La primera vez que escuché música de Louis Armstrong fue en el patio de mi casa. Detrás de la barda que dividía un solar en dos patios, mi tío Bilo entonaba con su valiosa trompeta, a la luz de la luna: A Kiss To Build A Dream On, fuera del alcance de alguno de sus diez hijos. Él no advertía mi presencia y eso le daba un placer adicional a mi voyeurismo auditivo.
El mes de Julio fue el elegido por el destino para traernos a Louis Armstrong y, también, para llevárselo. Con sólo dos días de distancia, el genial trompetista del jazz estadunidense nace en 1898 y muere en 1971.
Atrás quedaba el chavalo negro que interpretaba canciones por unas monedas en los barrios negros del Missisipi; atrás quedaban las humillaciones juveniles por tener un gran talento y ser más negro que el petróleo, lo que en los primeros años del siglo veinte era una flagrante anomalía; atrás quedaban muchas vidas vividas en una sola: la del hombre que triunfó con su trompeta al hombro; la del cantante de jazz que al final tuvo todo, porque él dio todo para tenerlo.
El mes de Julio fue el elegido por el destino para traernos a Louis Armstrong y, también, para llevárselo. Con sólo dos días de distancia, el genial trompetista del jazz estadunidense nace en 1898 y muere en 1971.
Atrás quedaba el chavalo negro que interpretaba canciones por unas monedas en los barrios negros del Missisipi; atrás quedaban las humillaciones juveniles por tener un gran talento y ser más negro que el petróleo, lo que en los primeros años del siglo veinte era una flagrante anomalía; atrás quedaban muchas vidas vividas en una sola: la del hombre que triunfó con su trompeta al hombro; la del cantante de jazz que al final tuvo todo, porque él dio todo para tenerlo.
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