En la sección de investigación histórica del Museo de las Telecomunicaciones yo me dediqué a investigar sobre una historia que me interesaba en grado familiar, el telégrafo Morse en México. Me metí meses y años en el Archivo General de la Nación, en Lecumberri y la hemeroteca nacional en ciudad universitaria. Con ayuda de jóvenes de servicio social peinamos los diarios del siglo XIX y extrajimos todas y cada una de las noticias publicadas sobre el telégrafo, así como cada uno de los expedientes de las Secretaría de Fomento (después de comunicaciones y transportes), Sección 5 del AGN, desde 1853 en que don Juan de la Granja lo presentó al gobierno, hasta el final del Maximato, en la presidencia de Abelardo L. Rodríguez, cuando la telegrafía Morse inicia su prolongada decadencia que culmina en 1992, en que se cancela oficialmente su uso. También tuve el privilegio de trabajar en el llamado “archivo histórico” de telégrafos nacionales, que era en realidad un centenar de cajas humedecidas que estaban apiladas en un cuartucho del centro del pueblo de Tlalpan. Ahí atendía un “archivista” con corazón de sastre que todo el día hilaba sobre cortes de pantalones y sacos de vestir sentado en una silla. Acomodé una mesa destartalada y me puse a revisar expedientes antiguos sobre la instalación de líneas en la república mexicana. Revisé cientos de papeles que, en diversos formatos, anunciaban muertes de trabajadores en las selvas y los desiertos, el robo de alambre y de urgentes necesidades de inspectores atorados en aquellos Lares. Por supuesto, centenares de documentos jubilosos que anotaban la apertura de innumerables oficinas en todos los rincones del territorio nacional. Todo eso fue puesto en fichas de cartón que aún conserva el archivo del Museo Nacional de las Telecomunicaciones, que afortunadamente permanece en las confiables manos de Manuel Rosales, compañero de aquellas andanzas, que ahora es un especialista en piezas museográficas de la gran familia de las telecomunicaciones, una veintena de sistemas eléctricos que nacen y mueren entre el telégrafo y el internet.
Así transitaron por mis ojos intimidades telegráficas de los tiempos de don Benito y Maximiliano, del largo y fructífero periodo porfirista (sin ninguna duda la época dorada del telégrafo Morse), la traumática Revolución que diezma su infraestructura y su decadencia final, cuando aparece el teletipo (1933), a la vez que la telefonía y la radio se fortalecían, convirtiendo al lenguaje de los puntos y las rayas en una copia infiel de nuestras palabras. Punto raya, raya punto, que necesitaba de un especialista para descifrarlo, ahora podíamos hacerlo directamente. Como aquel cuento de Woody Allen:
– Bueno ¿Rico?
– – Sí…
– ¿Rico?
– Bueno…
Estuve seis años en la Oficina de Investigaciones Históricas y Museo de las Telecomunicaciones, que era su nombre oficial. Casi no me veían por ahí, pero mis informes demostraban que ahí se estaba haciendo algo y que no había nada qué reclamar, pues se tenían que trabajar en las fuentes. Esos informes se convirtieron en capítulos y veinte años después en el libro La Raza de la Hebra, la historia del telégrafo Morse en México. Y de mi jefe, el viejito aquel parecido a Caneti, con el jacarandoso nombre de Rafael Hernández, inevitablemente “jibarito”, tuve la mejor relación y estaba orgulloso de nuestro trabajo. Murió un día por la amargura de pequeños problemas que le dio tedio remediar. Prefirió morirse.
Así transitaron por mis ojos intimidades telegráficas de los tiempos de don Benito y Maximiliano, del largo y fructífero periodo porfirista (sin ninguna duda la época dorada del telégrafo Morse), la traumática Revolución que diezma su infraestructura y su decadencia final, cuando aparece el teletipo (1933), a la vez que la telefonía y la radio se fortalecían, convirtiendo al lenguaje de los puntos y las rayas en una copia infiel de nuestras palabras. Punto raya, raya punto, que necesitaba de un especialista para descifrarlo, ahora podíamos hacerlo directamente. Como aquel cuento de Woody Allen:
– Bueno ¿Rico?
– – Sí…
– ¿Rico?
– Bueno…
Estuve seis años en la Oficina de Investigaciones Históricas y Museo de las Telecomunicaciones, que era su nombre oficial. Casi no me veían por ahí, pero mis informes demostraban que ahí se estaba haciendo algo y que no había nada qué reclamar, pues se tenían que trabajar en las fuentes. Esos informes se convirtieron en capítulos y veinte años después en el libro La Raza de la Hebra, la historia del telégrafo Morse en México. Y de mi jefe, el viejito aquel parecido a Caneti, con el jacarandoso nombre de Rafael Hernández, inevitablemente “jibarito”, tuve la mejor relación y estaba orgulloso de nuestro trabajo. Murió un día por la amargura de pequeños problemas que le dio tedio remediar. Prefirió morirse.
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