En 1984 una extraña luminosidad despertó a los pobladores de San Juan Ixhuatepec, Estado de México y no era la del sol, pues esta luz venía acompañada de un fuerte olor a gas y, segundos después, de largas lenguas de fuego que arrasaron todo a su paso. Los depósitos de gas que surtían a la capital del país estallaron sin aviso desatando muerte y destrucción. San Juanico, como se conocía al sitio propiedad de Pemex, era uno más de los síntomas de un gobierno en descomposición y de una ciudad, la de México, hipersensible a los desastres.
Las cifras de muertos fluctuaron durante ese día y los siguientes de 21 a 410. La Procuraduría de la República gritaba a los cuatro vientos: “no fue un sabotaje”, mientras que Mario Ramón Beteta, director de Pemex, hacía lo propio con un mensaje previsible: “Pemex no fue responsable”. Se abrieron albergues, se destinaron 4 mil millones para la reconstrucción de tantas vidas dañadas, pero el daño estaba hecho: más de doscientos mil damnificados.
Las cifras de muertos fluctuaron durante ese día y los siguientes de 21 a 410. La Procuraduría de la República gritaba a los cuatro vientos: “no fue un sabotaje”, mientras que Mario Ramón Beteta, director de Pemex, hacía lo propio con un mensaje previsible: “Pemex no fue responsable”. Se abrieron albergues, se destinaron 4 mil millones para la reconstrucción de tantas vidas dañadas, pero el daño estaba hecho: más de doscientos mil damnificados.
Durante horas, los habitantes de la ciudad miramos estupefactos por la televisión las escenas de la conflagración. Decenas de bomberos, reporteros y obreros se jugaron la vida hasta el mediodía en que los riesgos principales fueron controlados. La ciudad ya no volvería a ser la misma a partir de este hecho. Diez meses después de San Juanico nos tenía otra sorpresa.
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