La Navidad fue traída a Puebla por los frailes españoles pero se sabe que coincide con la celebración prehispánica del mes de Panquetzaliztli, del 7 al 26 de diciembre, cuando se celebraba el advenimiento de Huitzilopochtli que, de acuerdo a Fray Pedro de Gante, consistía en cantos y bailes en honor de este dios azteca, paralelismo que fue aprovechado para la catequización.
La Navidad cristiana es la fiesta más importante del año eclesiástico, después de Pascuas. Es muy antigua, ya que fue reconocida oficialmente en el año 345, bajo el patrocinio de San Juan Crisóstomo, siendo San Gregorio de Nacianceno quien proclamó que fuera el 25 de diciembre la fecha de su celebración.
En sus orígenes, la Navidad tuvo un carácter humilde y campesino que coincidía con el solsticio de invierno y, por lo tanto, con la pausa agrícola de la temporada invernal, pero a partir del siglo VIII comenzó a celebrarse con algunos de los elementos que han llegado hasta hoy.
Aparecen la iluminación y la decoración de los templos, los cantos, lecturas y escenas piadosas que dieron lugar a representaciones al aire libre, al nacimiento en un portal de Belén -el famoso Pesebre-, a los que la Iglesia añadió, posteriormente, en plena Edad Media, los villancicos y el banquete como parte culminante de las celebraciones.
Pero todo esto era poco para los floridos gustos de los mexicanos, que añadieron a la fiesta de la Navidad una multitud de elementos propios y ajenos que se fueron acumulando con los siglos, siempre derivados de sus innegables habilidades artesanales, el gusto por la fiesta, por la celebración, así como por la presencia de un elemento inamovible en cualquier manifestación de nuestra cultura: la comida y sus sorprendentes variaciones.
Fray Toribio de Motolinía, uno de los frailes fundadores de Puebla, escribe en sus memoriales de 1541 algunas alusiones a la fiesta:
“Los indígenas adornaban las iglesias con flores y hierbas, esparcían juncia en el piso, hacían su entrada bailando y cantando y cada uno llevaba un ramo de flores en la mano. En los patios se encendían fogatas y, en las azoteas, se quemaban antorchas. La gente cantaba y tocaba tambores y hacía repicar las campanas”.
Las primeras posadas mexicanas fueron establecidas por los frailes agustinos en el pequeño pueblo de San Agustín Acolman, situado a unos cuarenta kilómetros al noroeste de la Ciudad de México, en el camino a Teotihuacan.
En este lugar se originaron las posadas cuando, en 1587, fray Diego de Soria obtuvo del Papa Sixto V el permiso que autorizaba la celebración en Nueva España de unas misas llamadas “de aguinaldo”. Entre una misa y otra se intercalaban pasajes y escenas de la Natividad. Desde entonces se instauran las Misas de Aguinaldo en los atrios de las iglesias, que pasaron a formar parte del ritual familiar y de los barrios de la ciudad de Puebla en el siglo XVIII.
Y fue justamente ese nombre el que se mantuvo en las primeras fiestas que antecedían al día de Navidad en el periodo colonial: fiestas de aguinaldo que, como ocurriría después en las posadas, contaban ya con los elementos que constituyen hoy nuestra tradición: luces de bengala, cohetes, piñatas y villancicos, cantos populares que en el siglo XVIII fueron prohibidos por Carlos III, pero que, a la muerte de este gobernante, regresaron a la Navidad con mayor vigor.
La Navidad cristiana es la fiesta más importante del año eclesiástico, después de Pascuas. Es muy antigua, ya que fue reconocida oficialmente en el año 345, bajo el patrocinio de San Juan Crisóstomo, siendo San Gregorio de Nacianceno quien proclamó que fuera el 25 de diciembre la fecha de su celebración.
En sus orígenes, la Navidad tuvo un carácter humilde y campesino que coincidía con el solsticio de invierno y, por lo tanto, con la pausa agrícola de la temporada invernal, pero a partir del siglo VIII comenzó a celebrarse con algunos de los elementos que han llegado hasta hoy.
Aparecen la iluminación y la decoración de los templos, los cantos, lecturas y escenas piadosas que dieron lugar a representaciones al aire libre, al nacimiento en un portal de Belén -el famoso Pesebre-, a los que la Iglesia añadió, posteriormente, en plena Edad Media, los villancicos y el banquete como parte culminante de las celebraciones.
Pero todo esto era poco para los floridos gustos de los mexicanos, que añadieron a la fiesta de la Navidad una multitud de elementos propios y ajenos que se fueron acumulando con los siglos, siempre derivados de sus innegables habilidades artesanales, el gusto por la fiesta, por la celebración, así como por la presencia de un elemento inamovible en cualquier manifestación de nuestra cultura: la comida y sus sorprendentes variaciones.
Fray Toribio de Motolinía, uno de los frailes fundadores de Puebla, escribe en sus memoriales de 1541 algunas alusiones a la fiesta:
“Los indígenas adornaban las iglesias con flores y hierbas, esparcían juncia en el piso, hacían su entrada bailando y cantando y cada uno llevaba un ramo de flores en la mano. En los patios se encendían fogatas y, en las azoteas, se quemaban antorchas. La gente cantaba y tocaba tambores y hacía repicar las campanas”.
Las primeras posadas mexicanas fueron establecidas por los frailes agustinos en el pequeño pueblo de San Agustín Acolman, situado a unos cuarenta kilómetros al noroeste de la Ciudad de México, en el camino a Teotihuacan.
En este lugar se originaron las posadas cuando, en 1587, fray Diego de Soria obtuvo del Papa Sixto V el permiso que autorizaba la celebración en Nueva España de unas misas llamadas “de aguinaldo”. Entre una misa y otra se intercalaban pasajes y escenas de la Natividad. Desde entonces se instauran las Misas de Aguinaldo en los atrios de las iglesias, que pasaron a formar parte del ritual familiar y de los barrios de la ciudad de Puebla en el siglo XVIII.
Y fue justamente ese nombre el que se mantuvo en las primeras fiestas que antecedían al día de Navidad en el periodo colonial: fiestas de aguinaldo que, como ocurriría después en las posadas, contaban ya con los elementos que constituyen hoy nuestra tradición: luces de bengala, cohetes, piñatas y villancicos, cantos populares que en el siglo XVIII fueron prohibidos por Carlos III, pero que, a la muerte de este gobernante, regresaron a la Navidad con mayor vigor.
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