El 4 de septiembre de 1969 los habitantes del Distrito Federal fueron testigos de la inauguración de la primera línea del Sistema de Transporte Colectivo, METRO, que nos catapultaba a los mexicanos, literalmente, a la modernidad.
Mi papá regresó al pueblo después de instalar a alguno de los hijos en la ciudad de México y me contó del Metro. Parecía imposible que un tren del tamaño de un tren pudiera desplazarse por debajo de la tierra, hacer curvas, esquivar pirámides enterradas, escuchar música y permitir bajarse, muchos kilómetros después, en una colonia diferente.
Desde Tacubaya a Zaragoza y muy pronto de Tacuba a Taxqueña, los modernos defeños podían viajar por un módico peso en los elegantes convoys de origen francés; bajarse en Pino Suárez a ver la pirámide, comerse unos hot dogs en Balderas y seguir dentro del sistema sin pagar otra vez. Ya no se admitían guajolotes, claro, pero Chava Flores tenía pretexto para una nueva canción, de cuya letra ahí te va un fragmento:
Al bajar a los andenes
escuché esta cantaleta:
-al mirar llegar los trenes
no se aviente para entrar,
si en diecisiete segundos
no ha podido ni se meta,
ni se baje la banqueta
que se puede rostizar.
Voy en el metro, ¡qué grandote,
rapidote, qué limpiote!
¡Qué deferencia del camión
de mi compadre Jilemón
que va al panteón!
Aquí no admiten guajolotes,
ni tamarindos, zopilotes,
ni huacales con elotes,
ni costales con carbón.
Cuarenta años después se nos ha quitado lo provinciano, ya no es el mismo metro, las líneas han crecido y se han multiplicado, los ciudadanos ya ni se admiran, la mayoría nació con metro funcionando, se queja de las demoras, de los apretones, de los olores. Ojalá conocieran el camión de Jilemón que tenemos por acá, y ni siquiera es mi compadre.
Mi papá regresó al pueblo después de instalar a alguno de los hijos en la ciudad de México y me contó del Metro. Parecía imposible que un tren del tamaño de un tren pudiera desplazarse por debajo de la tierra, hacer curvas, esquivar pirámides enterradas, escuchar música y permitir bajarse, muchos kilómetros después, en una colonia diferente.
Desde Tacubaya a Zaragoza y muy pronto de Tacuba a Taxqueña, los modernos defeños podían viajar por un módico peso en los elegantes convoys de origen francés; bajarse en Pino Suárez a ver la pirámide, comerse unos hot dogs en Balderas y seguir dentro del sistema sin pagar otra vez. Ya no se admitían guajolotes, claro, pero Chava Flores tenía pretexto para una nueva canción, de cuya letra ahí te va un fragmento:
Al bajar a los andenes
escuché esta cantaleta:
-al mirar llegar los trenes
no se aviente para entrar,
si en diecisiete segundos
no ha podido ni se meta,
ni se baje la banqueta
que se puede rostizar.
Voy en el metro, ¡qué grandote,
rapidote, qué limpiote!
¡Qué deferencia del camión
de mi compadre Jilemón
que va al panteón!
Aquí no admiten guajolotes,
ni tamarindos, zopilotes,
ni huacales con elotes,
ni costales con carbón.
Cuarenta años después se nos ha quitado lo provinciano, ya no es el mismo metro, las líneas han crecido y se han multiplicado, los ciudadanos ya ni se admiran, la mayoría nació con metro funcionando, se queja de las demoras, de los apretones, de los olores. Ojalá conocieran el camión de Jilemón que tenemos por acá, y ni siquiera es mi compadre.
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