En plena caja del Oxxo, mientras liquidaba la cuenta de gas natural de este mes, me ocurrió un poderoso deja vu que me trasladó a la caja registradora de una verdulería a donde mi mamá me había mandado a comprar tres zanahorias a los ocho años de edad. Metí la mano a mi bolsillo en busca de unas monedas y me encontré con una alacena de objetos varios que hablaban mejor que nadie de mis aficiones, mis afecciones y mi edad.
Frente a Martha, la vendedora de verduras, me vi en la penosa necesidad de exhibir una muestra representativa de mis pasiones y mi vida privada, pues en esa bolsa del pantalón guardaba lo más importante de mi vida. Traía numerosas canicas de diferentes tamaños y colores, aunque destacaban las “agüitas” transparentes, un “ojo de tigre” que le había ganado a mi primo y una “macana” que me agencié no sé dónde; extraje también un dedal de metal sustraído de la máquina Singer de mi madre, así como un carrete de madera vacío tomado de ese mismo lugar; traía una cordón de zapato negro que iba a utilizar para alguna maniobra que no recuerdo, tal vez con el carrete de madera y, finalmente, el cambio que mi mamá me había dado para el pago de las zanahorias. Todo en un mismo bolsillo, el derecho, porque el izquierdo estaba peligrosamente agujereado.
Frente a la cajera del Oxxo revelé ahora mi edad y mi condición física, que debe haber valorado esa señorita como preocupante. Con mi hermano mayor parado ya en la fila donde expiden las credenciales del Insen, y el resto de nosotros a punto de solicitar nuestra propia ficha, tengo la edad en la que muchos amigos comienzan a hacer sus trámites para jubilarse, pues hace ya más de treinta años iniciamos nuestras vidas laborales. Pero yo no me voy a jubilar, pues ni trabajo tengo, así que sólo me queda enumerar la retahíla de malestares “propios de la edad” y el cansancio natural de la vida manifiesto en los prolongados párpados inferiores de mis ojos. Metí la mano a mi bolsillo y, cosas de la vida, coincidencias que no iba a ponerme a explicar a la apurada señorita: saqué un manojo de carteras medicinales que brillaron plateadas con las luces del techo. Iban ahí mis pastillas de ranitidina, compañeras fieles y permanentes de mi antigua gastritis, pero también traía un antibiótico llamado Ciprofloxacino, un analgésico llamado Andox plus, que en realidad es el conocido paracetamol-cafeína y unas pastillas desinflamatorias llamadas Diclofenaco, que mi dentista me había proporcionado la tarde anterior en preparación de una endodoncia. Por si fuera poco, me había echado a la bolsa un tubo de crema antimicótica que se me olvidó dejar en el buró: Miconazol, que comencé a aplicarme en una escoriación que traigo en el centro del pecho. Finalmente, mi cortaúñas, que por alguna razón desconocida tiene varios años –veinte, tal vez más- formando parte de mi equipaje permanente y, por supuesto, las monedas que andaba yo buscando. No importa. Nunca he sido una persona de muchas medicinas, pero frente a la caja del Oxxo, más allá de lo que pensara la cajera, yo mismo me vi precisado a dudar de esa perspectiva. “Es la edad”, pensé mientras descargaba mi bolsillo sobre el buró de regreso en la casa. Sin querer, uno puede mostrar una falsa biografía al vaciar su bolsillo frente a un desconocido. Pero ¿qué tan falsa es? No importa, es la edad, y esa es inocultable.
Frente a Martha, la vendedora de verduras, me vi en la penosa necesidad de exhibir una muestra representativa de mis pasiones y mi vida privada, pues en esa bolsa del pantalón guardaba lo más importante de mi vida. Traía numerosas canicas de diferentes tamaños y colores, aunque destacaban las “agüitas” transparentes, un “ojo de tigre” que le había ganado a mi primo y una “macana” que me agencié no sé dónde; extraje también un dedal de metal sustraído de la máquina Singer de mi madre, así como un carrete de madera vacío tomado de ese mismo lugar; traía una cordón de zapato negro que iba a utilizar para alguna maniobra que no recuerdo, tal vez con el carrete de madera y, finalmente, el cambio que mi mamá me había dado para el pago de las zanahorias. Todo en un mismo bolsillo, el derecho, porque el izquierdo estaba peligrosamente agujereado.
Frente a la cajera del Oxxo revelé ahora mi edad y mi condición física, que debe haber valorado esa señorita como preocupante. Con mi hermano mayor parado ya en la fila donde expiden las credenciales del Insen, y el resto de nosotros a punto de solicitar nuestra propia ficha, tengo la edad en la que muchos amigos comienzan a hacer sus trámites para jubilarse, pues hace ya más de treinta años iniciamos nuestras vidas laborales. Pero yo no me voy a jubilar, pues ni trabajo tengo, así que sólo me queda enumerar la retahíla de malestares “propios de la edad” y el cansancio natural de la vida manifiesto en los prolongados párpados inferiores de mis ojos. Metí la mano a mi bolsillo y, cosas de la vida, coincidencias que no iba a ponerme a explicar a la apurada señorita: saqué un manojo de carteras medicinales que brillaron plateadas con las luces del techo. Iban ahí mis pastillas de ranitidina, compañeras fieles y permanentes de mi antigua gastritis, pero también traía un antibiótico llamado Ciprofloxacino, un analgésico llamado Andox plus, que en realidad es el conocido paracetamol-cafeína y unas pastillas desinflamatorias llamadas Diclofenaco, que mi dentista me había proporcionado la tarde anterior en preparación de una endodoncia. Por si fuera poco, me había echado a la bolsa un tubo de crema antimicótica que se me olvidó dejar en el buró: Miconazol, que comencé a aplicarme en una escoriación que traigo en el centro del pecho. Finalmente, mi cortaúñas, que por alguna razón desconocida tiene varios años –veinte, tal vez más- formando parte de mi equipaje permanente y, por supuesto, las monedas que andaba yo buscando. No importa. Nunca he sido una persona de muchas medicinas, pero frente a la caja del Oxxo, más allá de lo que pensara la cajera, yo mismo me vi precisado a dudar de esa perspectiva. “Es la edad”, pensé mientras descargaba mi bolsillo sobre el buró de regreso en la casa. Sin querer, uno puede mostrar una falsa biografía al vaciar su bolsillo frente a un desconocido. Pero ¿qué tan falsa es? No importa, es la edad, y esa es inocultable.
Ahora imagínate las mujeres que tenemos amplias bolsas... yo tengo varios años menos que tú y también cargo con una farmacia considerable, más la de mi marido.
ResponderEliminarGracias, me quitas una carga de encima. Yo que pensé... es la edad. Pero las mujeres, despuecito de la pubertad, es cierto, cargan hasta el perico. Besitos.
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