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Memoria común documentada


Hoy tengo una entrevista en Sicom radio con Víctor Arellano, escritor poblano de cincuenta y cuatro a quien conozco hace más de 15 años y he leído en al menos uno de sus libros: Al demonio… y algunos artículos periodísticos como su columna del diario Intolerancia: Puebla sempiterna. Víctor, como muchos escritores de su tiempo, cultiva el tema de la memoria y como todos ellos se sorprende del resultado cuando ella es honesta. Cuando se trata de recordar sin corrección de estilo, sin matices clasistas o sociales. Hablar de memoria de los padres y abuelos y personajes con sus luces y sus sombras, como un ejercicio de memoria fiel, honesta, aunque no comprobable, pues todo descansa en su capacidad de recordar, es sembrar recuerdos documentados para el futuro. La forma de recordar, basada sólo en las palabras que emiten las imágenes depositadas en el hipotálamo, está en extinción. No somos conscientes, pero estamos creando con ellas una forma de recuerdo documentada que utilizarán otras generaciones.

Esta forma de recordar, que no es moda, sino forma, ya se ha modificado a causa del Internet a escala global. La memoria pasó de ser un retrato elegante y retocado, apenas ilustrado por actas de nacimiento y algunas fotografías, a un conjunto de hechos desnudos que comenzamos a plasmar sobre nuestra vida y nuestra memoria hace diez años a través del e mail y, posteriormente, en toda la gama de canales de comunicación que se han ido creando (blog, factbook, twiter, etc.), con imprevisibles repercusiones. La memoria amorosa guarda ahora, por ejemplo, escritos e ilustraciones que explicarán mejor el éxito o el fracaso de una relación. Es decir, la memoria de ese amor tendrá que considerar esos elementos y será necesariamente distinta, como memoria, a la que experimentamos hoy con recuerdos rasgados por el tiempo. Y es gracias a esa memoria documental que Víctor y muchos escritores cultivan esa categoría de la memoria; es posible esbozar hechos personales, familiares y locales sin acomodos, maquillaje o arreglos de precaria acomodación clasista, lo que hace a esos recuerdos profundamente humanos, los acerca descarnados a nuestra realidad, también descarnada, o mejor, defragmentada a punta de bits, de datos, de información que sobre nuestra persona echamos al universo relativo del Internet. Un futuro auxiliar de la memoria humana que ya hace sentir sus primeros efectos, pero que necesariamente cambiará la calidad de los recuerdos. En un futuro próximo, recordar será una acción humana con sustento documental, como lo puede ser ahora la disciplina de la Historia. Es la clase de memoria que encuentro en el ejercicio de Víctor con su padre o con la ciudad a favor de un pasado cristalino, fidedigno, digno con su descarnada verdad. Por el momento no parece beneficiar a nadie, es el simple gusto por recordar.

Porque cuando hay un claro beneficio en decir nuestras intimidades las razones ya no son las mismas. En Estados Unidos te pagan por desnudar tu vida a un ávido público que paga por ver, sobre todo cuando tu vida ha estado ligada con el morboso hermetismo de una vida privada como la del escritor estadunidense J.D. Salinger, sádicamente balconeado por un lejano amor. Hablo de Mi verdad, de Joyce Maynard, que narra su relación con Jerry Salinger cuando el tenía 53 años y ella 19. Sin pelos en la lengua, Joyce hace un relato sobre toda su vida para justificar que veinte años después tenga la necesidad de gritarlo al mundo, pues al parecer padece alguna clase de lesión. No importa que en la acción se lleve entre los pies la histérica convicción de Jerry por la privacidad y el desprecio patológico por la promoción y venta de la literatura. Con uno de los libros más vendidos del siglo (El guardián en el centeno), Salinger no quiere saber más de presentaciones de libros, ni premios, ni entrevistas, ni nada, entregando su vida al estudio de la homeopatía. Y como médico homeópata, en consecuencia. Es completamente intransigente con sus principios, un histérico, pero es su decisión. Así lo consideró una pareja de amigos contemporáneos a aquella relación, negándose a participar con Maynard veinte años después. Por su parte, Joyce Maynard desea todo lo contrario, legítimamente: luces, reflectores y dinero (pues tiene que mantener a sus tres hijos), pero elige la traición a una privacidad especialmente clausurada a cambio de la jugosa ganancia que necesariamente le generó Mi verdad. La única verdad es que destrozó el hígado de Jerry, como ella debe saberlo.

Me lleva a concluir que la memoria documental tiene sus aristas y riegos relacionados a la buena voluntad. O a la mala. Es posible recordar dañando al prójimo. Es posible recordar como acto de venganza o chantaje o insulto o cualquier actitud que más que exactitud busque el ensañamiento. Es inevitable que estemos recordando así porque es una necesidad impuesta por razones externas, son máquinas registradoras que ordenan, publican y componen todo aquello que algún día será un recuerdo. Es una consecuencia tecnológica, una imposición de nuestro tiempo. Pero esa acción, en aras de la literatura y el recuerdo, puede llegar a lesionar gravemente la sensibilidad de alguien que, histérico o no, ve trastocada su vida con la aparición de las “memorias” de una novia que hace veinte años que no ve.


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