos metros cuadrados estaba claro que requería un descanso. “No, termina de una vez”. El esfuerzo de los últimos centímetros fue atroz, las clavículas me punzaban y los hombros parecía que se me derretían. Pero acabé, supuestamente muy feliz. En las siguientes dos semanas no pude levantar los brazos más allá de los hombros, parecía un robot con articulaciones limitadas. Lo más patético fue lavarme la cabeza, en lugar de alzar los brazos hasta la cabeza, echaba shampoo en las manos y bajaba la cabeza hasta la altura de los brazos, presionaba la cabeza con las dos manos y la movía para arriba y para abajo, para atrás y para adelante, hasta que, supuestamente, me acababa de lavar el pelo. Me lo enjuagaba igual.
Yo creo que Michael Jackson se tomó muy en serio lo de su larga gira que iniciaba en dos semanas en Londres. Como bailarín siempre fue el mejor y no podía darse el lujo de dejar de serlo. Se forzó, se excedió, sin considerar que veinte años no es nada, que es febril la mirada, pero que, cincuenta, es una respetable edad en la que hay que medir cada uno de nuestros movimientos, de nuestros consumos, de nuestros sentimientos.
Concuerdo contigo, creo que se le pasaron los aditivos al cincuentón. Claro que hay que cuidarse, empezando por no tomar altas dosis de morfina todos los días.
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