Con gran aflicción, este fin de semana descubrí en los camellones de la 11 sur, la principal avenida que atraviesa Puebla, la llegada de los precandidatos de algunas de las ofertas del supermercado electoral, el monopolio de los partidos políticos. Estarán ahí hasta finales de febrero, cuando las distintas franquicias comiencen a revelar la identidad de los ganadores de las candidaturas oficiales; entonces se quitarán a algunos de los dientones y se pondrán carteles más grandes de los dientones ganadores, ahora sí, la mayoría radiantes.
Por el momento los dientones muestran un mohín que pretende ser una sonrisa honesta que a su vez muestre buena voluntad, decencia sin límites y ocasional limpieza dental. Muy pocos lo logran en realidad. Los hay guapos y feos, cachetones y flacos, peinados y greñudos, avivados y mortecinos; la mayoría más rosaditos que en la realidad, con unos dientes sospechosamente fotoshopeados, pieles tersas, sin sus famosas verruguitas, sin aquellos bigotitos incomodones en el caso de las damas; sin las arruguitas que ostentaban apenas ayer al mediodía.
Casi todos los dientones hablan de progreso, de bienestar familiar, de educación y de un titipuchal de temas que en la práctica no volverán a mencionar, pues todos los espectadores sabemos que no les interesan en absoluto, y que lo único que quieren es llegar al escaño o al puesto en disputa para volverse millonarios (seis milloncejos se embolsa un diputado federal en sus tres años de gestión, sólo por hablar de los dineros lícitos que llegan a sus ansiosos bolsillos), para viajar por todo el mundo, para por fin tener un BMW y cualquier excentricidad que se te ocurra en este país de muertos de hambre.
Paradójico país el nuestro, dos realidades contrastantes. Colgados sobre los postes una legión de dientones mentirosos, caminando sobre las banquetas los más tristes semblantes de la realidad, bocas secas y estómagos vacíos. “¿De qué se ríen, pues?”, nos preguntamos atribulados, cuánto tiempo más nos dejaremos engañar por sus falsas sonrisas.
Por el momento los dientones muestran un mohín que pretende ser una sonrisa honesta que a su vez muestre buena voluntad, decencia sin límites y ocasional limpieza dental. Muy pocos lo logran en realidad. Los hay guapos y feos, cachetones y flacos, peinados y greñudos, avivados y mortecinos; la mayoría más rosaditos que en la realidad, con unos dientes sospechosamente fotoshopeados, pieles tersas, sin sus famosas verruguitas, sin aquellos bigotitos incomodones en el caso de las damas; sin las arruguitas que ostentaban apenas ayer al mediodía.
Casi todos los dientones hablan de progreso, de bienestar familiar, de educación y de un titipuchal de temas que en la práctica no volverán a mencionar, pues todos los espectadores sabemos que no les interesan en absoluto, y que lo único que quieren es llegar al escaño o al puesto en disputa para volverse millonarios (seis milloncejos se embolsa un diputado federal en sus tres años de gestión, sólo por hablar de los dineros lícitos que llegan a sus ansiosos bolsillos), para viajar por todo el mundo, para por fin tener un BMW y cualquier excentricidad que se te ocurra en este país de muertos de hambre.
Paradójico país el nuestro, dos realidades contrastantes. Colgados sobre los postes una legión de dientones mentirosos, caminando sobre las banquetas los más tristes semblantes de la realidad, bocas secas y estómagos vacíos. “¿De qué se ríen, pues?”, nos preguntamos atribulados, cuánto tiempo más nos dejaremos engañar por sus falsas sonrisas.
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