Hoy se celebra el Día del Libro y de los derechos de autor, jornada creada por la Vigésimo octava conferencia de la Unesco celebrada en París en noviembre de 1995, en razón, según el acta oficial, “de haber coincidido en el 23 de abril de 1616 la muerte del inca Garcilazo de la Vega, la de Miguel de Cervantes Saavedra y la de William Shakespeare.” Y es un día simbólico para anunciarte una noticia que me ha llenado de alborozo, de inquietud (¿ahora qué voy a hacer?) y alguna dosis de incertidumbre.
Como dirían los políticos, Cien años de recuerdos poblanos ha sido terminado en tiempo y forma. Después de dos años y un mes de trabajo, el libro de testimonios imaginado para una dignísima celebración de la ciudad para el centenario de la Revolución, quedó un poco más amplio de lo que suponía, 230 páginas. Como recordarás, Cien años… está dividido en diez capítulos cada uno dedicado a los recuerdos de una década, de 1910 a 2010, con abundantes y sencillos recuerdos de los poblanos sobre su ciudad, pero también sobre su gente y sus amores más próximos.
Los recuerdos no tienen desperdicio, pues hablan del proceso de una ciudad que fue creciendo paulatinamente a lo largo de un siglo, del cambio de las mentalidades y las costumbres, del lenguaje, de la infraestructura urbana que llevó a Puebla de ser una ciudad con características semi medievales a principios del siglo a la metrópoli convulsionada que es hoy. Hay una gran paradoja en el desprecio que las autoridades del Estado, la ciudad y aún las universitarias han tenido para esta iniciativa memoriosa, negándose reiteradamente a verla, a entenderla y, por supuesto, a leerla. Peregriné durante dos años por cada una de sus oficinas, hice antesalas de siete horas, elaboré sinopsis comprensibles para niños de primaria. Lo que he comprobado es que hoy por hoy la memoria de la ciudad no tiene ningún interés para las autoridades, a diferencia de mis entusiastas amigos. Parafraseando a Molina Enríquez: pobre Puebla, tan cerca de Dios y tan lejos del Distrito Federal.
Leer el testimonio de doña Mary Santillana es como estarla viendo y escuchando. No atañe sólo a su familia pues, reunida con otros testimonios, nos regalan imágenes de primera mano de la ciudad de Puebla de hace noventa años. Historia viva y cruda. Subjetiva como toda interpretación personal, pero historia al fin. Oral al fin. Cuando leo su testimonio se me aparece ella, muy ancianita, sentada en una cómoda silla de su comedor, donde lloró, cantó, recordó.
“Una vez a mi mamá la tuvo que esconder en un tinaco, me acuerdo, en un tinaco de esos grandotes. La tuvo que esconder porque se la querían llevar, un coronel de los contrarios. Tuvo que esconderse mi mamá, que eran joven y muy hermosa. Si les gustaban las feas, pues con más razón las bonitas. Tapó el tinaco y no dejaba que se acercaran “los carranclanes”, como les decía. Yo era muy chiquilla y a mi no me trataron de llevar y yo decía, “por qué no me llevarán a mi a vivir la aventura.” No me hacían caso. Y yo sufría, ¿por qué no me jalan aquí? Me gustaban los caballos, me gustaba cargar las cananas. Me gustaba meter las balas. Y sí llegué a ayudar a cargar las cananas y disparar también, pero disparar poco, porque me daba miedo el ruido”.
Y así la mayoría de estos testimonios que hablan de la arquitectura, el comercio, los servicios y otros temas generales a lo largo de diez décadas.
El capítulo cuatro, por ejemplo, trata de el zócalo, la Orquesta del Estado, el cerro de San Juan (La Paz); La iglesia del Refugio, La Victoria, El chilatole de La Victoria, las peluquerías, las famosas tortas Meche, el comercio del Portal Hidalgo; moles de panza, enchiladas y otras cosas. El refresco Gato Negro, el combate de flores, los cines, sombreritos y guantes. Ice cream soda. Vereda Tropical, cantar del regimiento, las serenatas, historias de bellezas y leones. “Nos conocíamos todos”. Nos conducen a las salas de baile, el famoso Balmori. El Pasapoga. Blanco y Negro. ¡Qué bailes! Mi amigo el Roto. Obrero textil, Comité ejecutivo, la FROC; charros, carretas y bueyes. La gangrena. Un tumor. Carretas, Los Rápidos de Puebla. La era del béisbol. La Navidad de 1940.
Los recuerdos son, en su mayoría, breves, legibles, naturales y simples. Sin introducción, sin rollo, sin análisis. Recuerdos puros o, mejor, puros recuerdos, como este par de los aludidos años cuarentas:
La gangrena
Yo ayudaba cuando estaban enfermos, le daba yo para su medicina, si no de otra forma. A una señora le mejoré su pie. Tenía diabetes, pero no lo quería creer y no llevaba ninguna dieta. Y un día me dice una vecina Cata: “yo no sé qué tiene Raquelito, que siempre en la tarde se encierra y mete agua caliente”. Y le digo, vamos a espiarla por qué no nos dice nada. Un día de improviso empujamos la puerta de su casa. Pues ya tenía la gangrena hasta por acá, el dedo gordo a punto de caerse, y todo esto morado morado, como color betabel. Así estaba su pie. Y es que lavaba el patio, se mojaba los pies, y luego las chanclas las ponía en la estufa para que se secaran, pero a las chanclas secas les queda un borde duro, filoso, y con eso se estuvo lastimando el pie. Y diabética, eso le resultó. Por lo pronto vine y le dije a mi tío: Tío, Raquelito está muy mala, tiene su pie en estas condiciones, necesita medicina. Páguele usted la consulta y yo después le pago otra. Está bien, toma. La mandé con el médico, con el doctor Espinoza, que le dijo que era una gangrena. “Se tiene usted que seguir curando y tómese esta medicina y tenga cuidado en su comida”. Le dio lo que les dan a los diabéticos. Yo la empecé a curar diario diario. Como a las seis de la tarde, empezaba yo a lavarle con árnica, ahí le metía el pie hasta que se enfriaba. “A ver, saque su pie”, se lo empezaba yo a secar, después con cuidado le lavaba con agua más limpia, le iba yo lavando la herida. “Y la medicina, no la deje Raquelito”. El caso es de que pasaron unos días, un mes tal vez, se le compuso el pie, le fue cicatrizando y se le compuso. Al año siguiente, o a los dos años, ahí está con el otro pie. Me dijo una: “Raquelito ya está con el otro pie”. Pero yo ya no me metí porque ya venía su familia, ya no entré. Su hermana la llevó al hospital Haro y Tamariz, ahora Upaep, que en ese tiempo era la maternidad para personas de pocos recursos, y ahí la internaron. Cuando la fui a ver ya le habían cortado hasta medio muslo, de la otra pierna. Me despedí de ella porque ya estaba muy mal. Ya no volví a verla. A los cuantos días murió. Mi vecina de toda la vida. (Rosita Gastelum)
Comité ejecutivo
El sindicato... ¿cómo le diré? Yo tengo mucho que criticar al sindicato en la educación, porque el sindicato a veces, por su manera de ser, se vuelve política nada más. Lo que quieren ellos es superarse sindicalmente y darle a las personas, casi sin conocerlas, darles ascensos, darles mejoras, mejorarlos de lugar, mejorarlos de escuela, mejorarlos en todo lo que ellos pueden hacer, pero en la cosa educativa, para mí, el sindicato no hace nada. No hace nada. Pues ellos dicen que sí, a su modo dicen que sí, pero no me gusta a mí su modo de ser. Mi relación con el sindicato fue muy cercana. Yo llegué a ser miembro del comité ejecutivo del estado, el estatal. No estuve comisionado, yo trabajaba y venía a dar mis vueltas, pero sí, fui del comité ejecutivo. Y muchas veces yo fui de delegado al congreso y tuve muy de cerca la situación del sindicato. Poco apoyo al trabajo. Ellos nombran a un director sin saber qué es lo que va hacer, sin saber quién es, nada más porque quieren tener gente. Los apoyan. Nombran un supervisor porque también quieren lo mismo, una plaza porque también quieren lo mismo. Y ese es el sindicato. Complejo, eso sí, porque yo pienso que el sindicato y la Secretaría se deberían poner de acuerdo, antes que nada, pero no llegan a ningún acuerdo. Un acuerdo para lograr los éxitos del trabajo, ponerse a...ordenar. “Esto lo vamos a hacer así, esto en esta forma y esto en esta otra”, y cada quien que viera materiales para poder trabajar mejor, para que ellos hicieran un mejor trabajo. Es mi forma de pensar porque yo lo viví, también. Así creo yo que se puede trabajar mejor. (Antonio Galaviz Portilla)
En esta foto que me envió Mario Villar Borja vemos la 6 Oriente y 2 Norte en 1901. Gracias, Mario.
Como dirían los políticos, Cien años de recuerdos poblanos ha sido terminado en tiempo y forma. Después de dos años y un mes de trabajo, el libro de testimonios imaginado para una dignísima celebración de la ciudad para el centenario de la Revolución, quedó un poco más amplio de lo que suponía, 230 páginas. Como recordarás, Cien años… está dividido en diez capítulos cada uno dedicado a los recuerdos de una década, de 1910 a 2010, con abundantes y sencillos recuerdos de los poblanos sobre su ciudad, pero también sobre su gente y sus amores más próximos.
Los recuerdos no tienen desperdicio, pues hablan del proceso de una ciudad que fue creciendo paulatinamente a lo largo de un siglo, del cambio de las mentalidades y las costumbres, del lenguaje, de la infraestructura urbana que llevó a Puebla de ser una ciudad con características semi medievales a principios del siglo a la metrópoli convulsionada que es hoy. Hay una gran paradoja en el desprecio que las autoridades del Estado, la ciudad y aún las universitarias han tenido para esta iniciativa memoriosa, negándose reiteradamente a verla, a entenderla y, por supuesto, a leerla. Peregriné durante dos años por cada una de sus oficinas, hice antesalas de siete horas, elaboré sinopsis comprensibles para niños de primaria. Lo que he comprobado es que hoy por hoy la memoria de la ciudad no tiene ningún interés para las autoridades, a diferencia de mis entusiastas amigos. Parafraseando a Molina Enríquez: pobre Puebla, tan cerca de Dios y tan lejos del Distrito Federal.
Leer el testimonio de doña Mary Santillana es como estarla viendo y escuchando. No atañe sólo a su familia pues, reunida con otros testimonios, nos regalan imágenes de primera mano de la ciudad de Puebla de hace noventa años. Historia viva y cruda. Subjetiva como toda interpretación personal, pero historia al fin. Oral al fin. Cuando leo su testimonio se me aparece ella, muy ancianita, sentada en una cómoda silla de su comedor, donde lloró, cantó, recordó.
“Una vez a mi mamá la tuvo que esconder en un tinaco, me acuerdo, en un tinaco de esos grandotes. La tuvo que esconder porque se la querían llevar, un coronel de los contrarios. Tuvo que esconderse mi mamá, que eran joven y muy hermosa. Si les gustaban las feas, pues con más razón las bonitas. Tapó el tinaco y no dejaba que se acercaran “los carranclanes”, como les decía. Yo era muy chiquilla y a mi no me trataron de llevar y yo decía, “por qué no me llevarán a mi a vivir la aventura.” No me hacían caso. Y yo sufría, ¿por qué no me jalan aquí? Me gustaban los caballos, me gustaba cargar las cananas. Me gustaba meter las balas. Y sí llegué a ayudar a cargar las cananas y disparar también, pero disparar poco, porque me daba miedo el ruido”.
Y así la mayoría de estos testimonios que hablan de la arquitectura, el comercio, los servicios y otros temas generales a lo largo de diez décadas.
El capítulo cuatro, por ejemplo, trata de el zócalo, la Orquesta del Estado, el cerro de San Juan (La Paz); La iglesia del Refugio, La Victoria, El chilatole de La Victoria, las peluquerías, las famosas tortas Meche, el comercio del Portal Hidalgo; moles de panza, enchiladas y otras cosas. El refresco Gato Negro, el combate de flores, los cines, sombreritos y guantes. Ice cream soda. Vereda Tropical, cantar del regimiento, las serenatas, historias de bellezas y leones. “Nos conocíamos todos”. Nos conducen a las salas de baile, el famoso Balmori. El Pasapoga. Blanco y Negro. ¡Qué bailes! Mi amigo el Roto. Obrero textil, Comité ejecutivo, la FROC; charros, carretas y bueyes. La gangrena. Un tumor. Carretas, Los Rápidos de Puebla. La era del béisbol. La Navidad de 1940.
Los recuerdos son, en su mayoría, breves, legibles, naturales y simples. Sin introducción, sin rollo, sin análisis. Recuerdos puros o, mejor, puros recuerdos, como este par de los aludidos años cuarentas:
La gangrena
Yo ayudaba cuando estaban enfermos, le daba yo para su medicina, si no de otra forma. A una señora le mejoré su pie. Tenía diabetes, pero no lo quería creer y no llevaba ninguna dieta. Y un día me dice una vecina Cata: “yo no sé qué tiene Raquelito, que siempre en la tarde se encierra y mete agua caliente”. Y le digo, vamos a espiarla por qué no nos dice nada. Un día de improviso empujamos la puerta de su casa. Pues ya tenía la gangrena hasta por acá, el dedo gordo a punto de caerse, y todo esto morado morado, como color betabel. Así estaba su pie. Y es que lavaba el patio, se mojaba los pies, y luego las chanclas las ponía en la estufa para que se secaran, pero a las chanclas secas les queda un borde duro, filoso, y con eso se estuvo lastimando el pie. Y diabética, eso le resultó. Por lo pronto vine y le dije a mi tío: Tío, Raquelito está muy mala, tiene su pie en estas condiciones, necesita medicina. Páguele usted la consulta y yo después le pago otra. Está bien, toma. La mandé con el médico, con el doctor Espinoza, que le dijo que era una gangrena. “Se tiene usted que seguir curando y tómese esta medicina y tenga cuidado en su comida”. Le dio lo que les dan a los diabéticos. Yo la empecé a curar diario diario. Como a las seis de la tarde, empezaba yo a lavarle con árnica, ahí le metía el pie hasta que se enfriaba. “A ver, saque su pie”, se lo empezaba yo a secar, después con cuidado le lavaba con agua más limpia, le iba yo lavando la herida. “Y la medicina, no la deje Raquelito”. El caso es de que pasaron unos días, un mes tal vez, se le compuso el pie, le fue cicatrizando y se le compuso. Al año siguiente, o a los dos años, ahí está con el otro pie. Me dijo una: “Raquelito ya está con el otro pie”. Pero yo ya no me metí porque ya venía su familia, ya no entré. Su hermana la llevó al hospital Haro y Tamariz, ahora Upaep, que en ese tiempo era la maternidad para personas de pocos recursos, y ahí la internaron. Cuando la fui a ver ya le habían cortado hasta medio muslo, de la otra pierna. Me despedí de ella porque ya estaba muy mal. Ya no volví a verla. A los cuantos días murió. Mi vecina de toda la vida. (Rosita Gastelum)
Comité ejecutivo
El sindicato... ¿cómo le diré? Yo tengo mucho que criticar al sindicato en la educación, porque el sindicato a veces, por su manera de ser, se vuelve política nada más. Lo que quieren ellos es superarse sindicalmente y darle a las personas, casi sin conocerlas, darles ascensos, darles mejoras, mejorarlos de lugar, mejorarlos de escuela, mejorarlos en todo lo que ellos pueden hacer, pero en la cosa educativa, para mí, el sindicato no hace nada. No hace nada. Pues ellos dicen que sí, a su modo dicen que sí, pero no me gusta a mí su modo de ser. Mi relación con el sindicato fue muy cercana. Yo llegué a ser miembro del comité ejecutivo del estado, el estatal. No estuve comisionado, yo trabajaba y venía a dar mis vueltas, pero sí, fui del comité ejecutivo. Y muchas veces yo fui de delegado al congreso y tuve muy de cerca la situación del sindicato. Poco apoyo al trabajo. Ellos nombran a un director sin saber qué es lo que va hacer, sin saber quién es, nada más porque quieren tener gente. Los apoyan. Nombran un supervisor porque también quieren lo mismo, una plaza porque también quieren lo mismo. Y ese es el sindicato. Complejo, eso sí, porque yo pienso que el sindicato y la Secretaría se deberían poner de acuerdo, antes que nada, pero no llegan a ningún acuerdo. Un acuerdo para lograr los éxitos del trabajo, ponerse a...ordenar. “Esto lo vamos a hacer así, esto en esta forma y esto en esta otra”, y cada quien que viera materiales para poder trabajar mejor, para que ellos hicieran un mejor trabajo. Es mi forma de pensar porque yo lo viví, también. Así creo yo que se puede trabajar mejor. (Antonio Galaviz Portilla)
En esta foto que me envió Mario Villar Borja vemos la 6 Oriente y 2 Norte en 1901. Gracias, Mario.
¡Muchas felicidades!. Siempre es gratificante parir piezas de trabajo tan importantes. Ojalá algún día me toque ver un ejemplar.
ResponderEliminarGracias, querida.
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