Al perder el PRI la presidencia, la revolución pasa automáticamente al terreno social y espiritual de los mexicanos. La Revolución, que siempre se adjudicó el estado institucional como propiedad privada, pasa a ser, en adelante, una experiencia propia de los mexicanos. Ahora depende de cada quien.
Entre las grandes cosas de la revolución destaca su música, triste y alegre a la vez, que evoca imágenes imborrables de nuestra memoria nacional. Ahí están los hombres con sus cananas y guitarras alrededor de la fogata; ahí están las adelitas echando tortilla en enormes comales de barro. Los valientes mexicanos que apostaron todo lo que tenían -que en muchos casos era tan sólo su triste vida-, para que algo ocurriera en este país, en beneficio de sus hijos y nietos, que somos nosotros. El recuerdo de la Revolución es ante todo una historia familiar.
Ahora, entre el voluminoso panteón revolucionario abundante de bigotes, sombreros y más bigotes, vemos preferentemente héroes de sexo masculino y muy pocas mujeres. Hay cientos de villas y zapatas diseminados en plazas pueblerinas y escuelas de todo el país. Zapatas postmodernos en los murales universitarios, heroicos en Palacio Nacional. Impresionantes Panchos Villas cabalgando en enormes bestias derramadas de venas y cientos de maderos, venustianos, obregones, ángeles y arcángeles, que, aunque empolvados, presiden aún los rincones de parques y museos.
Sin embargo, la Revolución sin sus mujeres sería inimaginable. En la evocación imaginaria saltan de inmediato rostros y faldones coloridos, trenzas y ojos grandes, nombres que no son nombres pero sí lo son. Es decir, Adelita, que seguramente existió en la figura de una mujer llamada Adela, se diseminó en miles y miles de revolucionarias que tomaron su nombre para referir más un género que una identidad. Asimismo la Joaquinita, La Valentina, La Mariela, Jesusita... cuyos rostros no reconocemos más que en la multitud y en la música multitudinaria. Son masa histórica, fotografía borrosa, alimentación y hogar de nuestros hombres.
A casi cien años del inicio de la Revolución Mexicana, más allá de su presencia histórica en el imaginario colectivo de los mexicanos, más de cien millones de mexicanos festejaban esta jornada con un día de descanso tradicionalmente concedido por un gobierno necesitado de liturgia, pero ahora ni eso. Este día fue cambiado por el asueto de un frío lunes 16 que nada significa. Pero más allá de los políticos que develaban placas y dicen discursos alusivos en los soleados veintes de noviembre, de los militares que brincaban esforzados en los desfiles de conmemoración y las filas interminables de escolares muy uniformados en un evento que compartimos todos, la fecha pasa por nuestros calendarios con olor a playa, carne asada y eventual reventón.
En discusiones serias, académicas y periodísticas, hay quien afirma que los principios revolucionarios ya no son vigentes, pero mientras el campo y los campesinos estén depauperados; mientras los 56 grupos indígenas sean los hermanos incómodos de los mexicanos o ciudadanos de segunda; mientras los obreros sigan siendo engañados por sus líderes y el Estado proteja únicamente los intereses de los grandes capitales... la Revolución Mexicana seguirá vigente en este país. Y ahora, sin Estado “revolucionario”, somos los mexicanos los depositarios de su tradición.
Entre las grandes cosas de la revolución destaca su música, triste y alegre a la vez, que evoca imágenes imborrables de nuestra memoria nacional. Ahí están los hombres con sus cananas y guitarras alrededor de la fogata; ahí están las adelitas echando tortilla en enormes comales de barro. Los valientes mexicanos que apostaron todo lo que tenían -que en muchos casos era tan sólo su triste vida-, para que algo ocurriera en este país, en beneficio de sus hijos y nietos, que somos nosotros. El recuerdo de la Revolución es ante todo una historia familiar.
Ahora, entre el voluminoso panteón revolucionario abundante de bigotes, sombreros y más bigotes, vemos preferentemente héroes de sexo masculino y muy pocas mujeres. Hay cientos de villas y zapatas diseminados en plazas pueblerinas y escuelas de todo el país. Zapatas postmodernos en los murales universitarios, heroicos en Palacio Nacional. Impresionantes Panchos Villas cabalgando en enormes bestias derramadas de venas y cientos de maderos, venustianos, obregones, ángeles y arcángeles, que, aunque empolvados, presiden aún los rincones de parques y museos.
Sin embargo, la Revolución sin sus mujeres sería inimaginable. En la evocación imaginaria saltan de inmediato rostros y faldones coloridos, trenzas y ojos grandes, nombres que no son nombres pero sí lo son. Es decir, Adelita, que seguramente existió en la figura de una mujer llamada Adela, se diseminó en miles y miles de revolucionarias que tomaron su nombre para referir más un género que una identidad. Asimismo la Joaquinita, La Valentina, La Mariela, Jesusita... cuyos rostros no reconocemos más que en la multitud y en la música multitudinaria. Son masa histórica, fotografía borrosa, alimentación y hogar de nuestros hombres.
A casi cien años del inicio de la Revolución Mexicana, más allá de su presencia histórica en el imaginario colectivo de los mexicanos, más de cien millones de mexicanos festejaban esta jornada con un día de descanso tradicionalmente concedido por un gobierno necesitado de liturgia, pero ahora ni eso. Este día fue cambiado por el asueto de un frío lunes 16 que nada significa. Pero más allá de los políticos que develaban placas y dicen discursos alusivos en los soleados veintes de noviembre, de los militares que brincaban esforzados en los desfiles de conmemoración y las filas interminables de escolares muy uniformados en un evento que compartimos todos, la fecha pasa por nuestros calendarios con olor a playa, carne asada y eventual reventón.
En discusiones serias, académicas y periodísticas, hay quien afirma que los principios revolucionarios ya no son vigentes, pero mientras el campo y los campesinos estén depauperados; mientras los 56 grupos indígenas sean los hermanos incómodos de los mexicanos o ciudadanos de segunda; mientras los obreros sigan siendo engañados por sus líderes y el Estado proteja únicamente los intereses de los grandes capitales... la Revolución Mexicana seguirá vigente en este país. Y ahora, sin Estado “revolucionario”, somos los mexicanos los depositarios de su tradición.
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